Me faltaba esta entrevista. Lo había intentado hace exactamente 20
años, en los tiempos que Jaime Bayly publicaba por Anagrama
títulos gloriosos como Yo amo a mi mami,
tal vez la mejor novela que haya escrito un escritor joven
iberoamericano de los años 90. Lo veíamos en la televisión,
en las legendarias entrevistas diarias que hacía en CBS
Telenoticias, set por el que pasaron invitados como Andrés Calamaro,
Valeria Mazza y Julio María Sanguinetti, por nombrar a algunos de
los que más reconocíamos desde el Río de la Plata. Políticos,
cantantes y modelos eran y siguen siendo los objetivos favoritos de
los programas de Bayly.
Lo de la entrevista falló una y
otra vez, por la distancia, pero sobre todo porque Montevideo nunca
estaba incluida en su agenda de trabajo. Pasó el tiempo, y el que
primero entrevistó para un medio uruguayo al entrevistador terrible
con fama de escritor exhibicionista
fue Gustavo Escanlar, que
logró contactarlo en una estadía en Punta del Este, después de que
fuera sometido a una delicada operación
al hígado. Una muy buena
entrevista que fue publicada en la revista Galería.
Pero sus libros ya no tenían tanto impacto y apenas se distribuían
en librerías de estos barrios. Ya no se veían sus programas de
televisión, por lo que
quedaba la única opción era buscarlos
en Youtube.
Hasta que se conoció, vaya
sorpresa, la noticia de que Bayly sería uno de los invitados a la
Feria del Libro de Montevideo
2016. Una oportunidad ideal
para saldar la cuenta pendiente y además celebrar a un escritor que
se ha vuelto invisible para la crítica, a pesar de que transita la
más explícita autoficción, hoy tan de moda y en la que él viene a
ser un maestro no reconocido. Una ocasión, entonces, más que
especial para quienes le seguimos sus pasos, los que creemos saberlo
casi todo de él, de su vida, de sus amores y odios, que es
exactamente de lo que cuenta en sus libros, que ya suman una decena
larga.
Conseguí la ansiada
entrevista. La conversación
transcurrió un sábado de tardecita en el hotel de Carrasco donde
estuvo hospedado con su
esposa Silvia y la pequeña hija de ambos.
Hizo una excepción al bajo perfil de
“viaje de familia”. Tal vez por conocer de mis fracasos
anteriores. Tal vez porque le aseguré a Joaquín, de Ediciones B,
que mi interés era hablar de literatura pura y dura. Es
muy simple: recomiendo de
manera entusiasta El niño terrible y la escritora maldita.
Hacía algunos libros que le había perdido la pista a Jaime Bayly,
que ya cumplió los 50, de hecho tiene 51, y me reencontré con una
pluma casi suicida, siempre filosa, en un autorretrato con la
potencia y honestidad brutal de sus mejores libros.
***
***
Me
gustaría empezar la conversación hablando de las portadas de tus
libros. En las novelas que publicaste por Anagrama –pienso
en Yo amo a mi mami, en Los
amigos que perdí–
estaba tu foto en la portada. Eso no sucede en novelas posteriores,
como las de Planeta o las de Alfaguara. Ahora, en El niño
terrible y la escritora maldita aparecés
de nuevo, acompañado esta vez por Silvia, tu segunda esposa. Me
parece oportuno que vuelvas a estar en las tapas. ¿Te gusta estar en
la portada de tus libros?
Me gusta,
sí. No me había atrevido a hacerlo en mis últimos libros, y es una
práctica que extrañaba. Es una manera de decir basta de hipocresía,
esto no es ficción, esto remite directamente a mí mismo, a mi vida.
Y luego, quería que Silvia estuviera en la tapa, porque en realidad
este libro se escribió gracias a ella. Esa foto nos la tomamos en el
Plaza, en Nueva York. Llevábamos dos años casados y nuestra hija
había nacido un año antes. Fue una foto repentina, improvisada, no
fue una foto de estudio. Nos la tomó un camarero mientras tomábamos
un té... Pero además, ¿sabés qué? He terminado dándome cuenta
de algo que al comienzo no advertía: mis libros son autorretratos.
Entonces, si son autorretratos, más vale que esté mi foto en la
portada. No engañemos a nadie. No es que haya contado la historia de
amor de un bisexual cuarentón que se enamora de una lolita, a
quienes no conozco y me los he inventado. No, el libro es un
autorretrato.
