Bolaño. Empiezo por Bolaño. Por la sencilla razón de que esta reseña sobre ciertos poemarios aparecidos en los últimos meses puede y debe leerse como un desvío de una fallida reseña sobre la novela El espíritu de la ciencia ficción (*). Fallida, porque cae en la trampa de la superficie, es decir, la podredumbre del negocio editorial, los entredichos, y se suma al morbo por el que han circulado la mayoría de las páginas culturales respecto de la “operación Alfaguara”. Fallida, porque llevó a desviarse del centro gravitacional de esta novela de juventud del escritor chileno, que es precisamente la poesía. La poesía y la ciencia ficción, pero sobre todo la poesía, bien salvaje, la que corre por la sangre de los personajes de Bolaño en el saludablemente insensato DF de finales de los años 70.
El espíritu de la ciencia ficción es un libro que –como viene señalando con acierto la crítica– aparece como antecedente directo de Los detectives salvajes. Ese simple dato ya lo hace imprescindible, sin ánimo de precuela, simplemente de acercarnos a un borrador tan auténtico como desaliñado. Y su lectura incita a meterse con la menos conocida obra de Bolaño (a las grandes editoriales parece interesarles solamente la narrativa), a releer Los perros románticos, a meterse en el torrencial La Universidad desconocida. Y también a leer –porque la poesía no se lee, sino que se relee, y posiblemente el lector de poesía sea más traductor que otra cosa– a otros poetas que andan por ahí, al borde de los géneros, como Bolaño, con estos libros de extrema lucidez.
Pereira, el enamorado
Posbolchevique y acaso posromántico, hay un poeta que tiene una rítmica única de rastros beatnik y una tensión en la que se superponen cartas de amor, memorias borroneadas y circunstancias cotidianas llevadas a la altura de mito, de leyenda épica, o acaso estoica, como define Alfredo Fressia a la poética de Luis Pereira en el texto introductorio de Poemas para mi novia extranjera. El más reciente poemario de Pereira, publicado por Vox, lleva ritmo de “milonga rioplatense”, como subraya el poeta, sabiendo que esa milonga es travestida de otros ritmos que van desde la herencia neobarroca hasta los espirales del rock de grandes poetas como Bob Dylan y Leonard Cohen. Hay algunos textos más otoñales al principio del recorrido, con escenografía de Maldonado, para después volverse poeta extranjero (lo es, siempre, Pereira, como rasgo de identidad), romantizar, mandarse versos como “Yo conocí la Unión Soviética”, “En otra vida habría estudiado Humanidades”, “Hay o había apuro por desnudarnos”. Y un final muy preciso, confesional, cargado de humor, que culmina con el latiguillo “Yo quería ser como Antonio Cisneros/ y ser el objetivo de todas las mujeres de Lima”, y la auto-constatación de que no ha sido un poeta inglés, ni siquiera un mal poeta inglés. Pereira sigue disparando muy buenos versos desde “el patio trasero de las letras”. Irreductible.
Pérez, el gavilán
Hay poesía, como la de Pereira, que está al borde de la canción, que no sólo resiste la oralidad sino que en el terreno de la performance se vuelve esa cosa rítmica y sensual que tan bien probara Néstor Perlongher en el emblemático poema Cadáveres. La poesía de Martín Pérez, periodista argentino que desempolvó en La vida es otra cosa una serie de textos que escribió para un programa de radio de los 80 porteños, tiene también una fuerte identidad oral, al ser textos concebidos para ser leídos, de madrugada, en los intersticios de la resaca de la posdictadura argentina y con el impulso de relecturas de Louis-Ferdinand Céline, de una sensibilidad que podía identificarse entre Tom Waits y Juan Gelman sin ningún tipo de problemas. Llegan al papel casi 30 años después, y en esa magia de lo físico, del papel en tiempo presente, el libro vuelve a encender esa llama poética que tiene un cóctel de surrealismo, de beatnik, de poesía rock que se sabe al borde, al des/borde, con una pátina existencialista y de necesaria provocación. Pérez escribía desde un personaje, El Gavilán, para las madrugadas de Piso 93. Escribía cosas como ésta: “Simplemente, el mar existe/ es algo que no se puede negar/ Sobre todo si uno está ahí/ solo/ y ahogándose”.
Houellebecq, el cínico
Michel Houellebecq, como Bolaño, es un poeta-novelista, especie que no es tan común como parece. Son casos, sin embargo, bien diferentes. En Bolaño, la poesía es lo que nutre, en estado salvaje, novelas de la espesura de Los detectives salvajes, libros fuera de formato como La Universidad desconocida o la violencia hipercrítica de Entre paréntesis. Pero después el rastro se difumina; el poeta se ve neutralizado de alguna manera en la potencia narrativa del chileno. En Houellebecq sucede algo muy especial: la poesía del francés sintetiza, con minimalismo, humor y elegancia, el cinismo que subyace en toda su novelística, el que traslucen buena parte de sus personajes. Esto hace que un pequeño libro, Configuración de la última orilla, pueda provocar un aire similar al que produce la narrativa de Houellebecq. “He vivido muchas aventuras/ Preservativos usados/ Incluso visité la naturaleza/ Y me pareció desordenada”, empieza el capítulo 'Memorias de una polla', y podría haber sido escrito por el protagonista de Plataforma. Es un poeta de pocas palabras y siempre provocador. Y el libro tiene, en su condición bilingüe y de traducción del original en francés, la posibilidad de que el lector se apropie y busque sus propias palabras, construya su propio poema.
(*) Operación Alfaguara: Todo estaba más o menos
tranquilo en el mapa literario de nuestra lengua. Alfaguara con un
catálogo envejecido. Planeta perdiendo más y más prestigio.
