Hay una puerta que
separa a la escena de un exterior violento, complejo, acaso
incomprensible. Lo que no se ve es compartido por los actores y el
público. Todo se desmadra en un juego en el que lo real se
descompone o, mejor dicho, se lleva a un extremo. Algo terrible está
sucediendo afuera y se expresa en la exasperación que se vive en el
vestuario de una cancha de fútbol. Es lo que se ve, en un escenario
realista y levemente distorsionado. Y es también lo que de alguna
manera intenta explicar, a partir de la física cuántica, un
impulsivo jugador que decidió abandonar la cancha. El grupo de
personajes que colisionan en el vestuario se completa con un técnico
desesperado por la acción del futbolista, un dirigente con problemas
sentimentales y dos empleados del club disfrazados de gatos que
trabajan de mascotas, incluyendo alguna que otra duplicación de
personajes. Con estos ingredientes funciona a la perfección el juego
teatral de El gato de Schrödinger,
una obra firmada y dirigida por Santiago Sanguinetti, que trata sobre
la inminencia de una catástrofe provocada por un delirante
atentado anarquista a miles de kilómetros de distancia. El público,
simplemente disfruta muchísimo, se mete en un juego en el que el
único y poderoso escape es la risa, la carcajada, ante un montaje
nihilista y poderoso de un autor que continúa indagando en la
estupidez humana y en la histeria contemporánea, profundizando la
línea que iniciara en las obras que integran la Trilogía de la
revolución.
***
La puerta por la que
entran y salen los personajes, que separa al vestuario del mundo
exterior, es fundamental en el montaje de El gato de Schrödinger.
¿Cuánta importancia tiene en el juego que plantea la obra?
Esa puerta forma parte
de la propia interna de la narración. Como bien sostienen
Spregelburd y Daulte, que justamente ahora los estoy trabajando en un
taller de dramaturgia, las verdades en el teatro no surgen a priori
sino después del propio ejercicio de la dramaturgia. Esto quiere
decir que primero se plantean procedimientos y son esos
procedimientos los que a veces arrojan verdades. Nunca a la inversa.
Entonces, cuando me propuse escribir El gato de Schrödinger,
simplemente pensé en un espacio cerrado, para el que necesitaba una
puerta de ingreso y así generar un espacio de ocultamiento en la
interna del propio vestuario. Esta idea de puerta hacia un exterior
violento ya aparecía en la Trilogía de la revolución, como
elemento de unión. En Argumento contra existencia de vida
inteligente en el Cono Sur, la puerta separaba a los cuatro
estudiantes de la muerte. Ellos atraviesan la puerta y mueren. En
Sobre la teoría del eterno retorno aplicada a la revolución en
el Caribe, es notorio el afuera violento, al punto que los cascos
azules de la ONU cierran la puerta para evitar que los haitianos los
asesinen. Y en el caso de Breve apología del caos por exceso de
testosterona en las calles de Manhattan,
afuera están los gorilas y los tipos que han sido contagiados
por el virus cierran también la puerta, o tratan de trancarla, para
intentar salvaguardar la vida. En este sentido, la puerta de esta
nueva obra funciona de manera similar, separando la vida de la
muerte. Afuera está la amenaza, y en el adentro el resabio de
violencia, una especie de eco de violencia, íntimo, animal, que
busca desesperadamente la salvación. Esa puerta adquirió una
relevancia fuerte en el trabajo de los escenógrafos y los
iluminadores. Ellos destacaron la puerta y la pusieron en el centro
del escenario, cuando mi idea original, al momento de la escritura,
era ponerla a un costado.
Hay una puerta
similar en Ex, que revienten los actores,
en el sentido que oficia de portal hacia otra realidad, de
ciencia ficción en el caso de la obra de Gabriel Calderón y en
ficción cuántica en tu caso. ¿Cómo ves esa posible relación
entre ambas obras?
La
relación con Ex, si existe,
no es para nada consciente. De hecho, entiendo que puede parecer
equivalente la idea de que los personajes entren, en ambas obras, a
través de una puerta y que se subraye la acción con una similar
interrupción lumínica, con luz estroboscópica y un sonido de caño
que retumba. En el caso de El gato de Schrödinger, la idea
original, el intertexto, fue concretamente una referencia a Volver
al futuro. Ningún misterio. Fue también una idea de Sebastián
Marrero y Laura Leifert, desde la escenografía y luces, quienes
junto con Fernando Castro, encargado de la ambientación sonora,
resolvieron de esa manera cada entrada de un personaje por la puerta.