¿Cómo
se hace un autorretrato literario? Porque, siguiendo en la lógica de
la fotografía, lo usual es que se quiera salir bien en la foto.
Pero eso es una trampa. En nuestro tiempo se permite retocar la foto,
bajar la panza, disolver las arrugas. Ese tipo de autorretrato, que
aspira a embellecer, está jodido, va por mal camino. En mi caso, los
autorretratos que admiro, de pintores que se hacían obsesivamente
autorretratos, y pienso en [Vincent] van Gogh, en [Pablo] Picasso, en
Frida Kahlo, no salían para nada guapos; salían feos, grotescos,
atormentados.
De
alguna manera, se puede elegir la distorsión.
Pero una
distorsión que no aspire a mejorar sino, en todo caso, a
transparentar la miseria humana. Eso es lo que trato de hacer con mis
libros. Son autorretratos, pero terminan incluyendo a otra gente...
En este caso a Silvia, también a mi exesposa y a mi exnovio, y a mis
hijas; gente que tengo bien claro que no quisiera estar ahí,
expuesta. Esa es la parte más conflictiva del asunto, porque
terminás haciendo retratos de personas que no quieren sentirse
retratadas y que cuando se ven afeadas se sienten traicionadas.
¿Cómo
aprendiste a hacer autorretratos?
No me lo enseñó nadie, pero supongo que del mismo modo que he
aprendido a ver cuadros, a tratar de entender cuadros. Tú sabes
bien, porque eres escritor, que primero se es lector... Y los
escritores que desde muy joven más me han embrujado, y seguramente
más me han marcado, son los que se desnudan en sus libros.
¿Cuáles
serían esos maestros del desnudo?
Henry Miller, Charles Bukowski; esa escuela. Ese tipo de escritor que
se juega todo en un libro, que está dispuesto a perder el honor, a
perder a todos los amigos, a que no lo inviten a las fiestas... Yo me
siento tardíamente de esa cofradía. Y eso no ha quedado en
palabras... lo he vivido. He perdido a muchos amigos y me he metido
en unos líos familiares del carajo por cultivar ese estilo
literario. Es menos conflictivo, en términos sentimentales, fabular
una novela completamente desapegada de tu experiencia. Hacer, por
ejemplo, una novela sobre [Simón] Bolívar o de cómo mataron a [el
dictador Rafael Leónidas] Trujillo en Santo Domingo.
En
lugar de hacer novelas de tema, el tema sos siempre vos mismo.
Exacto.
Por eso yo reivindico a Miller, a Bukowski, a ese tipo de autores.
Entiendo que tipos como Gabo [García Márquez] o [Mario] Vargas
Llosa quisieron ser [William] Faulkner, ¿verdad? Y bueno...
Es
otra densidad.
Es otra
densidad y es otro tiempo. Otra cosa que me inspira para hacer mis
autorretratos, y que viene de una observación general que hago del
consumidor de ficciones de nuestro tiempo, es que siento que no les
interesa que cuentes la vida de una persona admirable. No me
preguntes por qué, pero a los actuales consumidores de ficciones les
interesa mucho más la vida de una persona despreciable, de un
cabrón, de un mafioso, de un sicario. O, en todo caso, de un
perdedor, de un tipo al que le va mal y fracasa. Lo que he contado en
la novela es la historia de un padre que se creía un buen papá y
sus dos hijas lo mandan al carajo y no lo quieren ver más, y siente
que repite la historia de su propio padre. A la gente le gusta que
esa exhibición de la miseria humana sea despiadada. Ya te digo, no
me preguntes por qué.
Fuiste
una especie de bloguero antes del blog.
Sí,
digamos que sí. Es más: ahora yo veo que se habla de la autoficción
y que hay muchos escritores que se apuntan a ese club. Cuando yo lo
hacía, hace 20 o 25 años, me decían que lo que hacía no era
literatura, que era exhibicionismo. Y yo decía: pero...
Estabas
poniendo el cuerpo, nada más y nada menos.
Exacto.
