Hay
libros que ofician de entrelibros, de divertimentos mientras se toma fuerza para caer en novelas de largo aliento. Son especiales para quienes padecen -es mi caso- de una fascinación especial por los grandes viajes, por ríos de páginas
desbocados, por historias que se bifurcan y juegan al extremo.
Pero se necesita, es saludable, tener a mano pequeños bocados de no más de cien
páginas. Aira y Bellatin, también Nothomb, y en los últimos años
se vienen sumando otros tantos afines al formato breve, alentados por editores
independientes con niveles de equilibrio bajos en la ecuación
caracteres-papel-tipografía.
En
un par de horas acabé con Jacobo el mutante. Cien
por ciento Bellatin, aunque sin menciones a lisiados ni a familias
perturbadas ni a madres tocándole los testículos a sus hijos
pequeños. Esta novela súper-breve entra en un subgénero muy pequeño
y lateral, de "novela hebrea", así como Aira tiene su
sección "novelas chinas". Jacobo regentea un templo en una
cantina de frontera que se llama La Frontera. Lo que empieza a
suceder es que Jacobo muta, se transforma en otros personajes, en
otras historias. Es pura y simple mutación. Como aquella novela de
Maslíah llamada Zanahorias.
Un
divertimento, lo dije. Personajes que mutan. Esta lectura, sin embargo, ofició de conexión con el concepto de impostura que maneja esa gran novela que escribió
Javier Cercas sobre un hombre que decide mentir su historia,
inventarse otra vida, una forma de mutar que le permitió ser
condecorado como sobreviviente de los campos de concentración de la
Alemania nazi y llevar una buena vida de militante social. Toda una
construcción inventada que se desplomó, un buen día, con inusitado ruido mediático, y de la que Cercas toma rédito para escribir ese novelón llamado El
impostor, más que recomendable.
Tomé luego uno de los libros con los que estaba en deuda. Un Anagrama rojo, de
los de Bolsillo, de un tamaño similar a Los detectives
salvajes. Firmado por Belén
Gopegui, la autora que más recomiendan, desde hace años, amigos y colegas españoles. Lo real. En
ningún momento sospeché que se venía otro impostor, también
amargo, debajo de la biografía de un joven que busca hacerse un lugar en la
España socialista. Es una novela árida y política. Hay pocos
ejemplos de retratos tan secos sobre el mundo del trabajo y la
política, sobre los mecanismos de sobrevivencia y ascenso en
sociedades donde la información es poder, el poder es hipocresía y
perder es la probabilidad más lógica. Bueno, pues este inspirado
muchacho madrileño, consigue un posgrado falso en una ignota
universidad gringa -en
Massachusetts- y construye
una vida clandestina que le permite operar al borde de lo legal: una
asesoría de imagen que se mueve cerca del chantaje y de la
generación de mentiras, enroscada en los laberintos del PSOE, la
televisión pública y el trabajo más duro y cínico: el encargo de la dirigencia socialista de buscar la
forma de conducir a la opinión pública a optar por el SI en el
plebiscito de ingreso de España a la OTAN, para encontrar el cambio de discurso más adecuado. Hay
mucha tela para cortar en este libro de Gopegui, que por momentos se
pasa de brechtiano y de ensayo psicosocial, pero tiene un momento muy pero muy inspirado cuando Edmundo arma su primera impostura. Logra convencer a
una amiga que vive en Estados Unidos que triangule correspondencia
con el fin de hacerse un remitente lejano, mientras él vive un
autoexilio en Oviedo, esperando el momento para hacer su regreso a Madrid.
Una
trampa similar es la que aparece en el libro siguiente que leí, Una
forma de vida, un "divertimento"
de Nothomb que impresiona por la similitud con la historia del
emprendedor madrileño. Ella, Amelie, empieza a recibir
correspondencia de un soldado estadounidense en Bagdad. Las cartas
van y vienen entre Francia e Irak, en un relato potente que se centra
en la historia de obesidad de Melvin y la cara oculta de una guerra
perdida e injustificable. Tiene momentos de extrema acidez y un humor
negro que pocas veces se consigue. Lo que no sabrá Amelie, hasta el
final del libro, es que las cartas trianguladas fueron escritas en una oscura
habitación de la periferia de Baltimore. Melvin era un
impostor que había logrado seducirla. Pero no mentía en su
trastorno de alimentación, en su biografía de loser exyonqui que se
encuentra con la peor droga: la comida chatarra. Tampoco es un
mentiroso Edmundo, el madrileño, cuya historia parece ser
-precisamente- la exageración de "lo real". Más difícil es el caso del catalán mentiroso, porque es imposible distanciarse de su base hiperreal: existe, es y se defiende mediáticamente (hay una increíble entrevista que le hacen en una radio, en la que el propio Enric Marco descalifica a Cercas por mentir: ¡Doble o triple vuelta de tuerca!).
Todos
estos personajes, de una u otra forma, juegan en el borde de la
realidad y la ficción, dan un paso más allá -consciente o no, ahí
puede estar la gravedad ética de la impostura- como forma de
salvarse, de encontrar una vida diferente. Y eso no es precisamente
un pecado. Es lo que hace Jacobo el mutante, el de Bellatin, saltando
de historia en historia, porque siente que lo que ve y escucha en la
frontera es insoportable.
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