Duermo, como todos
los veranos, en la pieza de afuera. Me levanto bien temprano.
Arranco entonces hasta la casa. Llevo un libro de Levrero
que quiero terminar antes del mediodía. La puerta principal está
cerrada. Es raro. No es la única extrañeza. Junto a ella están
varios integrantes de la familia, los que duermen adentro, intentando
abrirla. Parece ser que algunos de ellos llegaron en la madrugada,
luego de una fiesta y todo indica que pusieron la llave al revés o
una llave que no era. No se ponen de acuerdo en el diagnóstico.
Prueban, lo intentan varias veces, forcejean. No hay caso. No abre.
Casi todos se dan por vencidos y se dispersan. Es mi turno. Tomo la
llave que no es y la meto con suavidad en el agujero de la cerradura.
Apenas muevo. Siento que cede.
Hace algunos años, en
esa misma casa, el primer verano que pasé allí cumpliendo el
discreto rol de novio de la hija mayor, quedé encerrado en un baño,
cinco minutos antes de terminar las vacaciones. Todos teníamos los
bolsos preparados, los perros en los autos, las despedidas del último
domingo en el aire. Esa vez tuvo que venir el cerrajero. Llegó a las dos horas, con evidente malhumor. Después de abrir la puerta, en menos de cinco segundos, me miró con cara de sorete.
Dijo que con la fuerza no se logra nada, que la manera de abrir una
cerradura es con suavidad, sin histeria. Dijo que casi siempre era lo
mismo, que había un boludo que ponía la llave al revés.
Meto en el bolsillo la
llave de la puerta principal de la casa del balneario (*). Me concentro en ella. Decido usarla en otra puerta, una misteriosa que está en la pieza de
afuera y que siempre permanece cerrada. Pruebo, con la misma
delicadeza que aprendí en los ojos pedantes del cerrajero. Se
abre. Es un largo corredor. Camino durante varios minutos. Es muy
largo. Tiene baldosas rojas y verdes, del mismo color que las del patio de
la casona de mis padres. Me encuentro con una niña. De unos siete
años. Me mira con curiosidad. Le pregunto de dónde viene. Dice que escapó de un hotel. Estaba jugando a las escondidas con un amigo
y se perdió. Me cuenta de un viaje en barco. Me alegra que no le
haya pasado nada grave. Mis pensamientos empiezan a derivar. No
debería decirle que conozco su historia, que la cambiaron por otra niña, una tal Agustina que se hizo pasar
por ella el resto del viaje. Tampoco que a esa niña no le fue nada bien en un viaje en
globo, cruzando el océano, de vuelta de París. El único que
sobrevivió fue el niño. Pero esa es otra historia.
Sigo mi camino. Abro
otra puerta y estoy en una camino rural, en las afueras de Montevideo. Un auto se detiene.
Reconozco al gordo Trelles en el volante. Dice que está perdido. Le doy unas indicaciones
para llegar a una casa precaria, donde sé que lo esperan con ansiedad pero no le anticipo nada de lo que sucederá. Lo
noto tenso. Sé que tiene un secreto. Todos tenemos un secreto. Yo,
por ejemplo, tengo esta llave y prosigo mi camino.
Todo iba bien, de historia en historia, hasta
que empezaron a volver de la playa. Empezaron a gritar mi nombre, fuerte, y yo que no quería volver de dónde estaba, las baldosas rojas y verdes, una imagen que me perseguía desde hace unos días: la de dos ursos peleando adentro de un Fiat 600. Me puse un poco nervioso. Abrí otra puerta. Corrí hasta que llegué a una
biblioteca, atendida por un viejo un tanto hosco. Lo reconocí de
inmediato: era el cerrajero. Estaba un poco más viejo que la otra
vez. Se presentó como Sanchiz. Le dije que conocía a un tal
Sanchiz, uno que era especialista en Levrero y escribía libros de
ciencia ficción. Me dijo que no me hiciera el zonzo y que devolviera
el libro de Levrero que tenía en mis manos y que al parecer lo había
pedido prestado hacía tres años y cinco meses. Me mostró una ficha
que certificaba el préstamo. Llevaba mi firma.
Le entregué el libro y
me di vuelta. Como para irme. Me gritó. Volví a darme vuelta,
con intenciones de increparlo. Puso la misma cara de
sorete. Había un detalle, no
menor. Estaba desnudo. A su lado, estaba la
niña que jugaba a las escondidas en el hotel. También desnuda. El cerrajero Sanchiz
sonrió.
Me entregó otro libro -"La ley del menor", de Ian McEwan-, y sugirió que me retirara, que tenía cosas para hacer. Lo dijo mientras señalaba la entrepierna de la niña.
Tuvo tiempo para explicarme, brevemente, que se trataba de una novela de abogados,
que mezclaba casos judiciales de Inglaterra con el ocaso sentimental
de una brillante magistrada especialista en defender a las minorías, a los desvaríos de familias religiosas, a los niños de familias disfuncionales, que vienen a ser todas.
Me aburren esas
novelas, le dije.
Son necesarias, dijo. Usted lo sabe.
Apenas la abrí, me encontré sentado en una reposera de playa, tratando de terminar la página veintiocho. La llave, en el bolsillo del
pantalón, me raspaba la pierna. Escuché voces familiares. Algunos reían del episodio de la mañana y recordaban
al cerrajero de la vez que quedé encerrado en un baño. Respiré
aliviado. El realismo parece salvarme. Sigo con la lectura, hasta que
la magistrada decide cambiar la cerradura de su lujoso departamento
londinense después de una pelea con su esposo.
Otra vez las llaves, las malditas llaves. Todas las buenas novelas tienen una llave, pero sé que suelen ser peligrosas. Da un poco de miedo, pero igual lo hago:
Cierro los ojos.
Cierro los ojos.
Duermo.
Y me doy cuenta, como una de esas epifanías inolvidables, que dormir se parece demasiado a leer a Levrero.
Otra vez estoy en el corredor de baldosas rojas y negras.
Otra vez estoy leyendo, soñando, viviendo.
Porque las buenas historias son las que van para adelante.
Y me doy cuenta, como una de esas epifanías inolvidables, que dormir se parece demasiado a leer a Levrero.
Otra vez estoy en el corredor de baldosas rojas y negras.
Otra vez estoy leyendo, soñando, viviendo.
Porque las buenas historias son las que van para adelante.
(* ) Todo indica que
podría ser la misma llave del sótano de la casa que un niño
curioso quiere encontrar y no le resulta nada fácil, hechos narrados
en uno de los cuentos de Levrero del volumen "Nuestro iglú en
el Ártico".
Todo indica que sería la misma llave que se perdió en la última novela de Ramiro Sanchiz, la del gato y la entropía.
Si consideramos que Sanchiz es un especialista declarado, y deliberado, sobre la obra de Levrero, lo mejor es que no intente una reseña tradicional sobre el libro de Levrero.
Todo indica que sería la misma llave que se perdió en la última novela de Ramiro Sanchiz, la del gato y la entropía.
Si consideramos que Sanchiz es un especialista declarado, y deliberado, sobre la obra de Levrero, lo mejor es que no intente una reseña tradicional sobre el libro de Levrero.
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