Mario
es un gran entrevistador. Lo acompañé durante las tres temporadas
de Café negro
en tareas de productor periodístico –ese
personaje más o menos estresado que está detrás de escena, que
lleva la agenda, que coordina entrevistas, que prepara informes sobre
las próximas “víctimas”–,
lo que me lleva a asegurar, con certeza y convicción, que sabe
manejar, con suma inteligencia y muchas veces haciendo uso de una
natural picardía, los ritmos y puntos de inflexión de una
conversación.
Antes
que cualquier otra cosa (novelista de éxito, fino cuentista, que en
definitiva son oficios a los que lo ha llevado la vida y que él
ostenta con sabiduría), Mario es un narrador oral y un conversador
implacable, capaz de torcer cualquier conversación a su favor, lo
que implica el difícil y complementario arte de saber escuchar.
Cuenta para ello con un innato talento en el arte de la seducción;
con la palabra, con los gestos, con artimañas como dejar colgado en
el aire un “bien, bien, bien”, sabe alentar al otro a continuar
en el relato, a bifurcarse en el pensamiento, a convertir la
conversación en rounds
en los que hay que poner lo mejor para continuar.
Al
final de cada entrevista en Café
negro,
Mario llevaba los brazos hacia adelante, en busca de un abrazo de
café que pasara de la palabra al contacto físico. Más allá de la
vacilación de algún entrevistado, lo habitual era que se lograra la
magia, que era ni más ni menos que encontrar el punto final exacto,
el cierre de los varios relatos cruzados y desvíos que se habían
deslizado en una hora de conversación. No había más palabras.
Había la sensación de haberlo pasado bien: los dos de la mesa, el
equipo entero en el set y luego –siempre
lo más importante–
los televidentes, testigos indiscretos de una charla de esas que se
escuchan de robado, como si estuviéramos en la otra mesa o en el
asiento de adelante en un ómnibus.
Del
café al libro
El
libro, Voces de café negro,
evidencia un par de cosas que aprendí de Mario (una de ellas es
esconder la verdadera trama) y abusa de la primera persona con el
único cometido de tratar de desentrañar las razones que lo llevaron
a evitar el camino más corto, el de la desgrabación y transcripción
de una selección de entrevistas. Es lo que le pregunto en una mesa
de boliche, la misma en la que nos reunimos varias veces y desde la
que constatamos, en el transcurso de tres años, la velocidad con la
que se construyó el centro comercial de Luis Alberto de Herrera y
Bulevar Artigas.
“Esa
es una pregunta muy pero muy difícil de responder”, dice, y sé
que miente y no miente, porque le asoma un ligero gesto de picardía,
y que la respuesta tendrá al menos un par de bifurcaciones. “Cuando
Claudia Garín [editora de Planeta] me propuso hacer un libro con una
selección de 30 entrevistas del centenar que hicimos en Café
negro, la respuesta me salió de
las entrañas: “¡Ni en la segunda reencarnación haría algo
así!”. Porque pasar un encuentro de estos, del lenguaje televisivo
al lenguaje escrito, era como volver a mi prehistoria periodística,
si es que eso existe. Cumplir con el ciclo de Tevé Ciudad me dejó
tan extenuado, que ya no tenía la paciencia necesaria como para
hacer una tarea de esa naturaleza. Punto y aparte”.
Sé
que hay algo más detrás de ese primer impulso, porque intuyo, a
cartas vistas, y porque llevo recorrido más de la mitad del libro,
que Mario debió hacerse también un par de preguntas más que
decisivas: ¿para qué un libro de entrevistas?, ¿cuál es el libro
que quiero escribir?, ¿cuál es el libro que falta? Mientras pienso
la siguiente pregunta, Mario me va contando el camino recorrido, la
anécdota, el paso del tiempo: “Un día ocurrió un
encuentro inolvidable con un periodista a quien siempre admiré,
respeté y de quien aprendí mucho, en particular de las técnicas
del reportaje: Andrés Falca. En síntesis, cuando le conté lo que
me habían propuesto, a él le encantó el desafío, y un día me fui
a Parque del Plata, donde vive, y terminamos acordando una
metodología de trabajo que nos acompañó en todo el proceso: Andrés
llevaría a cabo la titánica tarea de adoptar un lenguaje de
transcripción (en una entrevista televisada, hay gestos,
expresiones, miradas, posturas físicas, el entorno) que capturara
fragmentos significativos de conversación con atmósfera incluida.
Trabajé entonces sobre esa materia prima con un grado de elaboración
importante, más lo que guardaba en mi memoria del encuentro,
enfocándolo desde una perspectiva que podríamos llamar
periodístico-literaria o de crónica literaria, hasta encontrar la
dinámica y el lenguaje apropiado que nos acompañó todo el
trayecto”.
O sea que desde
un principio supiste que querías escribir un libro de crónicas.
Sí, descarté de
entrada la construcción de un reportaje tradicional al estilo Oriana
Falacci, “pregunta-respuesta-pregunta-respuesta”, porque
condenaría al lector al aburrimiento absoluto. A ese facilismo sí
que me negaba. Por fortuna, a medida que avanzábamos, Andrés me
tomó el punto y no sólo me facilitó enormemente una tarea en sí
misma muy compleja, sino que me llevó además a experimentar la
vieja pasión de construir, no sé si una buena crónica, pero sí
una de un nivel de calidad aceptable, que además cumpliera con la
exigencia de una obsesión que siempre me persiguió: intentar no
aburrir nunca. Terminó siendo una experiencia apasionante. Todo
gracias a que me encontré con un socio y compañero formidable que
coordinó todo el trabajo con una saludable severidad.
