teoría del horror cotidiano


Hay una presencia que perturba, en el cuento ‘Los años intoxicados’, hacia la primera mitad del libro Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez. Es una chica fantasma que se baja sola de un ómnibus, en la mitad de la nada, en la mitad de la noche. La escena obsesiona a la narradora, una muchacha punk y sus amigas, de las que vamos sabiendo de sus experiencias con distintas drogas, en años sucesivos, en el duro aprendizaje de la vida en un barrio porteño, sin mucho futuro por delante.
Todavía no se tiene muy claro, porque el relato que da nombre al libro es el último de la colección, cuál es el papel que juega el fuego en todo esto: si es purificador, si es un arrebato de piromanía gratuita o mera expresión de violencia física. De lo que sí hay evidencia es de que los textos de Mariana Enríquez no lo muestran todo. Sugieren, descorren un velo inquietante en la intimidad de chicas y mujeres no tan chicas que narran las distintas historias y que parecen ser la misma, aunque no lo son, y eso poco parece importar, aunque la chica fantasma salte de cuento en cuento o reaparezca en frikis como Adela, la niña a la que le falta un brazo y desaparece en una casa abandonada, o en Marcela, la compañera de colegio que se arranca las uñas y se corta los brazos.
Hay hombres, pero no importan. No son el tema. Son, en todo caso, secundarios. El asunto está en otra parte. Y en literatura, que tenemos de sobra relatos de hombres, de miradas masculinas sobre absolutamente todo, es brutal el impacto que producen los textos de Enríquez, sin pedir permiso, sin acentuar ningún gesto de literatura comprometida con el género, simplemente escribiendo desde esas chicas y mujeres que no son tan chicas a las que le pasan cosas y que tienen claro que hay muchas cosas de las que es mejor no preguntar: apariciones y desapariciones, fantasmas, recuerdos borrosos de la infancia en dictadura, siempre esa situación de rareza.

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¿De dónde viene tu fascinación por el género literatura de terror, que más allá de gustos literarios y cinéfilos, podría interpretarse en tus relatos como una lectura ácida sobre la sociedad argentina y cierta conexión implícita con lo que pasó en la dictadura militar y después?
El terror me interesa como género, en general y desde siempre. Es cierto que estos relatos no son tan de género, y agregaría que tienen menos elementos sobrenaturales que textos anteriores; aunque los hay, de hecho hay relecturas de ciertos lugares clásicos del género como las casas encantadas, los niños malditos, los crímenes rituales. Me gusta trabajar el terror más realista, más cotidiano, con referencias políticas. Creo que el terror tiene que ser abordado usando los miedos locales, tanto íntimos como políticos, por lo que el terror en castellano no debe ser una copia del anglosajón, que por supuesto es el modelo debido a que la producción en inglés es muy abundante y en muchos casos es de un nivel extraordinario. En algunos de estos escritores, sobre todo contemporáneos, fue que encontré la manera de abordar el terror desde un lugar menos sobrenatural: Harlan Ellison, por ejemplo, tiene un cuento que arranca en el crimen de Kitty Genovese en Nueva York, en los años 60, famoso como ejemplo de la indiferencia de las ciudades; la acuchillaron en un patio entre edificios, varias veces, y nadie acudió a ayudarla. El cuento termina siendo acerca de una secta, pero empieza ahí, en esa escena. Pero hay muchos más; Shirley Jackson tiene cuentos clásicos que no tienen ni una pizca de sobrenaturales –el caso de ‘Los veraneantes’ y ‘La lotería’– y son cuentos de los años 50. Hace mucho que se hace esa cruza, pero lo que sucede es que se traduce poco. Yo hago otra “traducción”, además, que tiene que ver con trabajar horrores locales, que en América Latina suelen ser políticos, aunque creo que también trabajo bastante la intimidad.

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‘La casa de Adela’, ‘Fin de curso’ y ‘Los años intoxicados’ son algunos de los cuentos de Enríquez que remiten a los años 80 y 90, acompañando la edad cronológica de la autora, aunque no necesariamente signifiquen un ejercicio de autoficción. Los personajes suelen ser amigas muy íntimas, algún hermano, algún rastro de vida familiar. En otros cuentos, como ‘Tela de araña’ (la muchacha que pierde a su novio porteño en una extraña noche en Formosa, en confabulación con una prima), ‘El patio del vecino’ (de una aparición en una casa a la que se muda otra muchacha y sus peleas con el novio que no entiende de sus obsesiones) y ‘Verde rojo anaranjado’ (otro de pareja, pero no de hombres que no entienden sino del hombre perturbado, que se encierra en internet y deriva a fobias sociales y otros extravíos contemporáneos pero con similar deriva patológica a la de ‘Los años intoxicados’), las mujeres –como se dijo– no son tan chicas, suelen estar solas y han perdido cosas, aunque no sea para nada correcto verse tentados a esa explicación tan directa en relación al fuego del título del libro y del último cuento.
Mariana Enríquez arma, en Las cosas que perdimos en el fuego, un libro poderoso. Los cuentos que lo conforman tienen el pulso que la autora ya había mostrado en sus novelas Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente, y en el libro de relatos Los peligros de fumar en la cama. O en sus trabajos periodísticos en la revista Radar, del diario Página 12, o como columnista, durante años, en la desaparecida revista montevideana Freeway.

