La
que viaja hacia el este es Virginia (Verónica Perrotta). Se toma un
ómnibus interdepartamental, más o menos segura de sí misma. Tiene
un único plan: sorprender en su casa de Punta del Este a Miguel
Ángel (Jorge Denevi), su padre, para darle una gran noticia. Todo es
luminoso, en tono on the road
de invierno, pero las cosas empiezan a salir un poco extrañas, y lo
que se verá -en definitiva- es una comedia agridulce que podría
titularse "Viaje de un largo fin de semana hacia el desastre".
El espectador lo empieza a notar cuando Virginia llega a una casa que
no es, donde le dicen que el padre nunca fue dueño sino inquilino y
le dan otra dirección. Reemprende el camino y se detiene para
comprar una taza con la inscripción "Para el mejor abuelo del
mundo". El vendedor escucha con sorpresa y cierto pudor una
conversación telefónica entre Virginia y su esposo Darío (Gonzalo
Delgado), que se sobreentiende está en Montevideo, a ciento
cincuenta kilómetros de distancia. Ella le dice que dejó algo para
comer en la heladera, que se le complicó por una reunión sorpresiva
en el trabajo pero que regresa en un par de horas.
Después, como en la vida, empiezan a suceder cosas. Muchas. Un fin
de semana con encuentros, desencuentros, peleas, chantajes
emocionales y varias mentiras. Todo se desbarranca. Las fabulaciones
de Virginia y Miguel provocan momentos de comedia, pero también
dejan en evidencia que hay historias familiares, que vienen de tiempo
atrás, que son acaso irreparables. Miguel Ángel es un veterano gay tan
decadente como Punta del Este en invierno y su hija muestra una
idéntica y patológica manera de fabular, atravesada por la
(im)posibilidad de una maternidad que lleva la comedia al drama, la
luz inicial a la oscuridad.
Por
eso, el espectador, ante la experiencia de mirar Las
toninas van al este, siente que
no debe reír, porque se sabe cómplice de secretos y mentiras
incómodos y que son, de alguna manera, mucho más cercanos de lo que
parece.
***
Las
toninas van al este es un punto
de inflexión en el cine uruguayo. Es una película que revela la
madurez de una generación que empezó a filmar buenas historias hace
quince años, con el estreno de 25 watts. Sus
autores, Verónica Perrotta y Gonzalo Delgado, si bien son debutantes
en la dirección han aprendido el oficio en otras producciones.
Perrotta brilló en el protagónico de La espera
y participó en el elenco de Whisky,
Acné y otras
películas, escribió el guion de Flacas vacas y es en la dramaturgia y en los escenarios teatrales
donde viene construyendo una carrera muy sólida. Delgado fue parte
de la columna vertebral del equipo de producción de Control Z, en el
rol de director de arte y a veces colaborando en el guion o en otros
rubros. Decidieron hacer una película juntos. Les llevó unos años
y se mandaron esta notable comedia filmada en Punta del Este y con
Denevi (revelación como actor en El ingeniero)
en un papel inolvidable y muy exigente.
¿De
dónde vino la necesidad de ustedes de hacer una película como Las
toninas van al este?
Gonzalo Delgado:
Como necesidad personal, hacer una película tiene mucho que ver con
complacer a mucha gente, que a lo largo de años de haber trabajado
como coguionista o director de arte con ellos, siempre me preguntaban
cuándo iba a hacer mi película... Y bueno, al fin hice una con
Verónica, para dejarlos contentos a ellos y sacarme la duda de cómo
era dirigir. Es esta película, y no otra, porque creo que es el
resultado de dos guionistas que se juntan a escribir sin conocerse
mucho de antes, y que aparte tienen en común el deseo de actuar; es
decir, dos contadores de historias y dos caraduras… Por eso, el
tema de la película tiene tanto que ver con la fabulación, con la
necesidad de inventar historias e inventarse personajes, como
instrumento para llegar al otro, para hacerse querer y complacer.