Pero además no era solamente exhibicionismo. Esta novela, por
ejemplo, me ha costado cuatro años escribirla. Creo además que el
tiempo, en cierto modo, me ha tratado con cariño. Y [Roberto]
Bolaño, por ejemplo, me ayudó mucho. Fuimos muy amigos. Y yo
entendí muy bien, a través de él, que imitar es un gravísimo
peligro. Él siempre me decía: "La mitad de los argentinos
están jodidos porque quieren escribir como [Jorge Luis] Borges y la
mitad de los colombianos están jodidos porque quieren escribir como
Gabo... Tu, que eres peruano, no trates de escribir como Vargas Llosa. Tienes que ser
parricida. Escribe lo que Vargas Llosa no se atrevería a escribir,
ahora que es una vaca sagrada. Él no va a contar cómo dejó a la
tía para cogerse a la prima, que era menor de edad. Bueno, contalo
vos"... Silvia no es mi prima, pero cuando me enamoré de ella era
casi menor de edad.
Y como
contás en el libro, la policía de Miami te llegó a investigar.
Sí, sí,
eso es real, ocurrió. Fueron a mi casa a preguntar si ella era menor
de edad... Bueno, el caso es que no estoy diciendo que una
literatura sea mejor que la otra. No digo eso. Lo que trato de decir
es que también tiene que existir esta otra literatura, testicular,
de jugarse los huevos y en la que sabés que vas a terminar
chamuscado...
Hace
unos días entrevisté a Irvine Welsh, otro autor que tiene un buen
prontuario de autoficción y de hacer retratos de sus amigos de
Edimburgo... Una de las cosas que me llamaron la atención es que le
da a leer todas sus novelas, antes de publicarlas, a su madre...
¿A la madre? ¡Qué cojonudo!
Y
contó que a ella le gustaron todas sus novelas menos la última, la
que transcurre en Miami... La vida sexual de las gemelas siamesas.
No la he leído. Pero sé de ella. ¿Y la madre se la reprobó?
La
reprobó porque en esa novela las protagonistas son dos chicas
bisexuales. Dice Welsh que la madre le preguntó, enojada, qué sabía
él de lesbianas... Y él le contestó: "espero saber menos que
tú".
¡Que buena respuesta! Buenísimo.
¿Y tu
madre, Jaime? ¿Fue primera lectora de algunos de tus libros?
No, y eso me frustra. Es algo que me duele porque he sufrido mucho
con mis primeras novelas, con No se lo digas a nadie, La
noche es virgen.
¿Y
qué paso con Yo amo a mi mami?
Mira, escribí esa novela para que ella pudiera leerla. Pero no la
terminó. Creo que nunca ha terminado un libro mío. Y es
comprensible, porque ella está sentada en la nube de la ficción
religiosa, y la ficción religiosa no se entrecruza muy bien con la
ficción literaria. Son nubes distintas, ¿no? Es una pena. Por otro
lado, he tenido mucha suerte, porque tuve como primera lectora a
Carmen Balcells, que fue en cierto modo mi madre literaria. Te diría
que es la persona más inteligente que he conocido. Era realmente de
otro planeta. Ella siempre me dejaba deslumbrado. Pero si pienso en
alguien de mi familia, que lea mis libros, no encuentro una sola
persona.
Se me
ocurre que para tus familiares debe ser un poco incómodo leer tus
libros.
Creo que uno percibe que la otra persona pueda sentirse incómoda. Yo
siento que, en esos casos, no se debe forzar la lectura. También
entiendo que es bueno preservar ciertos secretos, no hay que
compartirlo todo. Piensa además que tengo una familia numerosa:
somos diez hermanos, de la misma madre y mismo padre; ocho varones y
dos mujeres.
Diez
versiones diferentes de la misma historia.
Exacto. Entonces, en casa no se habla. No se habla. Yo no soy
escritor y nunca se ha hablado de mis libros ni le he regalado un
libro mío a alguno de mis hermanos. No se habla del tema, porque
evidentemente hay cierta incomodidad. Y no te creen nunca que es
ficción, o, mejor dicho, que es una versión. Con el tiempo, he
terminado resignándome a que la única gente que puede entender la
diferencia, sutilísima, entre literatura y realidad es precisamente
la gente que escribe. Sólo los escritores. Ni siquiera me atrevo a
decir que los pintores o los músicos lo entiendan.
¿Y los críticos
literarios?
Los
críticos literarios tampoco. Solo un escritor te puede entender.
¿Pensás en el
lector?
No
se puede estar pensando en el lector. Hay que seguir el instinto
propio, te lleve adonde te lleve.
Alguien me dijo que
eras un gran lector de David Foster Wallace. Y se me ocurrió que
podías decirme algo de este libro, de La broma infinita.
¿Lo leíste?
Uauu.