¿Cómo
te fuiste encontrando con el libro que finalmente se armó? ¿De qué
manera se fue construyendo un libro sobre un tiempo y una época
particular de la que vos sos arte y parte, específicamente las
décadas de 1970 y 1980?
Creo,
o sin creo, que fue mediante una reflexión continua y sin pausas.
Hubo momentos en que me rondaba demasiado la impotencia, sobre todo
cuando empecé a preguntarme por qué diablos toda esta gente estaba
junta aquí y no otra. Ahí caí en la cuenta de que lo que cada uno
tenía en común con los demás, más allá de la década a la que
pertenecía, era que tanto la expresión artística que lo había
caracterizado, como su condición de artista, habían sido afectadas
por igual por dos hitos históricos ineludibles: la dictadura
cívico-militar y la apertura democrática, con todo lo que
encerraron esos períodos, marcando a fuego a la sociedad y su
cultura. Y antes de que se te ocurra pedirme un “¿por ejemplo?”,
te respondería con dos pares de ejemplos: la prisión y la libertad.
El exilio y el desexilio. Y habría uno más: el insilio de los que
aguantaron y resistieron sin irse.
¿De
qué manera fuiste encontrando el estilo, el formato, la manera en
que te metés en la crónica de cada uno de los entrevistados?
Hay un elemento muy
singular, que me facilitó enormemente la tarea: en mayor o en menor
grado, siempre estuvo presente la inteligencia afectiva. Sentí y
siento por cada uno de ellos, hombres y mujeres, una respetable cuota
de afecto y de admiración. Y si no, la necesidad de un acercamiento
significativo, que me permitiera dar a conocer lo que llamaría la
personalidad artística del creador, entendiéndose por personalidad
artística la suma de lo que el creador crea, más lo que el
creador piensa de lo que crea. Y eso, si se logra combatiendo al
mismo tiempo la soberbia y la vanidad excesiva, a la hora de dar a
conocer ese corpus, es simplemente fascinante. También
alguien podría burlarse y decir que este es un libro de entrevistas
a amigos y amigas. La verdad es que nunca se me ocurriría hacerle
una entrevista a un enemigo o a una enemiga.
¿Qué
significó para vos el ciclo televisivo Café
negro?
Entre
otras cosas, significó la oportunidad efímera de contribuir con un
microgramo de arena a la destinellización de nuestra cascoteada
cultura nacional. Pero, y sobre todo, tratar de dar a conocer los
mundos, y sus razones de ser, de algunos de los creadores más
trascendentes de nuestra época. Mira, si alguien fue brillante a la
hora de definir aquel espacio de Tevé Ciudad, ese fue Fernando
Cabrera, en una sola frase: “Café negro es el único
programa en la televisión nacional donde el protagonista es el
pensamiento”. Eso es lo que dijo. No sé si eso es así, pero se le
parece mucho. En cuanto a lo que significaron para mí esos casi tres
años que duró el ciclo, no tengo la menor duda: fue la experiencia
más hermosa que viví en el periodismo. Pero además, una verdadera
operación de rescate: fíjate que logramos evitar que se llevaran la
distancia y el olvido a seres obviamente irrepetibles como Dahd
Sfeir, Enrique Estrázulas, Carlos Maggi y Tomás de Mattos. Creo que
hoy leés sus encuentros y es inevitable pensar que, caramba,
estuvimos con ellos apenas en el inmediato ayer. Así de grandes,
ricos y simples fueron y son.
¿Qué
cosas de tu vida se fueron rearmando a medida que en las entrevistas,
y ahora en las crónicas, confluyen miradas a un tiempo tan
particular?
Sacar una
conclusión, en este momento, me resulta tan difícil como prematuro.
Fueron más de un centenar de entrevistas, que entre todas, al decir
de Carlos Rehermann, me provocaron una verdadera tormenta de cerebros
que todavía me dura, como un nueve de la escala Richter. Entonces,
te respondería parafraseando a Bartleby, el escribiente, aquel
maravilloso personaje de Herman Melville, a quien recordamos en el
encuentro inolvidable con Roberto Jones, que ante cualquier tarea que
le pidieran, Bartleby contestaba siempre lo mismo: “Preferiría no
hacerlo”.
***
La creación
como arma de resistencia
La lectura de Voces
de café negro no es
estrictamente complementaria a lo que se vio en los ciclos
televisivos emitidos por Tevé Ciudad. Es otra cosa. Demuestra que la
palabra, por suerte, puede ir más lejos que la imagen. Delgado
Aparaín logra el efecto contrario: al permitir un abordaje
fragmentario, en la reunión de crónicas, arma un puzle de un tiempo
que no está, precisamente, de moda. Es memoria abierta de los años
70 y 80. Y ahí está uno de los aciertos del autor-antólogo, por
cierto, aun en el dolor de dejar afuera conversaciones con artistas
de generaciones más recientes, como los casos de Damián González
Bertolino, Daniel Mella, Gabriel Calderón, Garo Arakelian, entre
otros, todas ellas de gran interés pero que quizá queden para otra
hornada.
El
recorrido empieza por Tacuarembó, como no podía ser de otra manera,
con las voces de Tomás de Mattos, luego el Bocha
Washington Benavides y Héctor Numa Moraes. Después se abren
diversos caminos y desvíos, pero todos entroncan en un cruce de
tiempos y emociones que van armando un mapa que no ha sido
transitado. Como bien sabe Mario, con la madurez del escritor, el
único libro que interesa es el que no ha sido escrito. Y esa es la
sorpresa que se descubre en este abordaje de periodismo narrativo en
el que, además, el entrevistador está más que presente: Voces
de café negro puede y debe
leerse como los vasos comunicantes entre un escritor y 30 voces con
las que tiene bastante más que un poco de amistad e historias
compartidas.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 12/2016))
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