Hubo una cierta unanimidad, en las páginas literarias de los
principales medios, respecto al libro imprescindible
de la temporada 2015. El Reino,
firmado por el francés Emmanuel Carrère, publicado en nuestra
lengua por Anagrama, se llevó los mayores elogios. El entusiasmo de
la crítica no pudo ocultar y dejó en evidencia, entre aquellos que no sabían
de la existencia de este autor parisino, nacido en 1957, un par de
recelos, o de temores en cuanto al tema y al tratamiento narrativo de
El Reino, sobre todo
en relación a lo autobiográfico y al supuesto enlace de este libro
con otros anteriores de Carrère, sin hablar de que se necesitaría,
para una lectura satisfactoria, una buena base anterior en cuanto a
lecturas de Philip K. Dick y del Nuevo Testamento, especialmente los
evangelios de Lucas, Pablo y los Hechos de los Apóstoles.
Cristianismo a
la Dick
Siguiendo esta línea de pensamiento, se pueden observar -en la
crítica- dos tipos de reacciones ampliamente entusiastas. En primer
lugar, y por cierto en terreno más freak, la de los fanáticos de la
ciencia ficción, y muy particularmente del mencionado Dick, quienes
ya sabían de la notable performance de Carrère en la biografía Yo
estoy vivo y vosotros estáis muertos,
publicada por Minotauro hace algunos años. Parece ser que si se
llega a Carrère por esa vía, la lectura de El Reino
se disfruta como un ensayo iconoclasta sobre los primeros cien años
de historia del cristianismo, como un acierto mayor de un biógrafo
que desmenuza su objeto de trabajo y al mismo tiempo se mete él
mismo en la construcción de un relato que no está exento de caos,
reescrituras y muy especialmente del manejo de posibilidades,
situaciones hipóteticas, ucronías y todo tipo de herramientas
habituales en la ciencia ficción.
Uniendo ambas corrientes, el planteo
de Carrère, el inicial, el punto cero del libro, considera al
cristianismo como algo totalmente inverosímil, digno de la
imaginación de Philip K. Dick. Este punto de partida es lo que lo
llevará a investigar -entre otras cosas- cuándo dejó de
considerarse una secta para convertirse en una religión. Esa
investigación es El Reino. Ni
más ni menos.
Los que no son adeptos a la ciencia
ficción y tienen una educación -o bien curiosidad- religiosa
tendiente a cero, tienen buenas razones para pensar que quedan afuera
del libro de Carrère. Pero están equivocados. Tienen otras vías de
acceso, posiblemente más escabrosas, pero esta necesidad los llevará
a conocer a fondo el tema y los conflictos de Carrère como escritor,
y a disfrutar de varios de los mejores y más sorprendentes libros
publicados en los últimos años. Y, posiblemente, el que ríe último
ríe mejor. Porque el que ingresa al conocimiento de Carrére solo
por los intereses temáticos de El Reino,
apenas si descubrirá la piel de una obra mayor y profundamente
conmovedora.
Carrère profundo
El
camino más recomendable, para llegar a la lectura de El
Reino,
es empezar por El
adversario. Es
un libro breve, poderoso y brutal. Es la mejor novela sobre una
impostura que se haya escrito y una
de las mejores crónicas relacionadas con un acto criminal y
enfermizo. Es una de esas historias tremendas, que resultan
inentendibles, de las que cada tanto aparecen en el relato policial
pero que pocas veces son llevadas al terreno literario con tanto
talento y estilo.
Un
hombre -un francés de clase media alta, llamado Jean Claude Rommand-
decide matar a su familia: a su esposa, a sus hijos y a sus padres.
Hasta el día que comete el crimen es un padre de familia, del que
nadie desconfiaría. Pero toda su vida es mentira: no terminó nunca
los estudios, no trabaja donde dice trabajar. Su "vida feliz"
acaba cuando se termina el dinero que ha derrochado de los ahorros de
sus padres y de pequeñas estafas. Planea el final. Lo horroroso. Lo
hace. Se salva, con graves quemaduras, para luego ser condenado por
la justicia, encomendarse a la religión católica y contarle toda su
verdad a Carrère, confidente y quien realiza un libro extremadamente
difícil, reconstruyendo la terrible historia de Rommand.
Carrère
muestra entusiasmo por el dilema moral y por lo que lo provoca, tanto
en el terreno ético como en el humano. Pero el centro de El
adversario está en otro nivel
paradójico: en la reconstrucción, con la mayor fidelidad posible,
de una impostura. En otras palabras: lo real de una ficción. Hay, en
el Carrère de El adversario, una
obsesión por reconstruir lo real, a través de una gran mentira y
alejarse -como escritor- de la creación de ficciones. Desde este
punto de vista, se imbrica no tan lejanamente con la "impostura"
latente en El Reino.
