Si
obras como Rayuela, 2666 o
La novela luminosa se
revelan como esenciales en los universos respectivos de Cortázar,
Bolaño y Levrero, el mexicano Mario Bellatin tiene en El
libro uruguayo de los muertos un
intenso centro gravitacional.
Hay dos detalles
esenciales en la apertura y cierre de El libro uruguayo de los
muertos, obra de Mario Bellatin
que duplica la curiosidad en potenciales lectores uruguayos (soy uno
de ellos), una especie de morbo extra que incita a conocer el origen
y sentido de tan singular título. No parece ser lo mismo, con este
libro del mexicano, ser un lector uruguayo que colombiano. Es una
perturbación extra, aunque debe admitirse que superficial y que, más
vale, olvidarla.
El
primer detalle es un apunte temporal: Bellatin da cuenta del
transcurso de treinta y dos horas entre el inicio y el fin del libro.
El segundo detalle: se menciona a un interlocutor secreto, alguien a
quien el autor dirige sus microrelatos, párrafos, pequeñas
historias, o como quiera llamársele a los núcleos de textos
debidamente separados uno de otro en un diseño extraño para, por
ejemplo, una novela tradicional. Estos dos datos, vale la aclaración,
no ayudan ni dan pistas sobre el llamativo “asunto” uruguayo, que
queda en un segundo plano (no tan pequeña decepción para los
lectores uruguayos).
Lo
que verdaderamente ocurre en El libro uruguayo de los
muertos, es que Bellatin propone
una densidad inusual, aumentada por el hecho de que el tiempo
narrativo no avanza ni retrocede, se rompe constantemente toda
posible ilación, los fragmentos se superponen unos a otros, a veces
ni siquiera coinciden y otras se repiten. A veces, lo real es tan
minucioso que de una línea a otra se puede ingresar en un sueño, o
en una oscura pesadilla. Y el deja vu
levemente perturbada.
Mario
Bellatin es un gran escritor. Integra la lista de los raros, de los
que van armando un mundo propio y poco les importan las reglas
preconcebidas o los formatos tradicionales. Lo suyo es la literatura
como riesgo, la experimentación con el lenguaje. Hay en sus
escritos, o más que nada en su actitud literaria, un parentesco
directo con autores como Roberto Bolaño, Cesar Aira y Mario Levrero.
Y como sucede con cada uno de ellos, sus obras anudan dos o tres
grandes obsesiones, y tienen un centro gravitacional, un mapa que
puede servir de guía a sus lectores.
Esa
es la importancia de El libro uruguayo de los muertos,
pieza literaria (me niego a llamarla novela, porque no lo es) que
adquiere una centralidad inusual e inesperada. Inusual porque hay muy
pocos libros donde un autor se atreva a detener la máquina del
relato, a transgredir la noción de tiempo y lograr una alta
intensidad de historias superpuestas, bifurcaciones y estados
alterados. Nada es como es en esta pieza literaria. Todo lo que
ocurre se vuelve tan entrañable como difuso, tan desconcertante como
inesperado. Y es, ante todo, su libro diferente, su gran libro.
No
se puede contar de qué se trata. No se puede decir qué es lo que se
cuenta en esas 320 páginas que se devoran con placer cuando el
lector entra en la dinámica (y eso ocurre muy pronto, mucho antes de
conocer el caprichoso y poco importante “dilema” uruguayo). No
hay forma de compartir la emoción de la lectura de esta obra central
de Bellatin, simplemente porque al hacerlo se debería hacer una
enumeración tal vez más extensa que el propio libro. Sucede
entonces algo similar a lo que sugería el maestro Borges cuando
intentaba definir una narración ideal: la mejor novela -decía el
argentino- debía ser un resumen de sí misma. No debía sobrar nada.
Ni una palabra. Ni un espacio.
El
placer reside por lo tanto en la lectura misma, en meterse en el
barro, en advertir que El libro uruguayo de los muertos
es una especie de ensayo sobre el universo literario de Bellatin.
Debe leerse después de haber leído algunas de sus obras, que luego
deberían releerse para que comprender aún más sus relojes
internos. Porque comparecen en este gran libro obsesiones debidamente
recurrentes en otras de sus obras: la enfermedad, el cuerpo, la
diferencia, la imperfección, los perros y la fotografía. Pero
también las malformaciones en Frida Kahlo, la admiración por Franz
Kafka, un agrimensor lisérgico llamado Iván Thays y la fotografía.
Ya estoy enumerando (y repitiendo concientemente el “problema” de
Bellatin con la fotografía), aún sabiendo que este camino no
conduce a ninguna parte. No le da ni le resta sentido.
Es
mejor leer el libro, ingresar al universo Bellatin desde la
experiencia de cada uno. Tal vez la consigna que el autor propone sea
tan sencilla y transparente como tomarse en serio los dos detalles
iniciales y sentirse lector único de una obra única. Es lo que
sucede cuando el relato finalmente se detiene: “Como sabes -escribe
Bellatin- desde hace treinta y dos horas te tengo presente”.
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