entre espejos y relecturas


El astillero es un territorio literario de los que no se olvidan. No queda estrictamente en Montevideo, porque Onetti eligió colocar a Larsen y a sus otros personajes en la bruma de Santa María. Es una de sus novelas más descarnadas, densa, áspera. Habla de la condición humana, habitada por hombres y mujeres que no revelan nada porque posiblemente no tengan nada que revelar. No es un viaje literario del que se salga aliviado. Es Onetti puro. Pero seguir hablando de esta novela, prima hermana de La vida breve y Juntacadáveres, nos hará desviar de otro astillero, contemporáneo y poético/musical, que anda sonando este año en unas Sesiones que acaban de ser reunidas en un disco sencillamente imprescindible. Un disco que está llamado a convertirse en clásico, o por lo menos en un elegante eslabón de un linaje montevideano que retoma una tradición que tiene mucho que ver con dos o tres personajes que no han pasado lejos, en sus vidas musicales, de la influencia de Onetti. La referencia explícita es a Darno, a Dino, a Cabrera. Y a tantos otros que se entremezclan en los laberintos existenciales de una torre de la canción que se exhibe descarnada en este otro Astillero, con mayúscula, creación de Diego Presa, Garo Arakelian y Gonzalo Deniz.

Las guitarras. Son, en principio, tres guitarras. Dos de cuerdas de acero y una de cuerdas de nylon. Tres guitarras curtidas en bares y noches, en círculos concéntricos que tienen que ver con el rock pero también con la milonga, con el mundo pero sobre todo con esquinas notoriamente montevideanas. Tres rasgueos que combinan y encastran en texturas simples y minimalistas. Sin regodeos, sin adjetivos, pero con mucha vena sensible, quebradiza. Diego en los trazos melancólicos de Buceo Invisible y en el descubrimiento de una identidad que lo acerca a la épica de Dino. Garo en la densidad de sus viajes entre la luz y la oscuridad, en una penumbra que dialoga con la aspereza del Darno. Gonzalo entre la inocencia íntima de Franny Glass y el viaje a una tímbrica que se espeja tanto en Belle and Sebastian como en Cabrera. Las tres guitarras no suman tres, suman una sola gran guitarra, afinada, elegante, bien lejos del fogón efectista, para dibujar el paisaje rítmico y melódico del Astillero.

Las voces. Son, en principio, tres voces. Las tres con identidades fuertes y decires propios, pero son tres voces que, paradójicamente, tienen en común cierta timidez y bajo perfil, lo que ha hecho a Diego ir tomando fuerza atrás de muros de guitarras, probándose hasta tomar un protagonismo más que esperado, o a Garo guardarse durante años como guitarrista sin voz, o a Gonzalo jugando con un disfraz de cantautor con nombre de banda. Han aprendido a reconocer, en los últimos años, las potencias de sus voces. No es El Astillero tampoco el espacio para que jueguen a vedettismos que no les son propicios. No es eso. Las tres voces encuentran una singular y rara empatía, alternando protagonismo sobre esa gran guitarra, para afinar en arreglos que dejan de ser propios para establecer un tono común, un estado que los vuelve –eso sí– sensiblemente más luminosos que en sus trabajos personales. Sobrevuela, sobre todo, el gran Dino. Ese tono bajo, dulzón. Diego y Garo van inevitablemente hacia esa referencia. Gonzalo, un poco menos, pero se deja llevar, dando un toque más metálico, en todo caso Cabrera. Y todo, por eso, rima con el Darno, con Cohen, con otras tantas gárgolas, esdrújulas, encuentros con canciones que nunca dejan de ser propias, de un astillero que fabrica eso mismo: canciones que se dejan vestir por una pátina clásica, que traspasa tiempos y lugares.

Las canciones. Cinco canciones de cada uno. Suman quince. Cinco de las mejores canciones de sus respectivos cancioneros. Suman, otra vez, quince. Guitarras, voces, y poéticas finísimas, en cada caso, que se potencian en la sobriedad y en la ceremonia de la interpretación. En ningún momento subrayan la intencionalidad de un hit. Otra vez, la decisión es versionarse sin adjetivos, sin signos de admiración. El camino impone cerrar los ojos y llegar a la esencia, al timbre, a la melodía, a la afinación verdadera, a la de la creación original, la que en su desnudez e intemperie se atreve a atravesar el silencio sin hacer ruido. La canción en estado de fragilidad. La canción apenas. La canción. El camino del oyente es precisamente ese: cerrar los ojos y viajar por un astillero poblado de muy buenos versos, de tres autores que comparten una fuerte ambición literaria, o por lo menos defensores del riguroso y árido oficio de la canción como una poética que debe permanecer a salvo de golpes bajos.

Las versiones. Hay espacio para tres versiones. No hay Dino, ni ningún otro del linaje cercano compartido. Hay sí una canción de un primo hermano, que bien podría ser participante del astillero: “Objetos perdidos”, de Ernesto Tabárez. Podría imaginarse el mismo disco, tocado por la misma guitarra, con las mismas canciones, todo en la voz de Ernesto. Sería un ejercicio temerario. Una posibilidad aun más neutra. Sería, en todo caso, más Juntacadáveres. Porque Ernesto es Onetti puro. Lo volvería todo más áspero, más crudo, más crooner. Habría otras posibilidades combinatorias, de otros astilleros, pero el que nos ocupa, el formado por Diego, Garo y Gonzalo, un poco por azar y otro poco por necesidad, eligió eludir a Dino y honrar como gran maestro a Leonard Cohen, con ‘Lover, Lover, Lover’. Sin palabras. Y la tercera elección, un tanto más rara, funciona como rendija para salir del disco, abre una luz inesperada: ‘Memoria azul’, de Yábor, una de esas canciones olvidadas que viene bien refrescar y que aporta una tonalidad diferente. Es una versión inesperada, que sirve para abrir otros colores.

Las relecturas. La elección por llamarse El Astillero es la primera relectura, en este caso literaria, como se dijo al principio. Hay más. Definitivamente, Sesiones es una suma de relecturas: de canciones propias y ajenas, de voces propias y de los maestros, de poéticas propias y compartidas, de guitarras que se vuelven una sola gran guitarra. Y las relecturas abren siempre nuevas interpretaciones. En este caso, si entendemos a El Astillero como un territorio, lo más justo sería decir que es un estado sonoro, o más bien una estación donde Diego, Garo y Gonzalo han elegido como divertimento, como experiencia creativa (y creadora), como espejo donde revisar sus cancioneros y sus oficios.

((artículo publicado en CarasyCaretas, 12/2016))

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