naturaleza distópica

Hay signos suficientes que indican que se ha perdido el rumbo. Esta misma noche, al momento de escribir estas líneas, trato de ordenar algunas imágenes incorporadas en las últimas horas: una foto satelital muestra manchas rojas que vendrían a ser una serie de mega-incendios en la selva amazónica, una metrópolis cercana oscurece a las tres de la tarde sin explicaciones del todo convincentes, un presidente (debería decir, un energúmeno) responsabiliza a grupos ambientalistas de esos mega-incendios, mientras otro presidente (debería decir, otro energúmeno) estudia la posibilidad de comprar Groenlandia. Hay más, pero con estas imágenes alcanza para percibir que unas cuantas cosas no están funcionando como deberían. 
Todas estas imágenes, además, se deslizan y se multiplican en todo tipo de pantallas, eso sí, naturalizadas y con cierto spleen insatisfactorio. El tiempo sigue. Un día atrás del otro. O eso parece. O mejor dicho es lo que nos hemos acostumbrado a creer. Porque entre los signos de que se ha perdido el rumbo no faltan los discursos que sugieren que el tiempo está definitivamente roto y que no avanzamos ni retrocedemos y estaríamos atascados en un presente denso, gelatinoso, en un mundo retro, mutante, trans, post-humano, sin noción de futuro próximo más allá de escenarios distópicos y poco agradables.
La ficción está en crisis. ¿Cómo no va a estarlo si habitamos espacios y discursos construidos, maquillados, manipulados? Tampoco se tiene a la vista un escape hacia un sitio diferente, porque la alienación nos aleja de toda posible curiosidad interpretativa (o camino político que intente manejar un presente, como se dijo, atascado). Y, lo peor, a la hora de pensar en ensayos visuales que relaten lo que vivimos, de hecho sin cine, porque esa posibilidad definitivamente está clausurada y la última película de Quentin Tarantino no es capaz de mostrar algo más que una exhibición de atrocidades explícita y tóxica. Cada tanto, sin embargo, desde los márgenes del arte, aparecen, y por suerte, propuestas provocadoras, o por lo menos capaces de generar pequeños cortocircuitos que dinamiten producciones mayormente anestesiadas.
Es lo que sucede, por ejemplo, al encontrarse con imágenes como las del mexicano Montiel Klint, fotógrafo que presenta en el subsuelo del CdeF una serie que explora en un cotidiano futurista, o más exacto sería decir un estado de transición de una naturaleza levemente modificada (humanos casi cyborg), en un no-lugar (desiertos policromáticos), y un no-tiempo impreciso (cráneos con implantes de chips, entre otras variedades). Distopía es es el proyecto que viene realizando el artista desde el año 2017 (gracias al estímulo del Sistema Nacional de Creadores de México de Arte) y cuenta con cerca de 200 imágenes digitales intervenidas por el fotógrafo, de las que se presenta en Montevideo una selección que se exhibe junto a una serie de heliograbados, un video y neones.
Montiel Klint crea y desarrolla un territorio propio, en una escenografía perturbadora en la que colisiona el imaginario del desierto con personajes atravesados por la aceleración tecnológica y un cotidiano cibernético. La tecnología deja de ser una herramienta para convertirse en implante, y pasa a formar parte del individuo como parte de su identidad trans. Cada escena nos lleva directo a un mundo donde puede suceder un mega-incendio inescrupuloso y que solo sirve a las grandes corporaciones y a los grandes grupos financieros, o bien a rincones urbanos fuera de contexto, ambientados con luces de neón y figuras geométricas de alienada simetría. Montiel Klint dispara imágenes de apariencia futurista, de singular belleza apocalíptica, que no son más que fragmentos de relatos implacables de un presente impreciso.
Similar noción escenográfica es más que evidente en ciertas novelas de Houellebecq y de Fernández Mallo, por mencionar a dos escritores contemporáneos más que relevantes. Algunos pasajes de La posibilidad de una isla, o de los escritos sobre Lanzarote del francés, o bien el Proyecto Nocilla del español, son equivalentes a estas distorsiones creadas por Montiel Klint. Esto es indicativo del buen pulso del fotógrafo mexicano, de su habilidad para naturalizar lo distópico, utilizando tratamientos técnicos que refieren en primera instancia a los excesos de David Lachapelle, pero que notoriamente se alejan de los tópicos de fuerte carga religiosa y pictórica del célebre fotógrafo pop para acercarse a una fe áspera y acaso melancólica.
Si se quiere buscar (y encontrar) referencias cercanas, en la cultura popular, hay por lo menos dos que resultan conexiones de interés y tienen que ver con fotografías de videoclips de naturaleza distópica. Se sabe que este tópico está 'de moda' y su uso y abuso ha llegado a la publicidad de automóviles de alta gama, pero es posible encontrar algunos ejemplos cargados de intensidad y con lecturas originales como las de Montiel Klint. "Everything now", de Arcade Fire, por ejemplo, desarrolla imágenes que podrían formar parte de Distopía, así como también el "tecno anticapitalista" que practica la banda que buena parte de la crítica señala como 'la última gran banda de rock' podría ser banda sonora de la exposición del mexicano. Más cercano, y no menos inquietante, es el imaginario que manejan los Babasónicos en "La pregunta", y vale la pena dejarse llevar por la retórica ambigua de las 'preguntas' que lanza un transhumano llamado Adrián Dargelos. Todo esto evidencia la conexión entre un post-punk existencialista, que es lo que irradian ambas canciones, con las ensoñaciones trastornadas que se exhiben en el Centro de Fotografía.

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