El hecho de convocar decenas de obras que nunca estuvieron reunidas en un mismo tiempo y lugar, en el caso de la antológica de Ramos curada por su amigo Kalenberg, provoca el primer gran acierto. Porque sus primeros grabados, los dibujos, las esculturas en madera a las que él llamó “nuevas formas”, las “claraboyas” hechas de cartón, las cajas con calaveras de la serie de la conquista, las obras de arte conceptual, las pinturas de líneas, las líneas hechas con recortes de hojas artesanales, todas obras y series que se fueron conociendo en distintos momentos, cada una con sus destrezas formales y técnicas, tienen puntos de conexión y de contigüidad que se vuelven más que evidentes y se potencian en la apropiada puesta en escena que eligió Kalenberg para jugar en dos grandes espacios del museo.
Cajas y claraboyas
El primer gran impacto lo genera el espacio de la planta baja. Lo primero que se ve son las distintas series de cajas, mayormente de claraboyas y de las secuencias que Ramos realizó en el contexto de los 500 años del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo.
Kalenberg elige que ese primer golpe incluya varias de las principales obsesiones de Ramos: el manejo del espacio (con resabios torresgarcianos), la técnica llevada hasta el límite (no queda otra que pensar en las miles de horas de confección de claraboyas y calaveras, en los mínimos detalles de cada composición, trabajando con cartón, hilo, papel y madera) y ese asunto con la muerte que exhibe explícitamente en la serie de la conquista (otra vez las calaveras) y que se manifiesta en diferentes grados en buena parte de su obra (su primeros dibujos, por ejemplo).
La serie de la conquista, la más explícita y la más revulsiva de Ramos, data de los años 90, cuando ya tenía un largo recorrido en el mundo del arte y decidió salir de búsquedas más o menos abstractas o conceptuales, para dejar muy clara su incomodidad respecto de la mirada oficial, la española, de “encuentro de dos mundos”. Lo resuelve con imágenes que concentran toda la potencia del arte popular. No hay ambigüedad alguna. La conquista es obscena, es un derroche de violencia, que muestra la opresión de la Iglesia y los bárbaros soldados españoles y da cuenta de una cuidada simbología precolombina. Kalenberg recuerda, en el catálogo, la repercusión que tuvo esta serie en La Habana, en 1991, al ser presentada en la Bienal. No olvida a espectadores que llegaron a arrodillarse frente a estas potentes imágenes, pero, al mismo tiempo, elaboradas con materiales de gran fragilidad. Se recomienda acercarse y detenerse unos cuantos minutos en la observación de Victoria, de Latinoamérica, de Los de arriba y los de abajo, y luego volver a las claraboyas, a esas impresiones tan montevideanas en las que Ramos se permite desplazamientos y trazas de fino humor en obras como Estacionamiento.
Este primer pasaje por la antológica de Nelson Ramos puede ser suficiente. Se puede dejar para otro día el resto de la muestra. Pero también se puede mirar un par de obras que invitan a subir y completar el recorrido: la gran escultura Gamba da Fiore (en madera pintada) y la instalación El arte de ser un banco (obra que desencadenó un pequeño escándalo en los años 60 y que remite por igual a Duchamp y a la pintura Sifón, de su amigo Manuel Espínola Gómez, colgada a pocos metros en la muestra permanente del museo).
Líneas y nuevas formas
En la planta alta del museo, en la sala principal, nos espera la segunda y última parte del recorrido de la antológica Nada del arte le fue ajeno. Antes de entrar, aguarda al espectador un detalle muy especial: un pequeño retrato del artista realizado por uno de sus alumnos más notorios: Ignacio Iturria.
Lo que resta allí arriba es el “todo”, es la identidad Ramos; son las búsquedas formales y existenciales de toda una vida dedicada al arte. Porque dejando atrás las cajas, asoma en todo su esplendor un recorrido por sus dibujos, por sus grabados, y el realce que Kalenberg le otorga a la obsesión del artista con las líneas verticales y con el color blanco. Claro que para llegar a estas series, en su mayoría de los años 70 y 80, algunas de impronta minimalista, y de apreciar el trabajo matérico, las diferentes capas y el delicado extremo de revisitar sus “verticales” rasgando papeles, en un borde de escultura (casi) plana y dibujo sin trazo, se intercalan dibujos y grabados de los 60, donde ya aparecen calaveras o rostros exasperados, en composiciones que resaltan calidad y riesgo experimental como dibujante.
La línea blanca reaparece en su finísima obra conceptual, en las instalaciones Altar, Juego y Bidones, y sobre todo en Bodegón, que ocupan el centro del salón, otro de los puntos altos del montaje, por la cuidada recuperación y reconstrucción de obras que evidencian la oportuna lectura del artista hacia formulaciones del pop-art, así como la posibilidad de probarse fuera de territorios más cómodos y tradicionales como lo son el dibujo y el grabado.
Otro territorio de riesgo es el de la escultura plana, en madera pintada, con obras sobre objetos cotidianos (hachas, serruchos, cuchillos, peines), desplazando su sentido en “nuevas formas” que juegan a veces con humor a partir de posibles metamorfosis. Una buena colección de estas “nuevas formas” se exhibe en una de las paredes laterales, dejando para finalizar el recorrido dos instalaciones, ambas relacionadas con la muerte, su finísimo homenaje a Akira Kurosawa, pero sobre todo Ausencia, en la que se reconstruye la ¿humorada? que realizara en 1999 en la Fundación Buquebús: una serie de lápidas con los nombres de los artistas uruguayos que son de referencia para Ramos.
El recorrido por la antológica dedicada a Ramos consolida una figura mayor del arte uruguayo de la segunda mitad del siglo XX. Si podía intuirse la calidad de su obra y sus distintas facetas, la posibilidad de verlo “todo”, en un recorrido más temático y transversal a todo intento curatorial cronológico, completa una exposición que requiere varias visitas y tiempo para reflexionar.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 02/2017))
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