Es un gran libro. Pero no conocía esa edición. ¡Qué linda!
Todavía no la leí.
Es una lectura que tengo pendiente... ¿Me podés contar de qué
trata esa novela?
Mira,
Foster Wallace es un poco impenetrable. Como lo es Bolaño. Piensa
que novelas como Los detectives salvajes o
2666, de
Bolaño, también son un poco impenetrables y no se pueden resumir
fácilmente. Son novelas con muchos personajes, enormemente
ambiciosas, En La broma infinita hay
muchas voces diferentes. Foster Wallace era claramente un narrador
prodigioso, que no se ceñía solamente al ámbito de lo personal.
Era capaz de darle voz a ocho o diez personajes creíbles, de una
fuerte densidad humana. Es una de las grandes novelas de nuestro
tiempo... Nunca voy a entender por qué se mató tan joven. ¿No te
parece que también Bolaño es un poco difícil?
No sé. A mí Bolaño
no me parece tan difícil. Aunque es probable que Los detectives
salvajes pueda ser como entrar en
una jungla, sobre todo al principio de la novela. Como que hay que
pelear un poco para entrar en el código. Hablando de novelas largas:
¿es verdad que tienes escrita una muy larga que estás dudando de si
publicarla o no?
No sé si es una gran novela. El título es La sagrada familia.
Es una novela larga sobre mi familia: mis abuelos, el tío gay, el
tío comunista, mis tías... Uno se quiere coger siempre a una tía o
a una prima. Es la historia de mi familia, a lo largo de tres
generaciones. Pero mi mamá me ha pedido que no la publique mientras
ella esté viva.
Pero
ella no la leyó.
No. Es complicado ese tema. Porque en otro tiempo yo la hubiera
publicado sin pensarlo, desafiándola. Pero ahora...
¿Cuándo la
escribiste?
En
estos últimos años. Pero la he terminado antes que esta...
¿Cuántos
caracteres tiene?
En
páginas son como 800. Es bien grande, como La broma infinita
de Foster Wallace.
¡Qué bueno! Me
gustan las novelas grandes...
¡Sos
un corredor de largo aliento!
Me
gustaría que publicaras esa novela, sin ánimo de incidir en tus
problemas familiares.
¿Qué hace uno cuando decide contarlo todo y su propia madre, que no
ha leído ni quiere leer esa novela, te dice que no la publiques
porque no la vas a ver más y porque además no te va a incluir en su
testamento. ¿Es difícil, no?
Las
dos cosas parecen dolorosas.
Muy. Muy. No es tan fácil decir me importa todo un carajo y saber
que no voy a ver nunca más a mi madre. Y que me desherede. No es tan
fácil.
Me
imagino que no debe ser nada fácil... ¿Silvia leyó La sagrada
familia?
Silvia ha leído la primera parte, que es la más jodida. Porque ahí
es donde cuento los peores secretos. Como ya te dije, secretos de mis
hermanos, de mis padres, de mis tíos y tías. En las familias muy
religiosas, y tan numerosas, pasan muchas cosas de las que no se
habla.
¿Has leído Sudor, la nueva novela de Alberto Fuguet?
Todavía no la he leído. Tiene buena crítica... De lo que escuché
hablar, me sorprendí un poco. No tenía idea que era gay... Lo disimulaba muy bien, ¿no? Y no se notaba en su literatura...
En el
prólogo de Juntos pero solos, una compilación de relatos que
salió hace algunos años, Edmundo Paz Soldán lo dejaba entrever.
Tal vez habría que releer algunos de sus textos. Tal vez lo estaba
diciendo soterradamente.
Yo nunca lo percibí. Ni en la lectura de Mala onda,
ni en Por favor rebobinar... Y lo he visto bastante a
Alberto, aunque no somos amigos. En presentaciones que hice en
Santiago a veces él venía, y alguna vez me organizó un almuerzo
con amigos escritores... Era imposible darse cuenta. Imposible.
¿Te
sentís parte de la generación de los 90, en la movida que generó
Fuguet con la antología McOndo?
Él me mandó un fax, en
el año 1995. Me decía que pertenecíamos a una hermandad cósmica y
que estaba haciendo un libro de cuentos, que yo no podía fallar. Yo
solo había publicado la primera novela, No se lo digas a nadie.