La
siguiente lectura, obligada, es la del siguiente libro de Carrère:
De vidas ajenas. Desde
el título se
habla de vidas, porque se hablará de muertes. Se las propone ajenas,
para dejar claro que cada muerte es un ensayo de la muerte propia, o
bien de sus diferentes puntos de vista. Superficialmente, es lo que
hace al contar lo que le pasa a una niña francesa ahogada en el
tsunami y a su propia cuñada que muere de cáncer. Pero muy pronto
ingresa en territorio difícil, en el punto de máximo horror. Hay
que ser fuerte para escribirlo y más fuerte aún para leerlo, lo que
implica -como la escritura es muy buena- la experiencia de revivir
esa
muerte,
que deja de ser ajena para sentirse como propia. Decir que el libro
es conmovedor, sería propio de una cursilería barata y errónea.
Porque lejos está de serlo. Porque cuando se va hasta el hueso, el
recorrido suele ser menos dramático, incluso sosegado. Muchas
páginas del libro están ocupadas en relatar quiénes son, qué
hacen, cómo reaccionaron, cómo estaban preparados o no para lo
terrible.
Si El adversario puede
definirse como un libro negro, De vidas ajenas es
luminoso. Es lo que encuentra Carrère en el ejercicio de mirar el
abismo de lo real. Hay en el libro ciertas verdades, de las que suele
ser saludable afrontar y que Carrère no oculta y no duda en
compartir con el lector. Y agrega una sorpresa, sobre el final de la
novela, que tiene que ver con una noticia íntima del escritor: si la
historia empezaba con una crisis de pareja, en el trágico tsunami en
Tailandia, culmina con un más que necesario final feliz. También de
una crisis existencia parte El adversario y
muy especialmente Una novela rusa,
un libro central en la obra autobiográfica de Carrère.
El factor ruso
¿Cuánta
es la necesidad que tiene un escritor de exponerse en un texto
literario? ¿De qué manera se ve llevado a participar de la
historia, hasta el punto de deshacer todo intento de ficción? ¿Por
qué este tipo de relatos se vuelve tan adictivo para ciertos
lectores? Contestar estas preguntas no es sencillo, en la medida que
resulta imposible generalizar grados de exposición y matices que
pueden ir desde el diario íntimo y la correspondencia privada, hasta
formas de la escritura que vuelven dinámica estas circunstancias hoy
agrupadas bajo el rótulo autoficción.
Una
novela rusa, novela donde lo
autobiográfico es llevado a un extremo por Carrère, es uno de los
libros más perturbados que ha escrito el francés, arriesgando en
uno de los puntos más peligrosos y morbosos de la autoficción: la
intimidad sexual, y más allá todavía, en el engorroso territorio
de la manipulación afectiva. Lejos está de ser el tema central del
libro, es cierto, enfocado en su mayor parte en una búsqueda
farragosa de la identidad, de cierta memoria familiar rusa: la madre
escritora y especialista en temas rusos, el abuelo materno exiliado
en París en los años 40. Una novela rusa es
también la crónica del documental sobre el pueblo ruso donde se
encontró a un soldado húngaro perdido, cincuenta años después de
finalizada la segunda guerra. La anécdota periodística, el morbo
europeo políticamente correcto, lleva a Carrère a seguir esa
historia en plan documentalista, pero más que centrarse en el pobre
anciano húngaro, se queda prendado de los personajes post-soviéticos
de Kotelnich y en una línea paralela, de su historia familiar y
también de sus problemas de pareja.
No
es el espectador conmocionado que quiere llegar a la verdad del
crimen de Romand, en El adversario. No
es tampoco el testigo que husmea en las muertes cercanas del libro De
vidas ajenas. No. En Una
novela rusa va hasta el fondo.
¿Cuál es ese "fondo"? Él mismo. Su relación con la
escritura, con lo que provoca la escritura en él y en sus más
cercanos. Carrère elige extremar lo real, en un límite ético que
maneja y manipula muy lejos de la discreción de sus otras dos
novelas.
