Una
novela dentro de una novela dentro de una novela. Como un juego de
muñecas rusas. Y cada una de estas novelas yendo y viniendo en el
tiempo, reescrituras de historias que pudieron haber sucedido, en
definitiva, desplegadas en un juego de versiones y desvíos que ponen
en tela de juicio a las sucesivas ficciones o a la posible capa real
(intriga lúdica en la que se ve envuelto el lector, en una sensación
de entrar y salir de una intensa duermevela).
El
juego que propone Emmanuel Carrère, el escritor francés estrella de
la autoficción, muchísimo antes de consagrarse con obras maestras
como Limónov
(2011) y
De
vidas ajenas
(2009),
de la polémica abierta con El
adversario
(1999) e
incluso de la correctísima ficción El
bigote (1986;
traducida tardíamente, en 2015, pero antes que Bravura),
es un tour
de force
literario de altísimo riesgo, una bravura que exige al máximo y es
posible que no haya sido resuelta con excelencia, lo que genera
algunas imperfecciones y debilidades en varios tramos de la novela,
sobre todo en algunas de las transiciones. De todos modos, en el
balance ganan los momentos magistrales (sí, magistrales, y con la
sorpresa de la extrema juventud de Carrère cuando pergeñó
Bravura),
como esas 30 páginas iniciales que siguen los últimos días de
Polidori, médico y exsecretario personal de Lord Byron, que vive en
la extrema indigencia, sumido en una pesadilla alimentada por el opio
y el fracaso de su carrera literaria; o la solidez argumental del
juego especular de capas sobre capas, que lo lleva a transitar
distintos registros (novela histórica, novela gótica, novela de
ciencia ficción, entre otros) y a brillar en la centralidad de
ensayo alternativo sobre la creación de Frankenstein,
de
Mary Shelley. Ese es el gran punto y el gran valor de Bravura,
lo que la convierte en una novela imprescindible para los fanáticos
de la novela romántica y gótica, y muy especialmente de personajes
tan pintorescos y atractivos como Lord Byron, Mary Shelley y
Polidori.
Los
seguidores de Carrère experimentan, sin embargo, sensaciones
agridulces. Si bien encuentran, más incluso que en El
bigote,
la insinuación de varios recursos y manejos de estilo que aparecen
en sus grandes obras, las imperfecciones dejan un gusto amargo. Tal
vez no haya que dejarse llevar por los excesos del marketing
editorial, sino permitirse disfrutarla como lo que es: una versión
alternativa y posmoderna de Frankenstein,
con la pluma juvenil de un autor mayor.
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