Una
noche de invierno, en una azotea de Montevideo, un adolescente muerto
de miedo le sostiene la mirada a un soldado del ejército. Ese
muchacho tuvo la oportunidad de escapar y lo hizo. Entendió todo
cuando el soldado le dijo a un superior que allí arriba no había
nadie, ni rastro de tupas. "No
hay nadie, la puta que lo parió que hace frío esta noche de
mierda", pudo haber dicho, o no, el tal Giménez, un tipo que
Fernando Butazzoni entrevistó muchos años después, en una casita
de Las Piedras, con la esperanza de reconstruir lo que había
sucedido en el techo de la casa de sus padres, la noche que terminó
su vida más o menos lineal, recién cumplidos los dieciocho años,
porque después pasó a la clandestinidad, se largó a Chile, logró
escapar del golpe de Pinochet, fue a dar a Cuba, a Nicaragua, dio
otras tantas vueltas por el mundo, fue guerrillero, escritor,
periodista y en algún momento llegó a repartir diarios en Malmö.
Fernando
Butazzoni es el protagonista de La vida y los papeles.
Escritor y centro gravitatorio
de lo que se va relatando en sucesivos episodios, que van y vienen en
el tiempo, que pasan de la autobiografía a la crónica periodística,
de la mirada autoreflexiva al estudio de otros personajes y aventuras
que lo han sorprendido y que sucedieron ahí nomás, a la vuelta del
tiempo. El estado más preciso vendría a ser el de "ficciones
verdaderas", concepto que el propio Butazzoni rescata de los
dichos que hizo alguna vez Tomás Eloy Martínez respecto a sus
escritos de la novela Santa Evita.
El punto de partida
es el del soldado y el tupa, en la azotea, el cruce de miradas, la
imposibilidad de precisar si estaba lloviendo o no esa noche de
invierno, o de si el adolescente llegó a apuntar o no con un revólver al soldado. Todo eso es muy difícil de reconstruir con
exactitud. Imposible. Lo confirma al entrevistar a Giménez, al
contrastar las memorias fragmentarias y que no terminan de encastrar.
Y son todos esos dilemas, que incluyen el silencio familiar, el enojo
de su padre y el llanto de su madre al comprender que su hijo corría
peligro y tal vez no lo volvería a ver, los que finalmente pudo
llevar al papel, más de cuarenta años después, permitiendo que a
través de esas ficciones verdaderas, el relato se suelte, abriendo las
compuertas de esa y otras memorias personales.
Butazzoni
lleva escritas varias novelas, decenas de cuentos, guiones para cine
y numerosas crónicas periodísticas. Escribió historias durísimas,
como la de El tigre y la nieve,
basada en la tragedia de una ex prisionera de la dictadura argentina
que se suicida en Suecia, poco tiempo después de salir de la cárcel.
Escribió, más cerca en el tiempo, otra de esas historias mayores,
en territorio de la ficción verdadera y en la que se cuela como
personaje real, con el título Las cenizas del Cóndor.
Necesitaba
escribir algo como La vida y los papeles.
Se lo decían sus amigos y algunos colegas. Le insistieron. Pero él,
de alguna manera, sentía que no encontraba el tono. Hasta que ganó
la necesidad, que es justamente ajustar cuentas, y pudo llevar al
papel esas historias que se le resistían, como la del adolescente y
el soldado, y otras tantas que es mejor dejar en suspenso para que el
lector las descubra en las páginas de La vida y los
papeles. Como, por ejemplo,
algún dato más sobre la historia de Aurora Sánchez, uruguaya que
cruzó los Andes andando, y ciertas circularidades que tienen que ver
con la propia peripecia de Butazzoni en Chile y el cruce de montaña
frustrado, de un grupo de jóvenes militantes de izquierda, todos
uruguayos, que serían salvajemente torturados, asesinados y algunos
de ellos desaparecidos por el ejército de Pinochet.
Es
un libro que funciona de epílogo y que complementa la lectura de Lascenizas del Cóndor. Pero es
mucho más que eso. Es un escritor animándose a mostrar lo que
generalmente no se cuenta o no se muestra, lo que se elige dejar en
el terreno de lo privado. El tono que encuentra Butazzoni no es común
en la literatura uruguaya, algo explicable por una idiosincracia
común más reservada, pero es interesante advertir que otros colegas
de su generación están transitando un camino similar. Carlos
Liscano viene dando muestras de riesgosos ejercicios de autoficción,
como en su último libro Vida del cuervo blanco.
Ana Luisa Valdés, en un estilo más fragmentario pero de tono
confesional, se animó a contar su peripecia de exilio en Su tiempo llegará.
Butazzoni,
al igual que Liscano y Valdés, pasó un periodo de su vida en
Suecia. Este detalle no debe pasar desapercibido, porque es
seguramente una seña común, de distanciamiento, de lejanía, que no
debe ser tomada a la ligera. De hecho, en esos saltos que se hacen de
una lectura a otra, a este lector le pasó algo curioso y en parte
azaroso, como se vinculan entre sí la mayor parte de los papeles que
escribe Butazzoni: después de leer sobre esos días del autor de Las
cenizas del Cóndor,
trabajando en Malmö, repartiendo diarios en bicicleta, descubro
en las primeras páginas de Taxi,
la nueva novela de Sergio Altesor, ambientada en Estocolmo y con
evidentes trazas autoficcionales, cómo este autor recuerda las
madrugadas, en los años setenta, en los primeros días de su exilio,
cuando circulaba en bicicleta repartiendo diarios. En
definitiva, ni más ni menos, cruces de papeles y vida, de -como muy
bien sugiere Butazzoni- asuntos de la vida y sus papeles.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 05/2016))
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