Uno de los malones pintados por Rugendas. |
Por
dónde empezar a leer la obra de César Aira es una pregunta
imposible de responder, aunque quienes se especializan en su obra
coinciden en situar a Ema, la cautiva como una de las imprescindibles. Es una novela histórica, escrita y publicada un poco antes del boom del subgénero en el Río de la Plata, año
1981, que tiene un par de irregularidades que incomodarán -por
siempre- a los puristas. Aira se maneja alejado de toda
intención de verosimilitud y crea una Patagonia mítica habitada por
indígenas que hablan francés y dominan las artes del comercio, en
un escenario de colores tropicales y criaderos de faisanes (de hecho
Ema, en su nueva vida de raptada se dedica a este negocio). La novela
no elude los tópicos sobre el desierto patagónico -el territorio
interminable, el tiempo enlentecido, la sensación del horizonte
inmóvil- y se aprovecha de ellos para enrarecer una historia que
además de muy entretenida propone discursos muy potentes sobre la
relatividad del dinero y muy especialmente sobre el poder destructor
del hombre blanco y europeo.
Ema,
la cautiva, de todos modos, es
el primer Aira, el más 'serio', lo que hace que esa novela en
particular (al igual que la también muy recomendable La
liebre), sea difícil de
conectar con la mayor parte de su obra, mucho más descontrolada y
dispersa, que podría describirse como fragmentos de una cabeza
genial que estalló a mediados de los años 90 y que nos entrega,
desde entonces, pequeñas muestras de un talento inusual, friki y
aparentemente inconexo. La mayor parte de los títulos airanos son
novelitas de no más de 100 páginas, algunas descuidadas, pero
siempre con comienzos geniales y desarrollos magistrales de un escritor
que se concibe a sí mismo como una máquina de ficcionar.
El
tema sería, en todo caso, y sin temor a redundar, profundizar sobre los tópicos que le
gusta tratar a Aira. Hay novelas de 'indios' (como Ema, la
cautiva o Entre los
indios), hay novelas chinas, hay
novelas de gimnasios, hay novelas de autoficción, hay novelas
ambientadas en Pringles, otras en Flores y también en Rosario, hay
novelas sobre arte contemporáneo, hay novelas costumbristas, hay
novelas sociales. Los que han transitado una buena parte de la obra
de Aira reconocen que lo más importante radica, no exactamente en
los tópicos, sino en algunas constantes que tienen que ver con la
capacidad de ficcionar, en la forma en que se desarrollan los
relatos, siempre atravesados por dosis controladas y muy pertinentes
de filosofía y otros saberes que pueden ir desde la novela gótica
hasta la intrincada antropología de los delivery. La manera Aira,
que se ha perfeccionado a lo largo de los años, es precisamente el
logro de un estilo que muchos lectores -por cierto impacientes-
confunden en una primera y rápida lectura con superficialidad, o cosa
banal. Todo lo contrario: al igual que sucede con la aparente
inverosimilitud de Ema, la cautiva,
casi todos los relatos de Aira juegan en ese borde para poder
potenciar su impacto y así verse favorecidos por una mejor distancia
al momento de observar y dar cuenta de lo real. Ergo: Aira es un gran
observador, como lo era Levrero, y lo eran los viajeros de los siglos XVIII y XIX.
Hay
una novela, de las cortas, publicada por primera vez en el 2000 y
reeditada en 2015 por Literatura Random House, que tiene una luz
especial entre las obras de Aira. Puede pasar desapercibida, porque
no se nombra tanto como las de su primer periodo (La guerra
de los gimnasios, otra muy
recomendable), porque no tiene un título muy vistoso (Un
episodio en la vida de un viajero no
es tan llamativo como Yo era una niña de siete años,
por ejemplo), pero sirve de conexión entre submundos airanos y
explica algunas cosas de las que el autor no suele hablar en
entrevistas ni en conferencias. En primer caso, tiene un punto de
partida real y empieza en tono de novela histórica con el pintor
alemán Johann Rugendas como protagonista. Rugendas fue un pintor
viajero, de buena fama a mediados del siglo XIX, que bosquejó e
ilustró centenares de dibujos y óleos, de paisajes y de grupos
humanos, en territorio americano. Un observador. Un naturalista del
linaje de Humboldt. Si bien le han recomendado a Rugendas no perder
tiempo en la pampa argentina, donde no hay flora ni fauna tropicales,
ni mayor exotismo, él decide viajar desde Chile hacia Buenos Aires,
siempre acompañado por su colega Robert Krause. Lo que encuentran es
la Pampa, un lugar más llano que la horizontal, un lugar donde el
tiempo está casi detenido, es la ocurrencia de un episodio trágico
que transformará a Rugendas en un pintor sin cara, y por esta
dolorosa e incómoda razón, totalmente preparado para un milagro
posterior.
Un
episodio en la vida de un pintor viajero
no tarda en conectar algunos de los principales tópicos airanos, y
de la mejor manera: es una novela de 'indios', es histórica, es
topográfica, pero sobre todo es una novela sobre arte. Es en este
caso un homenaje a Rugendas, un observador en el que se espeja Aira,
y de hecho el alemán es testigo presencial de un malón indígena (el milagro anunciado antes),
obsesión/trauma no solo argentina que forma parte del discurso
histórico civilizatorio, blanco y belicista. Este es el centro de
una novela, sin excluir al rayo que desvía el relato a territorios
delirantes de fantaciencia, que incluye entre sus páginas
reproducciones de obras de Rugendas -no faltan referencias al malón,
con el agregado simbólico de la 'cautiva', tópico que tomarán
años más tarde pintores como Juan Manuel Blanes, por ejemplo-, y que termina siendo,
casi, una declaración de principios del propio Aira. O sea, Aira
como observador, obsesionado por definir a un malón, lo hace en la
página 83 de una manera magistral, desde los diarios de Rugendas: "Era como ir recorriendo los
ambientes de una fiesta, de la sala al comedor, del dormitorio a la
biblioteca, del cuarto de planchar al balcón, y en todos ellos
encontrar invitados ruidosos y alegres, escondiéndose para
besuquearse o buscando al dueño de casa para pedirle más cerveza.
Salvo que era una casa sin puertas ni ventanas ni paredes, hecha de
aire y distancia y ecos, y de colores y formas de paisaje".
No
podría decir que esta es la mejor novela para empezar a leer a César
Aira. Pero es firme candidata. Por maestría y porque conecta -como
se dijo- una buena cantidad de tópicos airanos. Un gran desafío
sería proponerse una exposición de arte que permita articular
diferentes relatos del autor, o bien una exposición curada por él
en donde se atraviesen discursos e ideas de esta y otras novelas,
incluyendo ese gran ensayo titulado Sobre el arte contemporáneo.
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