La
tarde que volví a encontrarme con Martín, después de tantos años
sin vernos, fue en una mesa del bar Las Flores. No sabía que unos pocos días
después, en ese mismo bar, un veterano guerrero de la literatura me
iba a regalar uno de sus últimos libros y que todo más o menos
conectaría con viajes al sur profundo y mundos privados que tienen
que ver con la memoria y sus rugosidades. Algunas lecturas cercanas
harían muy pronto conexión: la autoficción de Romina Zanella y las
aventuras de exploración política de Paz Frontera. Pero sigamos con
mi amigo Martín.
Testigo
privilegiado del no-tan-glamoroso mundo del rock, materia que
viene a ser desde hace más de veinte años su trabajo principal como
manager, o bien como productor, entre las leyendas de Martín cuentan
su protagonismo en los primeros tiempos de Peyote Asesino, mucha
locura rescatando carreras de adolescentes interminables como Gustavo
Cerati y Charly García, y un viaje de música y muchísima
amistad con Ruben Albarrán, ese duende entrañable que salió de los
bajos fondos del DF para comandar la fábrica musical llamada Café
Tacuba. Me dice Martín que su amigo mexicano está pensando
seriamente radicarse por un tiempo en Remanso de Neptunia, tal vez
para el año próximo. Me dice Martín que Ruben quiere vivir en el
sur del continente y que algunas de las mejores historias que pasaron
juntos fueron durante una gira con Hoppo! por el sur argentino y
chileno, compartiendo experiencias varias con comunidades mapuches.
Dijo la palabra clave: mapuche. Y pasé a recomendarle dos libros que
acababa de leer, uno detrás del otro, que como tan bien escribió
Sabino Méndez en su libro de memorias Corre, rocker,
comprueban que "la esencia de la vida y el conocimiento
intelectual no es otra cosa que la belleza de las causas perdidas, de
los viajes que nunca llegan a conquistar su punto de destino".
Agustina
Paz Frontera viajó en 2006 desde Buenos Aires al sur. Buscaba un
tema diferente para su tesis de comunicación. Se decidió por
investigar en el desarrollo de radios alternativas mapuches como
herramientas políticas, insertas en una contracultura que evidencia
explosivas mezclas de culturas urbanas como el punk y el hiphop en
jóvenes militantes que intentan conectar con la nación mapuche y
están en pie de guerra contra los estados argentino y chileno.
Una
excursión a los mapunkies -libro
escrito por la periodista, editado y vuelto a editar en editoriales
undes argentinas- es un desvío a la tesis, pero consigue algo mejor.
Es una crónica desangelada y muestra lo que está debajo de la
alfombra. Empieza como el inocente viaje de una chica porteña algo
intelectual y algo snob (aunque desde el vamos nos enteramos que ella
en realidad es de Neuquén, lo que define y marca los motivos
personales de su investigación), que deriva en un alegato político
muy bien fundamentado y heterodoxo. La de Paz Frontera es una causa
perdida y ella tiene muy claro que su viaje al sur la llenará de más
respuestas que preguntas. Y esa es, se sabe, una manera valiente
y esencial de enfrentarse al mundo.
Romina
Zanellato empieza su libro de autoficción Entre dos ríos
con el relato de un viaje en bus al norte de Buenos Aires, a
Concepción del Uruguay. Necesita recomponer su memoria afectiva.
Asuntos de familia. Allí vivieron sus abuelos. Lleva entre sus cosas
unas cartas de amor que legadas por su abuela. Pero pronto el libro me entera de que
la infancia y adolescencia de Romina fue en realidad en Neuquén, en
el desértico sur patagónico, lo que hace que no me despegue de esas páginas
conectadas geográficamente con las que escribió Paz Frontera. No voy a explicitar
las conexiones. Son dos libros bien diferentes y ambos
inquietantes: Agustina y Romina son dos mujeres de la "gran
ciudad" que no se conforman con identidades aburguesadas y
tienen certeza de la importancia de los mundos privados.
El gran escape
Martín
me dice en la mesa del bar que Ruben, él y los otros integrantes
de Hoppo! (el grupo paralelo de Albarrán que entre otras cosas se
dedicó a versionar a Violeta Parra, ¡vaya conexión sureña!),
vivieron momentos inolvidables desde que dejaron Neuquén, San Martín
de los Andes y otros sitios más o menos conocidos por los mapas
occidentales. Me cuenta algunas cosas. Otras merecen que las escriba
él, que las lleve a un libro de buenas aventuras lisérgicas.
Es momento de conectar con el libro que finalmente me desvió de Neuquén y de todas estas vueltas
mapuches. Fue el que me regaló Elvio Gandolfo. Se llama
Mi mundo privado. Se
decidió a contar de su vida. Dice haber descubierto que "hay
una zona, indiscernible con los sentidos, puramente mental, que le da
el tono a los momentos, a las vidas enteras, al mundo mismo". Y
esa zona es la que transita en un bellísimo libro en el que reordena
momentos de todas sus vidas emocionales, un mapa que lo llevó a
vivir entre tres ciudades: "la gran ciudad" (Buenos Aires), "la
ciudad marítima" (Montevideo) y "la ciudad del litoral"
(Rosario). No voy a decir nada más que el ejercicio sobre la memoria
que hace Gandolfo es una clase maestra de la tan bastardeada
autoficción. Y que entre tantas cosas que pasan, deja muy claro que
"viajar no lleva a ningún sitio", como ironiza
bestialmente la canción de los españoles Los Lagos de Hinault.
Gandolfo,
de hecho, cuenta en un pasaje de su "mundo privado" de un viaje sin mayor propósito al sur, o por lo menos
más al sur de su triángulo urbano vital. Es un viaje acaso
espiritual, si cabe ese término. Son en realidad dos viajes a "la
ciudad donde copulan las ballenas" (Puerto Madryn), en la
Patagonia. Le pasaron cosas extrañas en esos paisajes extraños, lo
que lo lleva a afirmar que los lugares que menos relación emocional
guardan con nosotros suelen ser los que quedan grabados para
siempre.
Similar sensación me
atravesó estos días de lecturas que ocurren en Neuquén, ciudad a la que todavía
no visité pero que me siento tentado de agregarla a próximos y deseados destinos.
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