la gran novela salteña


Juan Andrés tenía tres años cuando sus padres deciden mudarse a Salto y abandonar el ruido de la capital. A los dieciocho recién cumplidos se vino a Montevideo a estudiar producción audiovisual en la ORT. Finalmente se dedicó al periodismo. En esas vueltas anda y hace años dicen que anda enredado con la escritura de una novela. Los padres y los hermanos de Juan Andrés siguen viviendo en Salto. Él dice viajar de vez en cuando a visitarlos. Estos podrían ser unos primeros apuntes para la construcción de un personaje, si se quiere escribir, por ejemplo una novela ambientada en Salto aderezada con salsa campeón. Se pueden sumar otros.
Luis, por ejemplo, más o menos contemporáneo de Juan Andrés, hijo de un periodista deportivo salteño que viaja a Montevideo a estudiar exactamente eso, conoce a una chica de la capital, se casan, pero después tiene sucesivos problemas, más que nada emocionales, adicciones varias, y termina siendo testigo directo del suicidio de uno de sus grandes amores, un amor loco y autodestructivo que casi acaba con él y lo lleva a pasar días y días en pasillos de centros psiquiátricos rogando por un electro-shock o al menos una conversación que lo saque del pozo más profundo. Otro personaje podría ser Werner, que escribe y escribe sin parar entradas en su blog, novelas y relatos, en un mundo privado de comida chatarra, conspiraciones, fobias varias y una tendencia al aislamiento total. Vive en Salto, y no se mueve de su ciudad, a la que odia bastante, tiene una aliada llamada Renata que le sigue cada una de sus vueltas, su madre no sabe bien qué hacer con él, y cada tanto viaja a Montevideo donde empieza a desarrollar una parafilia que lo desborda y lo lleva a integrarse a grupos que practican el scat y otras variantes no menos perturbadoras y peligrosas.
Para conocer más sobre Werner y Luis, y de una buena cantidad de personajes más o menos extraviados (muchos de ellos salteños, y otros tantos montevideanos), alcanza con leer Mil de fiebre, una novela cuya aparición por el sello Literatura Random House es todo un acontecimiento. Se trata de esas novelas que consumen literalmente diez o más años de la vida de un escribidor y de las que la experiencia de leerlas se vuelve imposible de olvidar. En este caso, hay suficientes argumentos para ingresar en las más de 600 páginas de la novela: temas fuertes y novedosos en sus puntos de vista, sólida construcción de personajes, excelente manejo del ritmo y sobre todo el hecho de que las historias van mostrando un presente distorsionado más o menos como el que vivimos en las últimas dos décadas en ciudades como Montevideo o la mítica Salto que construye Juan Andrés.
De Juan Andrés, el autor de Mil de fiebre, se conoce poco más allá de su destacada trayectoria como periodista cultural, de su probada cinefilia y ahora este novelón que seguramente haga bastante ruido aunque de manera lenta y progresiva. No es improbable augurarle un futuro de 'novela de culto'. Lo es. Depende de que vaya encontrando lectores de los buenos, de los que arriesgan, de los que no temen abrir muchas páginas en busca de un gran libro que no es precisamente agradable y políticamente correcto. Y ahora, antes que nada, aprovechemos para ir conociendo parte de la historia de Juan Andrés Ferreira y su novela, que asegura que tanto Salto y Montevideo, en su novela, aparecen ligeramente distorsionados por la memoria y las necesidades de la ficción.
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Juan Andrés en retrato de Luciano Dogliotti.
¿Qué te llevó a embarcarte en un proyecto como el de Mil de fiebre, en lo de la novela grande?
J.A.F.: Puede sonar ridículamente pomposo, absurdamente rebuscado o de un esoterismo un poco berreta, pero la respuesta es que la propia novela lo hizo. Creo que es imposible que lo que voy a decir no se lea como algo repulsivamente pretencioso, pero es la respuesta más sincera que puedo dar. Primero estuvo el deseo, claro, la necesidad de escribir determinadas historias sobre determinados personajes. Luego, la propia historia fue pidiendo un grado mayor de involucramiento. Me impuse la disciplina de escribir todos los días una buena cantidad de horas. De ese modo fui habitando ese mundo, encontrando las voces de los personajes y escuchando lo que tenían para decir.

¿Adónde te fueron llevando las voces de los personajes, y sobre todo las de Luis y de Werner, los protagonistas de la novela?
J.A.F.: Primero que nada, no me gusta hablar de 'protagonistas', porque para mí todos eran importantes. Lo siguen siendo. Del primero al último. Y todos están conectados a una experiencia universal que es la necesidad de evitar el sufrimiento. Cada uno puede tener sus propios criterios para determinar sus grados de alegría, armonía o desdicha, pero todos intentan, todos intentamos, evitar el sufrimiento. En el recorrido, cada uno hace lo que puede. Buscando ver cómo cada personaje transitaba ese camino me ponía los lentes de Werner y miraba el mundo de una forma que creo que Werner mira el mundo. Intentaba observar, acompañar, entender. Y lo mismo con los demás. Me ponía los lentes de Luis, los de Angelina, los de Erika, los del Peluche, los de Natalia. Y así con todos. De esta manera aparecieron criterios, conductas, apetencias, fobias, deseos y temores de cada personaje, cada uno autor de su propio relato, cada uno protagonista de su propia novela, aunque la novela que llega al lector elige mostrar lo que sucede con algunos de ellos. Supongo que trabajar a partir de esa idea, de esa convicción, me llevó a embarcarme en la escritura de Mil de fiebre.