Y tenía un cuento muy gay: la historia de un chico que me gustaba
mucho, en Lima, al que yo perseguía en mis épocas de drogadicto. Se
lo mandé. No le cobré nada. Lo publicó. Hicieron una edición
bonita, y aparte, el título era muy bueno: McOndo. Estaban
Paz Soldán, Rodrigo Fresán, Gustavo Escanlar... y me incluyó. Pero
después, y esa fue una sorpresa para mí, Fuguet hizo algunas
declaraciones, duras, contra mí, en algunas visitas que hizo a Lima
por sus libros. Habló mal de mí. Dijo que no le gustaban mis
libros. Y yo me sorprendí, porque si no le gustaban mis libros por
qué me llamó, por qué me pidió un cuento. A partir de allí me
llevé la impresión de que era un tipo complicado, que a lo mejor te
quería unos días y después te odiaba otros días. Yo siempre he
dicho de él que tiene talento, que es bueno, pero no lo tenía en el
radar. Para nada. Me sorprendió... Y creo que él lo escondía. Él
ha dicho que nadie le le había preguntado... Yo creo que la realidad
es que él lo escondía.
Hace
algún tiempo escribí un prólogo en el libro que Fuguet hizo sobre
Gustavo Escanlar...
No lo he visto. ¿Cómo se titula?
Todo
no es suficiente. Es un libro que salió hace un año en Chile.
¿Se consigue en Montevideo?
No. La
familia de Escanlar no permitió que circulara.
Algo me contaron de eso.
El
pecado de Fuguet es que hizo un reportaje grande, a pedido de Leila
Guerrero. Hizo un retrato polémico, de los tuyos... ¿Por qué
viniste a Uruguay aquella vez que te entrevistó Escanlar?
Porque quería venir. No había
ninguna razón. No había agenda, ni libro, ni presentación. Vine
solo. Después vino mi novio, Luis. Me quedé en el Belmont.
Conocí un poco por acá, por Carrasco, y me gustó mucho. Me
acababan de operar del hígado, o sea que estaba un poco delicado. Me
fui después a José Ignacio, a la casa de Shakira y de Antonio de la
Rúa. Yo estaba recuperándome. Había sido una operación seria. Una
amiga argentina me conectó con Gustavo. Nos vimos aquí, en
Carrasco, y en José Ignacio. Me entrevistó. Me pareció un tipo
estupendo. Yo había leído algunas cosas de él y me gustó mucho.
Me contó del básquetbol, de Atenas. Me contó también de un
episodio en un supermercado, de un ataque de pánico agazapado detrás
de unos yogures. Esa imagen me pareció fantástica. Ah, y yo le
sugerí el título de La alemana.
Esa
novela la había publicado en Uruguay con otro título: Dos o tres
cosas que sé de ella.
No me parecía bueno el título anterior. Por eso le sugerí La
alemana, el título con el que
salió en Buenos Aires... Pero me pasó una de estas cosas que
a veces pasan entre escritores. Cuando salió la entrevista, él no
me trató con mucho cariño.
¿Sentiste
eso?
Claramente. Ya el titular era duro: “El
traidor encantador”. Algo así. No recuerdo qué decía
después de traidor. Pero ya con traidor era suficientemente duro,
¿no? Le escribí un email diciéndole que era una lástima que me
hubiera tratado así, cuando yo había sido muy generoso con él.
Además, no sé si un escritor es un traidor. Es un tema que me
persigue desde mi primera novela, eso de que me dijeran que no tengo
derecho a asaltar la intimidad, que es una traición. Más de una vez
me han dicho “me has traicionado”, o “has sido desleal”, o
“me has vampirizado”, pero es lo que hacemos todos los
escritores, lo que todos los artistas hacen. Entonces, decirle
“traidor” a alguien que usa su experiencia como materia prima
para expresarse artísticamente es excesivo. No creo que sea una
traición. Es sólo una versión, mi versión; si vos tenés una
versión distinta, contala, pero no me digas que yo no la puedo
contar. O sea, cada uno tiene su versión de la historia, y yo cuento
la mía.
A
veces, además, es posible tener varias versiones.
Exacto. Fue una pena. Pero esto me pasa con casi todos los escritores
de mi generación. O casi todos. Y con los jóvenes también.
¿Qué
es lo que no se te perdona? ¿La televisión? ¿Tu posición
política?
No sé. Pregúntales tú.
Ya lo
hice... Les pregunté a tres escritores peruanos por tu visita y la
de Bryce Echenique a la Feria del Libro de Montevideo, y todos
dijeron que estaba muy bien que ambos vinieran. Ninguno se quejó de
Bayly.
