Pablo saltó por la ventana. Los que
estábamos en la habitación -el señor Rocca y yo- no supimos
interpretar una acción tan intempestiva como absurda. Fue un acto
extraviado, sin razón aparente. Miré de inmediato hacia la ventana
desde la que había saltado: afuera se veía el aburrido paisaje del
campo andaluz. Ni rastro de Pablo. No se trataba de evaluar daños
físicos, porque la ventana estaba apenas a un metro del suelo. Lo
que nos dejó algo más que inquietos, fue el grado de perturbación
que Pablo mostró en un acto que parecía guardar relación con la
febril lectura de la novela "Acerca de Roderer" (*). De
hecho, es lo que estuvo haciendo el lector saltarín durante las dos
horas anteriores, mientras el señor Rocca y yo conversábamos de
temas sin mayor importancia.
Nos hicimos muy amigos con Pablo. De
vuelta en Montevideo nos vimos varias veces, casi siempre en la casa
que compartía con su hermano Gabriel, en la esquina de Monte Caseros
y Comandante Braga. Pablo estaba ensimismado en la escritura de "Esta
máquina roja" y Gabriel en una novela de karatecas que nunca
supe si logró terminar. Pablo estaba haciendo el primer clip de la
banda de Gabriel, que ya se llamaba Plátano Macho pero tenía poco
que ver con el grupo que años después grabaría el disco "The
Perro Convention". Convivíamos en una dimensión Prince, de
"llenar los espacios", de "cortar y pegar".
Todavía no nos habían sacudido los Beastie Boys.
Una de las obsesiones de Pablo radicaba
en defender al videoclip como una alteración del tiempo, entendido
como una literal profundización, todo lo contrario al discurso que
lo asimila con velocidad y ligereza. Pablo concebía al videoclip
como un universo compactado, como una construcción exageradamente
lenta. Entrar a él suponía meterse en el abstracto y engañoso mar
matemático de la existencia del infinito entre dos puntos. Entre dos
imágenes, siempre hay una imagen, era el axioma de Pablo. Había
otro axioma, más ligado al tiempo, en el que Gabriel se manejaba
también con precisión: "El futuro inmediato pertenece al
pasado", decía el músico, agitando los brazos, a veces
afiebrado, dejando bien claro la imposibilidad de apresar el pasado.
Pasar una tarde nerd, con Pablo y Gabriel, en ese tiempo, equivalía
a un curso de posgrado en Ciencias Aplicadas a Pensamientos
Divergentes. Tuve muchos y saludables dolores de cabeza.
Hay un pasaje de la novela "Esta
máquina roja" al que Pablo situaba como centro de sus arrebatos
conceptuales. La rotura del vidrio de una ventana (sic!), del
corredor de un hospital, era narrada en cincuenta páginas de la novela.
Esa concentración de percepciones era, ni más ni menos, la
posibilidad de una escritura del clip. Leí esa novela, publicada
creo que en 1995, y pude constatar lo correcto y a la vez demencial
de las búsquedas literarias de Pablo. Ya no nos veíamos tanto. Cada
uno iba en su propio viaje. Lo seguí leyendo de lejos, eso sí,
siempre con admiración y con la certeza de que seguía siendo una de
las mentes más brillantes de mi generación. Nunca le pregunté por
aquel salto por la ventana. No me pareció necesario.
Nos vimos otras veces, una de ellas en
Madrid, en otro congreso de escritores. Tuvimos tiempo de contarnos
lo que nos había sucedido en los diez años en que habíamos dejado
de vernos. Aprendizajes sentimentales, decepciones, éxitos,
fracasos, conspiraciones, distopías, idas-y-vueltas. De todo un
poco. Había estado en Japón, algo así, sin nadie con quien hablar
durante días. Me contó también algunas historias sobre la novela
"El mar", cosas que hoy, pasados otros diez años, pensé
que había olvidado, pero en la experiencia de la lectura reciente
-hace apenas una hora terminé de leerla- ocurrieron algunas cosas de
esas que no parecen tener explicación.
No estaba el señor Rocca de testigo.
Pero sucedió. Entré en "El mar", o más bien en ese viaje
de un tren que se detiene, intempestivamente, en lo oscuro de un
túnel y empiezan a ocurrir cosas extrañas, en un viaje que como una
cinta de moebius se enlaza con la deriva emocional de un fotógrafo
de insectos, siendo las dos caras de un mismo viaje que tiene como
coprotagonistas a una joven frágil y acaso enfermiza (Sofía) y a
una adolescente turca, o más exactamente kurda (Fatma). Me tragó el
mar. Me sofocó. Sentí ganas de saltar por una ventana. No lo hice.
No es tan simple la resolución de esta historia.
Hay una escena que refiere a la rotura
de un vidrio: una de las ventanas del vagón en que viajan el
fotógrafo, Fatma y otros tantos pasajeros. Hay que salir. Uno de
ellos, más afecto a la acción que al pensamiento, decide romper el
vidrio y animar a todo el grupo a saltar. Saltan. No hay otra opción.
Ese acto, esa acción, los salvará de un próximo choque de trenes.
Entendí que Pablo, la otra vez, cuando decidió saltar en aquel
retiro de escritores en Mollina, lo hizo por una necesidad imperiosa
de supervivencia. No tenía otra opción. Escapaba de un mar de
palabras que algún día llevaría a un libro tan profundo como
alterado, pleno de escenas de un lento y excitante vértigo. Supo escapar. No es, créanme, para cualquiera.
(*) El autor de "Acerca de
Roderer" es Guillermo Martínez, novelista argentino que
integraba la delegación de escritores jóvenes del atípico congreso
de literatura desarrollado en el pueblo de Mollina, en febrero de
1993, donde sucedió la situación que se cuenta, cuando Pablo
Casacuberta saltó por la ventana y luego corrió -según su propio
testimonio posterior- durante un buen rato.
Mollina, 1993. |
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