La novela italiana Anna, de Niccolò Ammaniti y la uruguaya Verde, de Ramiro Sanchiz evocan universos amargos y
distópicos. Si bien ambas plantean historias muy distantes en sus
geografías y en estilos narrativos, tienen en común el horror y la
evidencia del lenguaje como protagonista y como zona de conflicto
contemporáneo.
Anna
es el relato de una fuga sin posibilidad alguna de final feliz. La de
Anna, una niña italiana, y su hermano menor Astor. El mundo tal como
lo conocemos ha dejado de existir. Una peste acabó con todos los
mayores de 14 años y ellos dos son agónicos sobrevivientes de una
especie en extinción. Ammaniti, uno de los mejores escritores
europeos contemporáneos, célebre por sus crueles relatos de
infancia (en especial su notable primera novela No tengo miedo),
maneja aquí con sumo talento un escenario distópico, un territorio
poblado de cadáveres y restos de una civilización que desaparece y
abre paso a una nueva barbarie habitada por niños casi salvajes que
han ido perdiendo el lenguaje y cuyos mecanismos de supervivencia son
similares a los de una jauría de perros asesinos.
Verde
es el relato de una fuga que tampoco se concreta. El protagonista
de este "atrapado sin salida" es Federico Stahl (habitual
personaje de las novelas de Sanchiz), o una de sus versiones, en una
deriva a través de la memoria, en sucesos que se van encadenando a
partir de una alucinación infantil (un cuerpo extraterrestre en una
laguna) y que lo llevan a ir perdiendo pie en los recuerdos, o mejor
dicho, a la terrible sensación de advertir que se van destruyendo
sus posibles identidades y planos reales hasta una irremediable
locura y silencio (el fin del libro). Los escenarios son acaso interiores, en un borde alucinatorio que Sanchiz maneja con muy
buen pulso y que tiene dos curiosos puntos en común con la novela de
Ammaniti: el horror hacia la orfandad de la próxima generación (hay
un espejo posible entre Anna y Margarita, hija de Federico; también
hay otro espejo entre los juegos de infancia de Federico y su amigo
Marcos en el balneario, y las peripecias que viven Anna, Astor y
Pietro, un amigo que encuentran en el viaje y que guarda el secreto
de la imposibilidad de la fuga), y la idea de que el lenguaje está
en una zona de peligro y de posible extinción.
El
fin del lenguaje
"Europa
ha muerto", como profetiza una vieja canción del grupo de rock
Los Ilegales, es una de las premisas que sostiene el universo
descrito por Ammaniti en Anna. Pero no se trata de la simple
crónica del final de una civilización. Si bien en la mayor parte de
la novela del italiano son las descripciones y las anécdotas
plagadas de muerte y espanto, sobrias y amargas, las que hacen
avanzar al lector, el centro gravitatorio parece estar en otro tipo
de derivaciones, en historias que tienen que ver con dos adultos que
han dejado marca en Anna y su amigo Pietro.
La madre
de Anna, por la obsesión por entrenar a su pequeña hija mediante
las páginas del libro Las cosas importantes, una serie de
manuscritos escritos por ella en los que refiere a formas de
sobrevivencia en un mundo sin adultos, sin agua, sin electricidad,
sin comida. Una de las recomendaciones es que le enseñe a leer y a
escribir a Astor, tarea que Anna lleva a cabo con dedicación y
disciplina. La otra derivación procede del extraño y friki novio de
una de las tías de Pietro, el último en morir de su familia, un
"orangután" (así lo define el niño) empeñado en
escribir una novela sobre el apocalipsis y que vive sus últimos días
en la euforia demente de creer estar escribiendo el libro más importante
de la historia. (Ammaniti no subraya la posibilidad austeriana de que
ese sea el texto que estamos leyendo, pero cabe esa posibilidad
circular que puede amortiguar la sensación de vacío. Es preferible,
y más amarga, la interpretación de que el libro de Patrizio, así
se llama el "orangután", es inútil).
