Lacy
Duarte es una artista que provoca, a través de sus pinturas, emoción
en estado puro. Lleva apenas un segundo escribir esta frase, pero
puede costar una vida alcanzar ese no tan común talento. Su obra
emociona. Cuando elige colores fuertes o decide bajar la paleta a
tonos terrosos. Cuando mete mano y dedos de acrílico o vuelve
brumosa cada pincelada de óleo. Cuando se anima a mezclar barro,
pastos, crines de caballo, o literalmente decide salir del plano para
tallar muñecas, decenas de muñecas que no son precisamente dulces y
agradables, o mulitas, o cajas que ofician de talismanes, o trampas
hechas de madera.
Una
primera mirada a la exposición antológica que se presenta en el
Museo Nacional de Artes Visuales, sin lecturas previas ni precisiones
biográficas, permite observar varias constantes: la relación íntima
de una mujer de campo con su historia personal, en imágenes que
escapan a todo posible pintoresquismo para acercarse, en todo caso, a
bordes más o menos oscuros y refieren a la vida en todos sus
matices. Llama la atención la presencia del campo, no solo desde las
imágenes sino -y sobre todo- desde un clima que el montaje subraya
en el espacio central de la sala con una serie de trampas hechas en
madera y la instalación de talismanes y muñecas en diferentes
sectores de la muestra. Otra constante es la ausencia de figuras
masculinas. Todo es mujer y campo. Mujer y animales. Mujer y
conjuros, un borde mágico que no se presenta como extraordinario
sino como parte de un cotidiano enrarecido y que no esconde el dolor
y la aspereza.
Al profundizar en el recorrido elegido en la antológica, una serie de
pinturas -de óleos en paleta más baja- destaca sobre las demás por
su potencia expresiva. Son imágenes aparentemente sueltas, borrosas,
descuidadas, a veces sin relación de dimensiones y ni siquiera
apoyadas en fondos o en un relato claro. Hay mucho de onírico en
estas sombras, en estas recurrencias, y entre esas obras destaca la
pintura de una mulita vestida con plumas pegadas con óleo o escenas
hipnóticas como las de "Paseo nocturno", "El sillón
de la Nona" o "Niña de la falda rosa". ¿Cómo llegó
Lacy Duarte a esos climas, a esa mirada interna tan cruda y poética?
Para entender esa serie de obras, es necesario conocer algo más
sobre el recorrido vital de la artista.
Lacy
Duarte nace en 1937 en el pueblo de Mataojo, en el norte, muy cerca
de la frontera con Brasil. Vive su infancia en el medio rural y logra
estudiar en la ciudad de Salto, donde se vincula a un prestigioso
taller de arte encabezado por un artista húngaro. En ese tiempo
realiza sus primeras pinturas. Algunas de ellas son las que abren el
recorrido por la antológica del MNAV. Se casa con el pintor Aldo
Peralta, tienen dos hijos y se mudan al sur, a Aiguá, donde ella da
clases de dibujo y se especializa como tapicista. Deja de pintar
entre 1963 y 1983, hasta la muerte de su esposo. Ese paréntesis
temporal se subraya en la muestra, así como también el 'regreso'
con obras de fuerte simbología de liberación personal, signadas por
el expresionismo alemán y aires de vanguardia. Son pinturas de
franca violencia discursiva, con frases fuertes que proponen
provocaciones en contra de toda opresión y que dialogan con la obra
de Hugo Longa y con caminos que serán transitados por artistas como
López Lage y Uría, entre otros.
Después
de esa tormenta de finales de los 80, que la revela como una artista
poderosa, empieza a desarrollar varias líneas que son paralelas en
lo biográfico y alternan investigaciones en el color y en la lógica
de salir de la pintura para abordar la instalación y muy
especialmente en las series de muñecas talladas en madera. El campo
empieza a meterse en sus objetos y en sus instalaciones y luego
también en la pintura, en esas obras que, ya en los años 90,
revelan otra profundidad que le permite pasar del grito a la mirada
interior.
Otra
línea que es subrayada por la antológica comprende obras en las que
Duarte empieza a trabajar con papeles y buscar una nueva síntesis,
esta vez retomando sus años de tapicista, en una experimentación de
collages, de superposiciones, que fueron centro de la obra que
presentó en la Bienal de Venecia en el año 2005. Todas obras de
impecable factura y sensibilidad, entre traperas
y
los pintujos que
seguirá desarrollando hasta su muerte en 2015.
Todas
obras que emocionan y que nos ponen en diálogo sensible con una
artista que transitó la segunda mitad del siglo XX y le puso una
exquisita luz a un mundo sombrío y opresivo. Como esa misma luz que
se enciende en la falda rosa de la niña de una de sus obras más
poderosas.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 12/2017))
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