Las novelas jurídicas
suelen malentenderse como una vertiente casi invisible dentro del
género policial. No abundan entre la grey literaria contemporánea
-pese a que Shakespeare rondó los magistrados en El mercader de
Venecia y Kafka en El
proceso- los ejemplos de novelas de jueces, fiscales y abogados,
centradas en un caso, en un dilema moral. El suspense propio de los
juicios, el realismo periodístico extremo de sus tortuosas
circunstancias, suele ser material de autores que saben vender
millones de ejemplares -John Grisham es el paradigma por excelencia-
y de guionistas que alimentan las numerosas películas de Hollywood
"basadas en casos reales".
Hay posiblemente un
dilema nunca resuelto con el realismo, con los límites ente la
ficción y la no ficción, en la circunstancia de que la mayoría de
los autores "literarios" eludan este tipo de materia prima,
tanto en temas como en situaciones y personajes. No es mi intención desviarme con mi cercana "obsesión Carrére", pero -de hecho- De vidas ajenas podría circunscribirse al género "novelas jurídicas" y también en los alrededores de un juicio sucede el retrato de Jean Claude Romand en El adversario. Es ineludible preguntarse cuánto de ficción hay en estas dos obras del francés, que pueden ser leídas como reportajes periodísticos o novelas de ficción cero.
El británico Ian
McEwan -uno de los más reputados autores literarios en lengua
inglesa- apuesta al género jurídico, en La ley del menor,
con todos los ingredientes clásicos: la protagonista es una
jueza de familia londinense, con una carrera brillante, enfrentada a
un caso aparentemente sencillo: un hospital público, a través de un
recurso de la fiscalía, busca la aprobación de un juez para
realizar transfusiones a un menor de diecisiete años, religioso, a
igual que sus padres, seguidor de los preceptos de los Testigos de
Jehová.
La jueza, Fiona Maye,
duda. Se resiste a emitir una simple respuesta racional, como lo ha
hecho tantas veces, en dilemas más o menos complejos, la mayoría de
ellos con trasfondos religiosos y sociales propios de una jueza de
familia más o menos progresista en una metrópolis europea. Decide
conocer al adolescente, hablar con él, saber de sus razones. Lo que
cuenta McEwan en la novela, a partir de ese momento, cuando deja de
importar la burocracia jurídica, es lo que sucede después del fallo
de la jueza, de cómo esa decisión impacta en sus propios valores y
en esa historia (no tan) anónima que ocurre en paralelo a la vida
rutinaria y excesivamente racional de una profesional de la justicia.
McEwan es un escritor
fino, que sabe lo que hace, capaz de moverse con elegancia en un
género que obliga a mantenerse en un realismo áspero y por momentos
muy explicativo (el pasaje sobre los fundamentos religiosos sobre la
sangre muestra un exceso jurídico en la novela, por ejemplo). Logra
exponer, en una historia agridulce, el dilema de la fe en este siglo
XXI. Alcanza -para esto- con entender a Fiona como una metáfora de
la Vieja Europa. Es una novela. Una buena novela. Pero, volviendo a Carrére, queda la sensación, el retrogusto, de que lo jurídico se lleva mejor con lo periodístico, con la crónica y no tanto con los mecanismos de la ficción.
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