Ambos
intertextos dentro de Anna se vuelven, ante el avance del
tiempo y el resacoso e inevitable apocalipsis, cadáveres de similar
inutilidad a la de todos los productos tecnológicos inservibles que
conforman el paisaje en el que avanzan los niños. Los nuevos mitos,
en cambio, creados por la necesidad más o menos pandillera, son
burdos y desesperanzadores. Poco se puede esperar de la nueva
barbarie. Bien lo sabe Anna, a pesar de llevar su fuga hacia el mar
(ellos proceden del interior rural de Sicilia y pretenden llegar a la
costa para cruzar al continente y buscar adultos sobrevivientes).
Pero lo que encuentra, sobre todo después de la muerte de Pietro y
del episodio del secuestro de Astor, es cada vez más pesadillesco y
se hace más difícil mantener el lenguaje. Los "niños azules",
de los que hay que cuidarse en el camino, han perdido toda relación
con la cultura de sus padres: se comunican mediante gestos y forman
una comunidad dedicada a matar para comer. No hay salida al
laberinto.
El fin
del lenguaje, o por lo menos la imposibilidad de escapar de la
certeza de un laberinto endiablado, es una de las principales
sustancias que hacen de Verde una gran novela. Si la de
Ammaniti es de alguna manera una fuga exterior, los caminos de la
novela de Sanchiz se juegan en un mundo interior, acaso tan brumoso y
terrorífico como el desierto positaliano. Federico
escribe y escribe, pero el lector advierte que la luminosidad de las
primeras páginas, en el relato de los veranos en Pinamar y Punta de
Piedra, se va enrareciendo en las posteriores derivaciones: el viaje
a Belem, la invitación a tomar ayahuasca, una confusa internación,
una aventura en la Amazonia, luego una perceptible depresión, una
visión alucinada en el río, el posterior regreso a Montevideo, o
más bien a un lugar que ya no se sabe si es real, porque las
posibilidades alternativas operan en la escritura de Federico Stahl y
en su forma de recordar y reconstruir el mundo. Se va quedando sin
memoria, sin pasado, sin relato. Es el final de la fuga y también
del libro. Federico ya no puede narrar cuando se le escapa toda la
posibilidad de evocar y queda atrapado en un presente afiebrado e
implacable. De forma más o menos similar, en Anna se llega a
un final más o menos abrupto, cuando el narrador abandona a Anna y a
su hermano Astor ante la cercanía de la muerte de la niña (la
enfermedad aparece en el fin de la infancia). Porque sin Anna, lisa y
llanamente no hay relato y no hay lenguaje.
En esa
imposibilidad de poder narrar, en el carácter trunco de ambas
historias, reside uno de los mayores impactos de ambas novelas: en la
evidencia de que el terror se transfiere al lector, provocando una
incomunicación que hace inapresables ambas historias, jugadas al
máximo en un territorio distópico.
Alucinaciones
y portales
Anna
es el relato de una gran alucinación, de una pesadilla que no da
respiro, pero siempre se mantiene en un plano real. Las cosas son lo
que son, como en otras novelas de Ammaniti jugadas al realismo, e
incluso podría decirse que lleva al máximo una alucinación pero en
sentido inverso a la que probara en la cínica y divertidísima
sátira Que empiece la fiesta. Acá, al ejercitarse en la
ciencia ficción, mezclada con novela de iniciación y de aventuras,
se prueba en un territorio distópico y firma una gran novela, de
esas de las que no se sale ileso.
En Verde,
el asunto es un poco más complejo: Federico Stahl tiene plena
conciencia de atravesar portales que lo llevan a alucinaciones o bien
a situaciones que no deberían ser reales (algo que ya probó Sanchiz
en la poderosa novela El gato y la entropía). El gran
problema es que el laberinto empieza a asfixiar a los recuerdos y a
versiones más tranquilizadoras. Sanchiz, que suele moverse con
comodidad en la ciencia ficción, pone la mira esta vez en el temor a
lo diferente, a la alucinación, llevando a su personaje –y luego
al lector– al territorio cenagoso del horror.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 2016))
No comments:
Post a Comment