¿Cuánto aparecés vos en los personajes, en esos recorridos emocionales, en las obsesiones?J.A.F.: Me fascina y me estimula a niveles demenciales imaginar y escribir sobre vidas y sucesos que solo existen en la ficción. Me interesa explorar y entender asuntos que me son ajenos. Aun así, creo que hay partes de mí tanto en Werner como en Luis. También estoy en Angelina, en Exigido, en Erika, en Carla, en Emilio. Al escribir tratando de ver y sentir el mundo como creo que lo veían y sentían los personajes presumo que se filtraron partes de mí en ellos. Pasa como en El hacedor, con el tipo que se propone dibujar el mundo y compone un espacio que llena de reinos, montañas, lagos, islas, animales y personas, y que poco antes de morir descubre que en ese laberinto de líneas terminó trazando la imagen de su propio rostro.

Hay diferentes capas en la novela si nos referimos a temas, atmósfera, ambientes, pero hay dos que perturban y tienen que ver con los mundos privados y emocionales de los personajes: el trasfondo psiquiátrico y la violencia border en Luis, y las fobias y la perversión escatológica en Werner. De algún modo estás narrando cosas que no se suelen narrar, por lo menos en la literatura uruguaya, aunque me saltan ahora buenos ejemplos recientes, como los de Yugoslavia de Matías Núñez, los relatos y novelas de Mella, algunas cosas de Lalo Barrubia o de Fernanda Trías. ¿Cómo te sentís en esos extremos?
J.A.F.: Creo que tiene que ver con lo que hablaba antes, con el asunto de dejarlo todo. Cuando vi que lo de Werner iba para el lado que iba, bueno, me tiré de cabeza, a ver qué pasaba. Lo mismo con Luis. Me largué a explorar y a habitar esos ambientes, a respirar ese aire, a ver qué encontraba. Dennis Johnson daba tres consejos, que trato de tenerlos presentes: escribe al desnudo (escribe lo que nunca dirías), escribe con sangre (como si la tinta fuese demasiado preciosa para malgastarla), y escribe desde el exilio (como si ya nunca fueses a volver a casa y tuvieses que recordar cada detalle).

¿Y qué sensaciones tuviste entonces al momento de escribir? Supongo que debés haber pasado por momentos de mucha diversión y catarsis, pero también de mucho dolor...
J.A.F.: El proceso de construcción de la novela fue alucinante. Hubo tramos que fueron difíciles de escribir, que me generaron arcadas, incluso, pero en general la experiencia fue divertida, liberadora y agotadora. La escritura, la edición, las correcciones, el cambiar piezas de lugar, la experimentación, la reescritura interminable, la investigación, las lecturas sobre determinados temas que aparecen en la novela, todo eso demandó mucho trabajo, mucha energía, mucho tiempo, pero fue muy estimulante. Creo que me gusta, de una manera que a veces es un poco insana pero ferozmente adictiva, explorar los límites de mi energía y mis capacidades, que son bastante acotadas, por cierto. Me pasa cuando salgo a correr, me pasa en el gimnasio, me pasa en el trabajo: busco dejarlo todo. Aunque está claro que eso no es garantía de que el resultado sea bueno.

¿Cuánto te agobió o no el hecho de la extensión de la novela, sobre todo en las dificultades que tuviste para que se publicara?
J.A.F.: Durante un buen tiempo estuve convencido de que la novela no iba a publicarse nunca. La terminé en 2014; la primera versión, considerablemente más larga, es de 2013. Pasaban los años y con la novela no pasaba nada. Estuve triste, me sentí muy frustrado, la cabeza se me llenaba de pensamientos tóxicos y no podía escribir nada por fuera de lo laboral. Me costó aceptar que la inmensa mayoría de los procesos en los que uno puede involucrarse no siempre se producen de acuerdo al tiempo que uno quiere o desea. En ese sentido, fue una enseñanza y una lección de humildad, medicina para mi arrogancia. Para que algo suceda y se concrete no alcanza con una sola causa: muchas circunstancias y condiciones secundarias determinan y afectan la forma en que algo se manifiesta o se produce. Parece una boludez, de Perogrullo, pero se ve que estaba tan ensimismado y tan obsesionado con Mil de fiebre y con el esfuerzo que demandó que no tenía en cuenta que había otros elementos en juego más allá de mi deseo. Pude escribir la novela en un tiempo determinado, pero para salir a la luz la novela en sí tenía otro tiempo, su tiempo, intervenían otras circunstancias, y en cierto punto creo que yo no podía hacer mucho más. Lo que no puedo dejar de hacer, en cambio, es expresar mi sincero agradecimiento a Roberto Appratto, Pía Supervielle, Joaquín Otero y Julián Ubiría.

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 10/2018))

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