La
obsesión por buscar algo diferente, de provocar un cambio en un sistema creativo, suele conducir por recorridos novedosos pero también a la paradójica certeza -si se ha
tomado el ejercicio con un fuerte compromiso- de que es imposible
escapar a la identidad, a la marca personal de una autoría en
desarrollo. Se produce una sensación de
eterno-retorno, reveladora, en definitiva, de una de las pulsiones en
la que se mueven los creadores para romper sus zonas de comodidad y
de estancamiento.
El
director Paolo Sorrentino, la gran estrella del cine europeo actual,
quiso escapar de La gran belleza,
de la complejidad y de los excesos de una obra mayor del cine
contemporáneo. Quiso darle la espalda a la gran e interminable
fiesta sensorial de su anterior película, un viaje romano y
felliniano formidable, liderado en la pantalla por la elegancia
cínica de Jep Gambardella. Para ello, antes que nada, eligió un
escenario casi antagónico: un hotel en un balneario suizo. Eligió
dejar la textura caliente de la lengua italiana por un seco inglés,
y convocó a dos grandes actores americanos, ambos emblemáticos:
Michael Caine y Harvey Keitel. No pudo desprenderse, sin embargo de
dos o tres elementos fundamentales de su cinematografía; el talento
personal como guionista, el gusto por los excesos y placeres -tan
cinéfilos- de una excelente fotografía, en el borde lo pictórico,
y muy especialmente, el manejo elegante del cinismo como de la
nostalgia y de las emociones.
Juventud,
pretendiendo mostrar un cambio, un giro, buscar en otras líneas de
relato y escenarios, no se aleja demasiado de La gran
belleza. Y eso está lejos de
ser un pecado. Porque la canción suele ser siempre la misma, porque
el buen escritor siempre está escribiendo el mismo libro. La
evidencia, en el caso de Sorrentino, es volver a encontrarlo tan
desmesurado y libre en su forma de narrar. Su película suiza, con
paisajes de idílicas montañas y aires más melancólicos y
aletargados que en la abigarrada y sensual Roma, es un muy buen
ensayo sobre la juventud perdida, sobre dos artistas veteranos -un
compositor musical retirado y un director de cine- que contemplan sus
propios aciertos y errores, que siguen destilando egomanías y viejas
culpas, que se saben en franca decadencia y entienden a la perfección
la ácida certeza de Bernard Shaw, cuando afirmaba que "la
juventud era el mejor momento de la vida, aunque era una lástima
que se desperdiciara entre los jóvenes".
La
reflexión sobre el arte, sobre la creación, sobre la memoria que se
escurre, tan resbaladiza, se complementa con esta defensa que
Sorrentino hace de la capacidad de emocionarse, de confrontar un
mundo obsesionado por las apariencias, el culto al cuerpo y a la
juventud. Y esto, que ya estaba presente, de manera sobresaliente, en
la nostalgiosa La gran belleza,
vuelve a ser la marca identitaria de su nueva y bella película que
tiene, además, un homenaje a ese gigante de la actuación llamado
Harvey Keitel.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 04/2016))
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