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Foto: Silvana Sergio.
Hay conexiones muy fuertes entre los diferentes relatos. ¿Cómo las fuiste encontrando? Aparece, por ejemplo, una mirada femenina explícita en las relaciones entre amigas, en una mirada ácida al mundo masculino...
Soy consciente del aire familiar de los cuentos, entre sí, en el momento de armar un libro. El punto de vista de las mujeres, cierta mirada sobre los hombres, la presencia de niños, ideas como la de las brujas o los rituales, el cuerpo en primer plano –desde la insatisfacción o la mutilación, por ejemplo–. Todo eso fue apareciendo, sin embargo, de una manera no deliberada. Tengo épocas de escritura en las que van apareciendo ciertos parentescos u obsesiones. Cuando encuentro determinada cantidad de cuentos que representen esa época de escritura o que tengan conexiones entre ellos, sé que formarán parte de un libro. Entonces: cuando los escribo no soy consciente; sí cuando son elegidos y ordenados para que formen una colección.

¿Cuánto hay de autobiográfico en tus relatos, en las chicas de ‘Los años intoxicados’ o en otros tantos personajes, ya de otras generaciones?
En las de adolescente hay bastante de autobiográfico, aunque muy deformado. En las mujeres más grandes, diría que casi nada.

¿De qué manera se cruza en tu escritura la ficción con el periodismo, no sólo en el estilo sino –y sobre todo– en los temas, como el propio terror, las fobias sociales, los retratos generacionales?
Sinceramente no entiendo mucho por qué habría un abismo tan grande entre la escritura periodística y la narrativa literaria. En mi caso, siento que hay una diferencia en la metodología: no investigo para nada para los relatos de ficción. Eso sí, un caso que aparece en los medios puede ser el disparador de una ficción, pero no sé por qué eso sería periodístico. Muchos escritores, periodistas o no, usan recortes o historias que aparecen en los diarios como disparadores. Y en cuanto a los temas, no creo que las fobias sociales o los retratos generacionales tengan que ver más con el periodismo que con la literatura.

En tus cuentos se percibe una influencia muy fuerte de Julio Cortázar. ¿Con qué escritores contemporáneos, de tu generación, sentís cercanía?
Cortázar es una influencia, por supuesto, como cuentista. De mi generación, siento cercanía con escritores como Luciano Lamberti, Diego Muzzio, Ariadna Castellarnau, Javier Calvo, Samantha Schweblin, Álvaro Bisama, Esteban Catalán, Gabriela Wiener, Liliana Colanzi, Diego Zúñiga, María Gainza, Alejandra Costamagna... Hay más, pero esos son algunos de los de mi edad, iberoamericanos, que leo y me gustan, aunque, por supuesto, no todos escriban cosas de mi estilo, algunos ni remotamente.

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Después de varios días de la lectura de Las cosas que perdimos en el fuego, al igual que a las chicas de ‘Los años intoxicados’, es casi imposible olvidar la aparición de la chica del ómnibus, de su mirada, de su gesto rebelde (y demencial) al bajarse en mitad de la nada. Entre los textos que Mariana Enríquez publicó en Freeway, hay uno, que se llama ‘Mi fantasma’, en el que ella confiesa que nunca ha visto un fantasma, pero le han contado de algunos. Y remata:
“De todas las historias de fantasmas que conocí sólo creí una, y la contó una chica que jamás volví a ver, en una fiesta, tarde, cuando se terminó la música y nos quedamos los más íntimos del dueño de casa, los más borrachos y los más solitarios. Ella a su fantasma no lo vio, lo sintió. Estaba medio dormida, a oscuras, esperando a su novio en la cama. Era invierno. En un momento sintió las manos frías de quien creía su novio tomándole los brazos, las piernas heladas metiéndose debajo de las suyas para ser calentadas. El novio la abrazaba demasiado fuerte y estaba demasiado frío, y la chica se quejó, gritó, juguetona, “¡salí, tarado, me muero, no seas boludo!”. Las manos y los pies fríos dejaron de tocarla y entonces alguien encendió la luz y la chica vio a su novio verdadero en la puerta de la habitación, vestido, con las zapatillas puestas, preguntándole por qué gritaba, quién era el boludo. La chica, mientras lo contaba, sonreía un poco. Le preguntaron, me acuerdo, si se había mudado de la casa, pero yo no seguí escuchando. Desde entonces, casi todas las noches, antes de dormirme, espero con aprehensión ese abrazo, los dedos helados acariciándome la frente".

Columna "Mi fantasma", de M. Enríquez. Revista Freeway.

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