Por R.G.B.
En
uno de los tantos debates que se dieron en las redes sociales, sobre si Spotlight
mereció o no ganar el premio
Oscar a mejor película en habla inglesa, alguien sugirió que no
perdieran el tiempo y fueran a ver la mejor película en las otras
lenguas, es decir, las que se hablan mayoritariamente en el resto del
planeta. Fui: no había más de veinte espectadores en la única
función que proyectaba El hijo de Saúl,
en un Movie de Montevideo, el viernes siguiente a la glamorosa fiesta
de Los Angeles, en horario central. ¿Motivo del evidente fracaso en la taquilla? El trailer de El
hijo de Saúl refiere a "otra
película más sobre el Holocausto".
Es
así, son muy pocos los que quieren mirar algo más después de haber
visto, eso argumenta la mayoría, La lista de Schindler o, trataré de controlar mi tendencia a los adjetivos descalificadores, la insufrible La vida es bella. Ya
"saben" qué pasó en los campos de concentración
alemanes. No necesitan más de lo mismo. No necesitan tampoco leer
Sin destino, del
también húngaro Imre Kertesz, ni a Robert Antelme ni a Primo Levi.
Tampoco querrán leer los libros de Alexievich sobre Chernóbil o el de las
mujeres soviéticas en la segunda guerra, ni el Underground
de Murakami, y han demostrado que les aburren las
historias que se cuentan de los Balcanes pos-Tito. Hubieran
preferido, siguiendo con el debate sobre los Oscar 2016, que esa película que trata sobre
la nada, que es la mismísima nada envuelta en un deslumbramiento
técnico inútil que celebra la nada, la que se llama El
renacido, le ganara a Spotlight,
que llegado el caso es una honesta película que documenta el
bochorno pedófilo de la iglesia católica en la ciudad de Boston.
Fui a ver El hijo de Saúl. Pero no la vi: la experimenté. Porque, como pasa con algunas películas y lecturas, exponerse a ellas tiene bastante más de ejercicio físico que el de parpadear anestesiado durante una hora y media. No
hay una sola película sobre el Holocausto que haya llegado tan cerca
del horror, que coloque al espectador en el lugar que debe estar, con
una cámara subjetiva implacable, como lo hace El hijo de
Saúl. El relato no sale nunca
del campo, de la fábrica de la muerte, de un delirio del que
supieron contar tantos libros y testimonios de documentales, como el
de Lanzmann, pero casi ninguna película. Lo que se ve es el primer
plano. Lo demás es borroso. Esta decisión del director húngaro
Nemes -un debutante, un joven húngaro que quiso aportar una mirada
diferente, contar la historia de la mayoría, entonces de los que
murieron, haciendo una película sobre la muerte y no del heroísmo
casi imposible en fábricas espeluznantes como Birkenau o Auschwitz-
es una decisión genial. Se ve poco, para imaginar mucho, y sobre
todo no perder potencia en la dispersión entretenida del plano
abierto: hace exactamente lo contrario que cuando la "denuncia"
se ve afectada por una forma complaciente, como el documental que
facturó Wim Wenders sobre Salgado, igual de efectista y anestesiante que
la obra del fotógrafo brasileño o de cualquier libro de Galeano.
Nemes,
notable alumno del mejor magisterio de Jean Luc Godard, fue muy lejos. El hijo de Saúl
es lo que ve, que no se entiende
mucho, y sobre todo lo que se escucha, porque el sonido incidental
-gritos, ruidos y más gritos y más ruidos- es gran parte de la
locura en la que está metido el personaje: un judío miembro de los
Sonderkommando, uno más de los encargados de trabajar en los campos de
exterminio, de limpiar las cámaras de gar y luego quemar los
cadáveres. Una y otra vez. Una y otra vez. Sin descanso. Pasan
cosas, y algunas no es necesario explicarlas, y lo que se constata,
tan cerca de la muerte, es que la vida no es nada bella. Y que contarlo
así, como eligió Nemes, no es fácil de hacer ni de compartir, pero
es un gran paso para superar el implacable miedo a mirar. Una obra maestra.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 03/2016))
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