No sé. Yo voy por mi cuenta, ¿sabes? No integro la selección.
Tampoco espero a que me inviten, porque sé que no me invitan. No
estoy dispuesto a hacer esas concesiones. Así que si dicen
mezquindades, ya no me sorprendo. Estoy bien acostumbrado.
¿Es
necesario contarlo todo?
Para mí es necesario. Porque si sólo vas a contar lo
que te conviene y prescindes de contar lo peligroso, mejor no seas
escritor. Mejor sé inversionista en la bolsa o especulador. Yo creo
que es un oficio suicida y que hay que contarlo todo, porque las
buenas historias son las que recogen la vida misma, y si uno pretende
maquillarlas o descafeinarlas, las devalúa, las hiere mortalmente. Y
vuelvo al tema de que el lector de nuestro tiempo, o el consumidor de
ficciones contemporáneo, cuando más se solaza es cuando le cuentas
algo profundamente innoble. No he visto todavía que hagan una
ficción sobre la madre Teresa de Calcuta, pero sobre narcos ya he
visto unas diez. Y cuanto más hijo de puta sea el narco, más delira
el público. O sea que hay una avidez, una curiosidad por asomarse al
lado oscuro de la condición humana. Da la impresión de que en ese
lado oscuro es donde se define más nítidamente la identidad. Lo que
quiero decir es que cuando las personas somos buenas es que estamos
esforzándonos; cuando las personas somos amables, somos corteses,
somos generosos, es un esfuerzo del carajo. Es casi un acto de
histrionismo. Y cuando las personas somos malas, bien malas, hijas de
puta, canallescas, uno siente que sí, que ese soy yo de verdad. Y
esto me sale natural y lo estoy disfrutando.
Bien,
estamos en un posible punto final, pero me gustaría preguntarte
sobre tu actividad como entrevistador en la televisión, en esos
programas diarios que venís haciendo desde hace más de 20 años en
canales de Lima, de Miami, de Bogotá. De tu técnica. De cómo con
simpatía y buena charla lográs que el entrevistado diga cosas que
no se suelen decir.
Es una técnica que no falla.
Empezando
por tus famosos masajes al ego, de las introducciones largas
halagando al entrevistado.
El masaje no falla. Te lo aseguro. Porque no hay que tratar de
cambiar al entrevistado, y sí hay que permitirle que muestre sus
verdaderos colores. Pero tampoco le permitas que se encubra ni que se
ponga caretas. Ahí la clave está en quitarle la careta, en cómo
hacerlo... Pero sin confrontar. Nunca confrontar. Porque es muy
importante que tu interlocutor confíe en ti. Conviene que te vea
como un aliado, no como un enemigo.
Buena
parte de los periodistas entienden lo contrario; parecen querer
demostrar, todo el tiempo, que saben más que el otro y confrontarlo.
En periodismo político, sobre todo, se comete mucho ese error. Y no
se trata sólo del yo sé más que vos, sino de algo peor, que es el
hecho de que el periodista se piense éticamente superior. En
política se suele rivalizar en términos éticos. Se dice que ese
tipo miente, que no es confiable, que improvisa, cuando improvisar,
por ejemplo, es una de las cosas más lindas que hay y es todo un
arte. Porque leer el discurso que te escribió otro, ¿qué mérito
tiene? Por eso es que hay que tener un cuidado muy grande con la
política, y los escritores a menudo resbalamos ahí. Cuando te metes
en política, sin darte cuenta, empiezas también a dividir el mundo
en términos éticos... eso de que tal persona no es virtuosa y que
yo sí soy virtuoso. ¡Todo eso es un delirio!
¿Cómo
es eso de quitarle la careta al entrevistado?
Los años te van enseñando a descubrir que lo que más le gusta al
público, y no me preguntes por qué, es que el invitado quede en
bolas e incluso que te burles un poco de él sin que lo advierta.
¡Cómo le gusta eso a la gente! Eso pasa porque somos un poco
crueles, sádicos... Lo planteo mejor de otra manera: si haces una
entrevista inteligente pero muy amable, no será recordada, pero si
hay un momento en el que le pones una zancadilla y tropieza, y se
cae, eso gusta. La caída ajena gusta muchísimo.
Pero
eso siempre va después de la simpatía.