Los
que salen mal parados en Una novela rusa son
Emanuel y su novia Sophie: el autor y su novia (exnovia en el proceso
de escritura). Durante más de cincuenta páginas, se relata el final
de la pareja, un amor tortuoso en el que se mezclan dos
personalidades que no se llevan nada bien, en un espiral de
manipulaciones, celos y obsesiones que no es necesario desarrollar en
esta crónica. Carrère parece entender que para llegar a desarmar
historias como las de sus otros libros, o las de su madre, o la de
esa otra gran novela rusa llamada Limonov,
es necesario pasar por el extremo más peligroso. Desarmarse a sí
mismo. Mostrar su costado más desagradable. Mostrar la impostura. Y
vaya si lo hace. Es,
para él, una novela de aprendizaje. Para muchos lectores, será
siempre su mejor novela de autoficción, la más perturbada, la más
honesta e implacable. Compite, eso sí, con el otro libro ruso de su
factura, Limonov,
un
ejemplo de biografía extraña, como también lo es la ya mencionada
de Philip K. Dick, y otra que nos va a acercando a una más que
sugerente lectura de El
Reino.
Un tal Limonov
Ed
Limonov, el poeta, el chico malo que nació con el nombre de Eduard
Savienko en una ciudad ucraniana, el que no quería trabajar toda su
vida en una fábrica y prefería ser un delincuente juvenil, llega,
en un momento de su vida, a un momento de religiosidad intenso,
cuando decide -como líder del Partido Nacional Bolchevique- viajar
al Kazajstán con el fin de vivir una prueba de superviviencia junto
a varios de sus seguidores. Tiene allí un primer encuentro con el
budismo, y luego tendrá su nirvana, ya en la cárcel, condenado por
el gobierno de Moscú, por su archienemigo Vladimir Putin, por
regentar campos de entrenamientos de terroristas.
No
es un personaje de ficción, así como tampoco lo es Pablo en El
Reino, ni tampoco Jesús. Pero
Carrère logra contar su historia y llegar a ese punto en el que la
gran motivación del individuo es la de sobrevivir y la gran
necesidad es la de seguir adelante con la aventura. Pese a todo. Pese
a las penurias, pese a la violencia. Aunque haya que inventarse y
reinventarse mil veces. Eso es lo que hace Limonov. Y no viene a
cuento -porque es parte de lo mejor de la lectura- explicitar su
viaje de errante: del pueblo a Moscú, de sus habilidades poéticas
under, de la capacidad de sobrevivir con una profesión manual, de
sus problemas con las mujeres y con los hombres (las rusas, los
rusos, las gringas, los gringos, pero sobre todo las yonquis y las
alcohólicas), de Nueva York, de la escritura de la primera novela
autobiográfica en el Central Park, del amorío con la ama de llaves
de un millonario, de París, el éxito y la cantante de rock, y la
memoria se vuelve neblinosa antes de llegar a su transformación
política, creador de un excéntrico y romántico nacional
bochevismo, nostálgico de la revolución, o más que nada del
orgullo soviético y al mismo tiempo admirador del fascismo y enemigo
de la Perestroika.
Ed
Limonov, el poeta y político errante, es todo eso y más que eso.
Es, ante todo, un sobreviviente. Y una pluma autobiográfica y
descarnada de la que, a su vez, Carrère -con sus obsesiones rusas
a flor de piel-, no duda en
evidenciar cuánto ha influenciado sus propios viajes con la
escritura. Hay un espejo de Limonov en Carrère. Y hay otro espejo
más profundo, que une esta historia con El Reino,
porque la construcción de Limonov, siempre al borde de la impostura
y el ridículo, pero también de la genialidad y una peculiar
grandeza, se duplica en el camino del errante Pablo, cuyas escrituras
resultaron más afortunadas que su final trágico, al resultar
pilares, aún hoy, de esa mastodóntica y dogmática construcción
llamada cristianismo. Carrère no duda en describir, en El
Reino, a los primeros seguidores
de las enseñanzas de Jesús como integrantes de una secta de
iluminados, similar al lugar que ocuparía, en nuestra religiosidad
de siglo XXI, un grupo de exaltados budistas con revelaciones poco
creíbles y justificables, o de esos nacional-bolcheviques perdidos
en el desierto y liderados por un tal Limonov. No son relatos
correctos, pero todo esto hace de los libros de Carrère una
sustancia tan vibrante como visceral.
¿Se
llega a la realidad, a través de lo real, o de la construcción de
lo real apelando a los bordes de una impostura? ¿Cuáles son las
fronteras de la ficción? ¿Es posible abolir la ficción, como busca
Carrére desde que dejó de escribir novelas tradicionales? De hecho,
se sugiere la lectura de la ficción El bigote, publicada
en los 90, anterior a todos estos libros, para completar la
trayectoria narrativa del autor y... recuperar, un poco, la fe en la
ficción pura y dura. Porque se encontrará en esa novela, concentrado y en estado de genialidad, el núcleo central de las cavilaciones posteriores de Carrère, a quien Sanchiz ha mencionado oportunamente como "la voz escrita": la historia de un hombre que se debate contra su propia e imposible impostura de llevar algo consigo que los demás no pueden ver.
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