La referencia fue más por ahí que por la obra de Calderón, pero
bueno, puedo entender que se de una relación con Ex,
una obra a la que considero una obra maestra; de modo que en
algún punto puede ser que esté influenciándome a mí más de la
cuenta, o sin que yo me de cuenta del todo.
¿Cuán cómodo te
encontrás en este tipo de juegos dramatúrgicos que venís armando
desde la trilogía y también aplicás en esta
obra?
Creo
que diste con la palabra exacta, porque desde la trilogía vengo
estableciendo una suerte de procedimientos y de centrarme en ellos...
Lo explico un poco en el epílogo del libro Trilogía de la
revolución, cuando afirmo sobre la necesidad de pensar en
procedimientos al momento de escribir. Quizás pueda encontrarse ahí
una herencia formalista. Víctor Shklovski, en El arte como
artificio, dice que en la
poesía se trabaja sobre imágenes ya existentes, en cómo se
disponen, más que en la creación de nuevas imágenes, y que lo que
se procura es desautomatizar las percepciones estancadas por la
rutina. Esto es lo que termina definiendo el formalismo. Me gusta
pensar la escritura en ese sentido, pero teniendo en cuenta que si lo
pensamos únicamente en términos formales estamos descuidando el
contenido. Entonces la pregunta a resolver es cómo abordar el
contenido, y es ahí que aparece cierta herencia un poco más
alemana, en términos de dramaturgismo, sobre cómo cuidar el sentido
de lo dicho. De ahí viene mi elección de abordar sentidos gruesos,
sentidos filosóficamente pesados, y ésto es lo que probé con la
trilogía: proponer procedimientos de escritura, juegos, pero al
mismo tiempo hablar de Hegel, de Trotsky, de Mariátegui. Y en este
caso aparece Bakunin, mezclado con teoría pesada de física
cuántica; no dando dos o tres líneas generales sino proponiendo
conceptos bastante contundentes. No en vano el texto me llevó dos
años de escritura. Podrá tener sus errores, por supuesto, porque
sigo sin entender la física cuántica, pero sigo sin entenderla
porque es incomprensible. Más que ser incomprensible, entiendo que
sus leyes son profundamente contra intuitivas, por lo que no hay
manera de contrastarlas con la realidad y no tienen una demostración
empírica: una cosa puede estar en dos lugares a la vez, o puede
desaparecer en un lugar y aparecer en otro. La verdad es que me
siento muy cómodo con este tipo de procedimientos, mezclando y
yuxtaponiendo sentidos contrarios conviviendo en escena: en las otras
obras convivían Mariategui y Quijano con los dibujitos de
Animaniacs, o Hegel con un soldado de la ONU, o el concepto de
revolución permanente de Trotsky con el tablero del juego de mesa
War. En este caso, en un estilo muy Monty Python conviven anarquismo,
física cuántica y fútbol, como una suerte de universos semánticos
de sentido que colisionan. Eso de por sí ya es un procedimiento. Por
supuesto que no es lo mismo hablar de Bakunin que hablar de cualquier
otro sentido, u otro mundo semántico. Hay ahí un pasaje de un mundo
de ideas, más vinculado al socialismo, en las primeras tres obras, y
se produce una especie de salto ideológico en esta nueva obra, al
abordar la idea de anarquismo. Néstor, el personaje del futbolista,
asegura que el anarquismo finalmente tiene justificación científica,
que está en la física cuántica y en la teoría del caos, como
sucede con una pelota en un campo de fútbol. Claro que él lo mezcla
todo, por supuesto...
¿De dónde viene
tu manejo del humor? ¿Cuándo empezaste a advertirlo y a jugar con
él desde la dramaturgia?
El humor viene por el
lado de mi experiencia previa como autor. Cuando veía obras mías
que no tenían humor, representadas en escena, sentía que eran
tremendamente densas, mayormente solemnes, y que no estaba
controlando ese punto. En este sentido, el humor aparece como una
manera de generar una suerte de comunicación horizontal y no
vertical con los espectadores. Cuando se cree tener una gran verdad y
se pretende iluminar al resto, a los alumnos, a los que no tienen
luz, se tiene una postura solemne, y esa era la postura que de alguna
manera tuve en mis primeras obras, fuera por inocencia o por
juventud. En estas últimas obras me permito un lugar un poco menos
solemne, aunque por supuesto que por detrás de todo esto está el
desencanto, el nihilismo más atroz. Aristóteles establece una clave
interesante para pensar dos tipos de teatro: la tragedia y la
comedia. Define a la tragedia como la representación de acciones
heroicas, realizadas por grandes héroes, y a la comedia como el
retrato de acciones ridículas y viles, a través de personajes
ridículos y viles. Y a mí, esta ridiculez y vileza, que me parece
tan contemporánea, me seduce mucho. Hay algo de profunda desazón
ante la estupidez general que me parece necesario volcar en una obra
de teatro. E insisto: El gato de Schrödinger no es teato del
absurdo. Puedo entender por qué algunos la definen así, por
supuesto, pero yo creo que no es absurdo, porque el absurdo saca a la
obra de su realidad y yo creo que esta obra es profundamente real,
porque la estupidez está ahí: conozco mucha gente que aprende cosas
mirando videos en Youtube y que se quema la cabeza de esa manera, y
es lo que hace el personaje de Néstor, desencadenando toda la
catástrofe, o por lo menos la explicación de la catástrofe, que
finalmente la desencadena un grupo de anarquistas rusos que hacen
volar el Colisionador de Hadrones, que está en la frontera entre
Francia y Suiza. Ellos deciden tapar los ductos de aire con libros de
Bakunin y Kropotkin, como acción directa para la generación de una
catástrofe cuántica. Ese es el delirio mayor de la obra.