Exacto. Porque para que se caiga tiene que estar aturdido con el
masaje al ego. Y no ve la zancadilla. Pero al final se cae, se cae,
se da un coscorrón. A la gente le encanta eso.
Y no
te va a echar la culpa a vos, porque se cayó solo.
Exacto. Yo traté de ayudarlo... Pero es así, siempre es así. Es un
lindo género la entrevista, pero está en desuso y eso me
entristece. Hay muy poco espacio en televisión para una entrevista
de una hora. No se deja hablar a la gente... Están todos bailando o
cantando, como si bailar fuera algo tan importante.
Volviendo
al tópico “escritores peruanos”. Siempre, cuando entrevisto a
alguno de ustedes, les hago la misma pregunta: ¿por qué salen
escritores tan buenos de tu país?; ¿qué tienen de especial, que
les permite mantener una tradición de tan buenos poetas y
narradores?
Es una buena pregunta. Es posible que tenga algo que ver con lo que
pasaba hasta hace poco con Colombia, que era también un país sin
futuro, aunque ahora ya no se pueda decir lo mismo de ambos países,
porque se supone que las cosas van por buen camino... Pero el Perú
de mi juventud, como pasaba con Colombia, era un país enfermo, muy
jodido.
Estaba
muy presente la guerra, entre otros problemas.
En los 80 y los 90, el que podía se iba. Yo no me iba del todo, pero
me drogaba todos los días, que era una manera de irme. Y tenía la
suerte de viajar todos los meses. Creo, y esto lo he leído en
entrevistas a otros escritores, que a veces un país que está al
borde del abismo, que no tiene futuro, que es una sociedad a punto de
estallar, termina siendo un lugar enormemente estimulante para la
creación artística. Porque si te fijas bien, Perú y Colombia son
países parecidos. De Colombia puedes preguntarte de dónde salen
tantos buenos escritores, tantos buenos músicos, tantos buenos
pintores, y yo creo que puede haber una relación entre el confort y
el arte. Es decir: dale mucho confort a un artista y se puede joder.
En cambio, dale una ciudad en la que un coche bomba estalla sabe Dios
dónde, cada noche, y si no se puede ir, porque no tiene los recursos
económicos para hacerlo, entonces la literatura es una forma de
salvarse. No es una opción estética, es una forma de sobrevivir.
Así salieron grandes novelas, como Abril rojo,
de Santiago Roncagliolo,
Contarlo todo,
de Jeremías Gamboa, las
novelas de [Alonso] Cueto, la que sacó Renato Cisneros. Todos estos
muchachos, todos ellos menores que yo, vivieron y escriben de la
guerra.
Eran
los tiempos de los perros que aparecieron colgados en los barrios de
Lima.
Exacto. Eso fue cuando Sendero Luminoso había cercado Lima, en los
primeros años 90. O cuando pusieron un coche bomba en Miraflores y
volaron cinco edificios y murieron decenas de personas. Yo creo que
todo esto tiene mucho que ver con estos chicos tan talentosos, que
ahora están escribiendo de todo aquello... Pero mis conflictos
fueron un poco anteriores, porque fui un niño en los 70, como lo
cuento en Yo amo a mi mami. Ese era otro mundo. Había dos
canales en blanco y negro. Y yo era un príncipe viviendo en una
mansión a una hora de Lima. Mi mundo era el mundo de las empleadas
domésticas, los choferes, el mayordomo, el jardinero... He recogido
eso: los secretos de la familia, dicho de una manera genérica. Todo
luce bien. Todos, en las fotos, salimos lindos. Pero hay un montón
de secretos sórdidos que se esconden.
Y vos terminaste en
Miami. ¿Qué encontraste en esa ciudad?
A mí me encanta Miami. He conseguido ser feliz en esa ciudad, a la
que asocio con una sola palabra, que es libertad. He vivido en otras
ciudades: en Madrid, en Washington, en Buenos Aires, en Bogotá, pero
en ninguna de esas ciudades me he sentido tan libre como en Miami.
Realmente hago lo que me da la gana. Y no tengo familiares. Nadie me
invita a nada; no hay bautizos, no hay casamientos, no hay
invitaciones a tomar el te con las tías, no hay navidades. Nadie
jode. Y hago la vida tranquila, egoísta, solitaria, del escritor,
que es lo que a mí me gusta. Y llega el fin de semana y a mí lo
único que me interesa es ir al cine y comer bien en algún lugar. No
pido más que eso.
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