Literatura Random tratando de hacer pie con ediciones y reediciones
de César Aira y otros autores más o menos desclasados. Tusquets
asomando cabeza entre el desastre ajeno. Y Anagrama, el gigante
catalán de los libros amarillos y grises, tratando de esquivar los
pequeños golpes literarios de los sellos independientes de cada
ciudad iberoamericana.
Lo único real en este escenario
de grandes librerías es que la literatura pura y dura, la que
experimenta, la que necesita de editores arriesgados, la que no se
somete a la dictadura del marketing editorial, sufre y se ve
acorralada en pequeñas librerías, en pequeños sellos, en los
márgenes de suplementos culturales donde se sigue cotilleando sobre
el Nobel otorgado a Bob Dylan y las últimas grandes noticias de los
últimos meses siguen siendo la cacería morbosa en torno a la
identidad de la italiana Elena Ferrante y la compra por parte del
sello Alfaguara de todo el catálogo y manuscritos y hasta libretas
de apuntes de Roberto Bolaño.
¿Por
qué el sello Alfaguara decidió invertir millones en adquirir el
catálogo Bolaño? Por razones varias, todas ellas más que
entendibles, pero lo central está en la evidencia de que Alfaguara
dejó de ser el sello pujante y exitoso de un grupo español con
probadas prácticas coloniales (Santillana), para oficiar de objeto
de prestigio de una corporación multinacional (Random House), lo que
hace incluso que la pertinencia de la pregunta anterior pierda
sentido. Porque Alfaguara está lejos de decidir sobre su destino y
acciones. Lo hace, en todo caso, un poderoso grupo que tiene más que
claro que lo “literario” es apenas un detalle decorativo en una
empresa de papel impreso que necesita de toneladas de best
sellers
para seguir creciendo.
Random
House, como queda más que claro, necesitaba respaldar a su nueva
adquisición y encontró una operación ideal para llamar la atención
de los medios. Bolaño, desde esta lógica, le sirve a Alfaguara para
recargar un catálogo que ha envejecido en los últimos años a un
ritmo alarmante. No alcanza con haber reeditado parte de la obra de
Mario Bellatin (de hecho, fue el último gran golpe literario de
Alfaguara) ni con mantener los fondos de prestigio con Julio
Cortázar, Mario Vargas Llosa, José Saramago y Juan Carlos Onetti.
De hecho, es probable que firmas como Carlos Fuentes y José Donoso,
entre otras glorias de las letras iberoamericanas y de Alfaguara, se
amontonen en estantes de librerías de usados y no vuelvan más a las
vidrieras, y mucho menos a los grandes centros comerciales.
Bolaño
se ha convertido en un objeto de cacería. En un hermoso cadáver
ilustre que le da un poco de aire a Alfaguara. Es uno de los últimos
de una especie en extinción, la del gran escritor latinoamericano.
Porque es, y posiblemente no sea un exabrupto, el escritor más
importante de nuestra lengua después de Jorge Luis Borges y
Cortázar. Así lo prueban las canonizadas novelas 2666
y Los
detectives salvajes,
que Alfaguara se encargó –en
la reedición
con que se abre la operación editorial–
de que sean más voluminosas y pesadas que las clásicas de Anagrama.
Si hubo un comprador, hubo un
vendedor, y esa es la otra parte de una trama que tuvo más que
entretenida a la prensa cultural. Y esa otra trama está en la
ruptura definitiva de la familia llamémosle oficial (la viuda, los
hijos) con Jorge Herralde (el editor de Anagrama), que lejos
estuvieron de acabar la relación en buenos términos.
Ya
se conocían las desavenencias respecto de la edición de 2666,
libro que Bolaño sugirió que se editara en cuatro o cinco novelas separadas y
que Herralde decidió que se hiciera en un solo volumen, con la
aprobación del crítico literario Ignacio Echeverría, amigo
personal del escritor y designado en el testamento como “consultor
en asuntos literarios”. Hubo también otras desavenencias,
relativas al manejo de los manuscritos y las ediciones posteriores a
la muerte de Bolaño (sobre todo con La
Universidad desconocida),
pero todo explotó con el fuego cruzado entre Carolina López (la
viuda), por un lado, y Herralde y Echeverría, por el otro, que nos
permite enterarnos de la verdadera naturaleza de los malestares de
ambas partes. Entre otras perlitas, todo parece centrarse en la forma
en que López pretende “borrar” de la historia de Bolaño la
relación sentimental que el escritor mantuvo en los últimos cinco años de vida con Carmen
Pérez de Vega, por cierto, amiga personal de Echeverría.
¿Quién se beneficia de todo
esto? La familia oficial, los grandes grupos editoriales y, por
cierto, los futuros lectores (entre ellos los que aún no leyeron a
Bolaño y pueden sentirse atraídos por este cotilleo). La movida
también ha obligado a Anagrama a salir a buscar nuevos autores (dato
también positivo), para seguir posicionada como editorial
contemporánea y de riesgo.
En
cuanto al libro “inédito”, El
espíritu de la ciencia ficción,
simplemente aparece como imprescindible para los numerosos
bolañistas. Es bastante más que uno de la colección: respira al DF
de los 80 y tiene el pulso del Bolaño de Los
detectives salvajes.
Es un salvaje manuscrito juvenil. Por último, un consejo a quienes
todavía nunca leyeron ninguno de sus libros: o bien se dan de frente
con 2666,
o esperan a que Alfaguara reimprima Amuleto
o
Estrella
distante,
que son ideales para debutar en su lectura. No empiecen por El
espíritu de la ciencia ficción. No
cometan ese error.
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