¿Qué destacarías
del trabajo tuyo, como director de actores, al frente de un elenco de
la Comedia Nacional?
El
primer día de ensayo creo que tuve fiebre de tanto nerviosismo. No
podía parar de temblar. Evidentemente soy bastante más joven que la
mayoría de ellos, y no es nada fácil esa circunstancia, pero
trabajaron muy bien, con mucho cariño, con mucha pasión. Nos costó
llegar a algunos acuerdos, sin duda, pero se trabajó con mucha
entrega, lo que se ve claramente en el resultado. En un momento de
los ensayos generales, les empecé a exigir, todavía más allá de
lo que habían llegado, para que sintieran aún más la inminencia de
la muerte. Les dije que la obra valía si los cuerpos estaban
presentes, sufriendo, al límite. En algunos personajes eso era más
sencillo de alcanzar, como en el caso de Milton, que lo hace Juan
Saraví, porque casi desde el arranque está en el límite de la
desesperación. En los otros personajes no estaba tan claro, pero les
insistí que llegaran a ese lugar de desesperación, que jamás
naturalizaran lo que estaba pasando. En un punto, todo empezó a ser
muy emocionante.
¿Cuánto exige a la
actuación este tipo de dramaturgia?
Es parte de lo que
decía recién: la actuación lo es todo en este tipo de dramaturgia.
Sin desesperación frente a la inminencia de la muerte no funciona
ninguna de las obras de la trilogía ni tampoco funciona El gato
de Schrödinger. Y yo,
además, partí de un concepto errado pero que pude enmendar a
tiempo: pensaba que los personajes debían sentir miedo ante la
muerte. Y no era así, porque el miedo a la muerte -en todo caso-
paraliza. Lo que deben sentir es la inminencia de la muerte, que es
en definitiva lo que los mueve a la acción. Insisto, este tipo de
obras, sin ese nivel de intensidad, no funcionan. Estas obras son
intensidad actoral pura. Sí, por supuesto, hay ideas, pero las
ideas, o las construcciones lingüísticas que puedan generar humor,
se pueden agotar a los diez minutos si no hay intensidad actoral. Es
esa intensidad la que genera, en primera y en última instancia, la
identificación de los espectadores con los personajes. En este
sentido también soy muy aristotélico, porque creo que sin
identificación no hay teatro. Y no se trata de buscar una
desesperación media, sino una desesperación histérica, máxima,
propia de una época histérica.
¿Qué cosas estás
viviendo, en tu carrera como dramaturgo, con la difusión de tu obra
en otros países?
Bueno, cosas muy
lindas. El año pasado, después de ganar el Premio Moliere, viajé a
Francia a hacer una beca de estudio y la estadía coincidió con la
puesta en escena, por un grupo de estudiantes de la Escuela Normal
Superior de París, de Argumento contra la existencia de vida
inteligente en el Cono Sur. Por otra parte, estuve trabajando con
Ana Karina Lombardi, actriz uruguaya radicada en Francia en la
traducción de la obra de los cascos azules, y ya hay un elenco que
empezó a trabajar en un montaje que probablemente se estrene para
fines de año. Ahora mismo acabo de volver de Chile, después de
haber visto el estreno de la obra de los cascos azules por un grupo
independiente de Santiago, que va a presentar esa versión en Buenos
Aires, en Timbre 4. La versión uruguaya, de la misma obra, la
estuvimos haciendo esta temporada en Buenos Aires, en el teatro El
Extranjero. Y hace unos días recibí otra noticia de París: el
mismo grupo de la Escuela Normal Superior está traduciendo El
gato de Schrödinger y tienen
ganas de estrenarla en el 2017.
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