entre darno y mateo


Cantar la canción del otro. Hacerla propia. No se trata de un simple acto de interpretación, ni de echar a andar el ambiguo acto de versionar. No implica dejarse llevar por otros mecanismos creativos para descansar de los fantasmas creativos propios. Todo lo contrario. Es otra cosa. Porque para cantar la canción del otro hay que entrar literalmente en esa otra canción. Vivirla. Experimentarla. A veces romperla para hacerla de nuevo. A veces simplemente para reencontrar los signos personales, o la tan humana sensación de completarse. Vendría a ser, en todo caso, un ida-y-vuelta que cuando sucede tiene algo más que la premisa del homenaje, porque se vuelve otra obra, en la que los egos se disuelven y dialogan. Y quedan, en el centro de todo, las canciones.
Fernando Cabrera elige cantar a Mateo y al Darno, a dos Eduardos montevideanos con los que supo compartir escenarios, discos en directo -el inolvidable Mateo y Cabrera de finales de los ochenta, el cruce de caballeros medievales con Darnauchans llamado Ámbitos-. Los conoce y se reconoce en ambos. Son distintos, bien distintos: Mateo es callejero, es canción folk-bossa-candombera, de guitarra, percusión y swing. Es intuición pura; de acuerdo, pero su aparente simpleza opera como un atajo a la genialidad. Porque hay un universo Mateo, al que solo unos pocos pueden llegar a alcanzar, orillar su toque, su magia. Cabrera es uno de ellos. Y lo sabe. Sabe también que aprendió de él a cantar en montevideano, a caminar calles de otros barrios, a no temerle a una voz propia que no tiene el inmediato poder del encantamiento, pero que en sus vueltas y contorsiones, en los matices, en los quiebres, en el malabarismo de las consonantes, logra sacar un instrumento único. Como Mateo. Por eso, aquel Cabrera y Mateo, esa dupla escénica memorable, fue la que le permitió a Cabrera aprender a liberarse de la banda como única opción interpretativa, a dominar la guitarra y voz en la desnudez absoluta de la canción, como solo les es permitido a unos pocos. Por eso, desde los primeros noventa, desde sus primeros conciertos en solitario en los que se sintió visiblemente cómodo, se sabe que "Cabrera solo" es una experiencia única.
El otro Eduardo, el Darno, es otro cantar. Viene de la escuela de la palabra, de la poesía, del decir, de la literatura, de la tradición del trovador. Sin embargo, pese a esa concepción del Darno como portavoz de una sensata academia, es también en su lado salvaje que Cabrera encuentra un vasto territorio de aprendizaje. Porque Darno también es rock, dylaniano, porque aprendió la sabiduría de los poetas con el profesor Benavides y su amigo Cunha, y tantos otros, desde Góngora a los beatniks, pero siente que la música -en sentido tal vez opuesto a Mateo, e incluso a Cabrera- no es más que un vehículo para el canto, para la expresión del crooner. Es atmósfera. Es un estado para la confesión. Lo que Cabrera busca en Darno es a un cantor de la palabra, a un decidor de historias, a un cantante capaz de conmover con la palabra vuelta hecho físico. De más está decir que no se puede hablar de Darno solo, porque nunca fue un gran guitarrista, lo que lo llevó a estar rodeado de grandes arreglistas y compañeros de viaje: Galemire, Da Silveira y tantos otros que le ayudaron a zurcir esa capacidad única para provocar la conmoción de la palabra. Cabrera tomó entonces del Darno la trascendencia, pero una trascendencia salvaje, dolida.
Mateo murió a los 49. Darno a los 53. Los dos tienen cancioneros que siguen siendo jóvenes, que tuvieron sus mejores creaciones en sus respectivas juventudes. Para ellos, Cabrera siempre fue un sobrino refinado, un ahijado brillante, un talento que ambos vieron crecer y alentaron. Ahora, en las vueltas del tiempo, avanzado el siglo veintiuno, Cabrera aparece en el paradójico rol de hermano mayor, el que en sus 59, sabe que el tiempo está después y que esas canciones que quiere cantar son de dos viejos amigos montevideanos, dos jóvenes impacientes y talentosos como lo son Pau O'Bianchi o Franny Glass, por mencionar a dos de tantos buenos muchachos que hoy andan por los treinta y que se anotan como inspirados continuadores de esa línea mágica de la canción montevideana, sumando nuevas creaciones, tentando nuevas fusiones.
Cabrera, volviendo al principio, sabe cantar la canción del otro. Es un gran intérprete. Lo ha demostrado en esos mismos escenarios que compartió escena con ambos Eduardos, y muy especialmente en el notable trabajo de investigación Canciones propias. A estas canciones que cantó en El Galpón y quedaron registradas en este disco, las conoce, las ha venido cantando en otras vueltas y otros ámbitos. Convocó a un amigo de otras tantas vueltas, a Edú Lombardo, por eso de no estar solo y porque su toque de percusión es fundamental en las versiones de temas de Mateo y al sumar guitarras varias y alguna voz en las alturas sonoras necesarias para abordar canciones del Darno. Y también, porque Edú-Lomb-Ardo es otro Eduardo, como le gustaría chistar al Darno en su torre de la canción.
El disco larga con dos emblemas: "Como los desconsolados" del Darno y luego es el turno de "Mejor me voy" de Mateo. A partir de allí se va hilando un fino diálogo de a tres: Cabrera, Mateo y Darno, un único guion que culmina en las alturas de "Final" y una versión emocionante de "La mama vieja". Un discazo. Podría ameritar una segunda parte, con la dupla Cabrera-Lombardo tomando por asalto las canciones de Galemire. Pero ese es otro universo, o no tanto, porque El Gale zurció el mítico Sansueña, porque fue uno de los máximos cultores de ese mágico candombe beat que iniciaran los muchachos de El Kinto y porque es figura clave en el paisaje sonoro de los discos de Cabrera de los años ochenta. Y si sumamos nombres, veremos que todos dialogan entre ellos, de modo que la conversación con las canciones de los otros -sumo a Roos, a Dino, a Ubal, a Rada, y más acá a Buscaglia, Wolf, Rossanna Taddei, Garo, Tabarez-, se vuelve un linaje tan rico como emocionante. 

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 12/2015))

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