Verónica Perrotta:
Queríamos jugar a algo nuevo y se fue haciendo muy personal. Con
esto no quiero decir denso, sino honesto. La película es el
resultado de haber jugado todo honestamente, de haber puesto toda la
carne en el asador: deseos, miedos, derrapadas… El humor es una
forma de ver las cosas y permite alivianar el día a día, vivirlo
sin solemnidad. La película tiene mucha oscuridad, pero también
tiene mucha luz y poesía; eso es algo bien de los dos. Uno no se
plantea cómo va a ser; no lo tenés tan claro, va llegando.
¿Y cómo fue ese
viaje de creación, qué los fue llevando a la historia de Virginia y
su padre?
G.D.: Primero
estuvieron los personajes. Sabíamos que había un veterano
homosexual, que había sido en su tiempo de gloria una figura
secundaría de la farándula, y que estaba su hija, con la que hacía
años no se veían. Sabíamos que queríamos contar una historia
acotada en el tiempo y en el espacio. Volver a juntarlos y ver lo que
pasaba entre ellos. Ahí, esos dos personajes fueron creciendo de
versión en versión, pasaron por historias muy distintas entre sí,
y la anécdota vino después de los personajes. De hecho, cuando
Miguel Ángel y Virginia estuvieron bien definidos es que surgió la
historia. Fueron dos personajes a los que dos guionistas azuzaron al
extremo, poniéndolos en situaciones incómodas todo el tiempo.
V.P.: Esto que
dice Gonzalo, de los guionistas que no dan respiro a los personajes,
tiene que ver con que también queríamos actuarla y queríamos
personajes que accionaran. No tenemos prejuicios con los personajes,
y eso hace que les hayamos permitido todo también.
¿Por qué eligieron
a Denevi para el personaje principal?
V.P.: Por muchas
cosas. Por su imagen, su verborragia y su humor. Es muy difícil
aburrirse con Jorge. Yo supongo que si a nosotros nos pasa eso, al
público también. Su trabajo es de gran exposición y riesgo, y él
nos permitió jugar a eso también. Fue nuestro compinche.
¿Qué les dio Punta
del Este como locación, como territorio de la película?
V.P.:
En el imaginario uruguayo tiene un lugar de fantasía glamorosa, de
fiesta... Y creo que funciona también como la metáfora de la
relación padre-hija. “Punta del Este ya no es lo que era” y el
padre tampoco. Más allá de la belleza de esa soledad, de ese
balneario fuera de temporada, vacío, que creo que da algo universal
también.
El
espectador de Las toninas van al este posiblemente
sienta, sobre la mitad de la película, que algo le molesta,
como que no encaja bien. Pero no puede parar de verla. Porque cuando
todo se trastorna un poco, o demasiado, se sabe que es cuando empieza
a pegar fuerte. Y como suele suceder con las buenas películas o con
las buenas novelas, lo mejor pasa al día siguiente, al constatar que
hace horas y más horas que la historia sigue dando vueltas en la
cabeza, con ese algo que sabe amargo pero que se vuelve esencial: un
punto, una mirada, algo que no se entiende muy bien pero es
precisamente lo que hace que sea una gran película, de las que están
lejos de la aprobación fácil, de las que no se olvidan.
Lo
que no parece encajar, lo que perturba, tiene que ver en Las
toninas van al este con la manipulación y con las mentiras, así,
tan expuestas, tan sobreexpuestas en las historias de Virginia y
Miguel Ángel, que hacen que lo que vaya sucediendo se muestre
distorsionado, disfuncional. Como la vida misma. Y aunque no sea
exactamente la tesis de la película, muestra ese algo que siempre
está ahí, casi invisible, entre secretos, mentiras y fabulaciones.
Las
toninas van al este es una gran
película. Dura, amarga y también divertida. Hay que verla.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 08/2016))
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