El
primer cuento de los cinco que reúne el joven escritor Agustín
Acevedo Kanopa en Historias
de nuestros perros, ocupa
casi la mitad de las páginas del libro.
Después de su lectura, que es altamente disfrutable, el lector se
descubre atrapado por una densidad propia de los buenos relatos
largos, esos que no son estrictamente cuentos ni tampoco nouvelles.
Intuye, el lector, que debe tomar aliento para continuar con las
otras cuatro historias que completan el volumen.
Se llama, por más datos, "Todos los pájaros". El
viaje del jugador ensimismado y con evidentes signos de fobia social
que protagoniza y narra el cuento, es muy
intenso y por momentos sofocante. La sutil perturbación de las
visiones acerca de pájaros que habitan en varias de las personas que
conoce, en un borde de discurso alucinatorio, provoca que el lector
sienta un poco de ansiedad respecto a la relación de esos
pájaros-humanos con los perros que se anuncian desde el título.
Pero, como todo en la vida, no hay que apurarse, sobre todo porque
Acevedo Kanopa parece tener muy claro que parte de lo realmente
importante, en literatura, se juega en el territorio de lo no dicho.
"Todos
los pájaros" es un relato fragmentado, largo, que recorre la
vida de un hombre exitoso en los negocios y su relación con el
juego, con el arte de manipular, con lo que le va sucediendo
cronológicamente, mientras se contemplan otras cosas de atrás en el
tiempo, pero que se muestran más que presentes como instantáneas de
época, de relaciones, de una vida cotidiana áspera e
insatisfactoria. Las idas y vueltas en el tiempo se juegan en un
límite borroso entre lo real y en ciertas adaptaciones más o menos
funcionales al discurso pretendidamente realista del
protagonista-narrador. Como la vida misma, se muestra una sucesión
de fotos que no explican nada pero que lo dicen todo.
Hay
algo que también deja pensando al lector, más allá de la propia
historia y del asunto no visible con los perros, y tiene que ver con
la cercanía de lo que se cuenta y de cierta mirada crítica
sociopolítica, porque a pesar de la extensión larga para cuento y
breve para novela, Acevedo Kanopa acaso esté mostrando en "Todos
los pájaros" un bosquejo de una posible "gran novela
uruguaya" que aún no ha sido escrita y que -como pocos
escritores contemporáneos- parece tener las condiciones de
observación, mirada y talento para hacerlo. Ya lo había insinuado
en "Eucaliptus", el cuento que abría su anterior volumen
de relatos, pero esta vez va más lejos, porque "Todos los
pájaros" se vale del discurso fragmentado no solo para
explorar una mirada y las cavilaciones interiores de un personaje,
también para desarrollarlo a través de los años y en paralelo a
los devenires de su familia y del país.
"Siempre me
interesaron las novelas totales, el estilo de "la gran novela
americana", o las que resumen una década", explica Acevedo
Kanopa, y menciona al pasar dos ejemplos uruguayos que recomienda con
fervor: Con las primeras luces, de Martínez Moreno y Adiós
Diomedes, de Delgado. "Se me ocurrió que podía ser
interesante hacer una historia sobre un período demasiado reciente,
una especie de contra-relato del Uruguay del "nuevo uruguayo",
del "tiempo en que fuimos ricos". El cuento "Todos los
pájaros" se terminó de escribir en 2014... Quería ser el
primero que escribiese sobre esa época, de la crisis del 2002 hasta
la bonanza económica, cuando aún el cuerpo estuviese tibio".
¿Cuál fue el
disparador de la escritura de "Todos los pájaros"?
Lo primero que me movió
a escribirlo fueron ciertas experiencias internas relativas al
chateo. Era el 2011, o el 2012, y el chat se me había convertido en
un hábito que me consumía bastante tiempo del día. Empecé a
descubrir que el chat no sólo era un intercambio comunicativo, sino
una técnica, una que podía ser controlada, pero que guardaba el
riesgo de también ser controlado... Quizás pasaba lo mismo en las
charlas reales, pero en el chat, por esa virtud de ser registrado,
pude ir descubriendo que mientras se escribe, se abren posibilidades
o terrenos posibles, como si uno pudiera ver las diferentes
ramificaciones de un sí o un no, o los diferentes tonos que se
pueden manejar para llegar adonde se quiere. Aprendí, por ejemplo, a
saber distinguir en qué conversaciones conviene generar respuestas
de “sí” o “no”, o cómo generar malentendidos a propósito,
como una especie de extraña forma de meter ideas en la cabeza de
otros. En todo eso, está el tema de los pájaros y las metáforas,
metáforas que yo mismo en algunos momentos sentí como demasiado
reales.
O sea que esos
mecanismos que descubriste en el chateo son similares a los que
utiliza el protagonista del cuento...
Sí. Lo que terminó
quedando de todo eso fue que en un momento pensé lo enloquecedor que
era manejar todas esas variables de sociabilidad, como si fueran
ramificaciones completamente controlables, y se me ocurrió la
historia de un personaje que manejara a la perfección el terreno de
la comunicación, pero que esa misma perfección lo alejara de
cualquier vínculo humano real.
Decidiste colocar al protagonista en plena crisis del 2002,
replegado de los negocios y de toda vida familiar y social,
dedicándose en las sombras a la especulación inmobiliaria y
financiera...
Tratar
de pensar qué hubiera hecho un hombre de negocios, en los años de
la crisis, para llegar a lugares altos fue un ejercicio entretenido,
porque implicaba rastrear año por año y ver el progresivo
crecimiento de ciertos actores políticos, personajes públicos y
tipos que se fueron haciendo ricos. Leí un montón de entrevistas,
consulté a amigos vinculados a la macroeconomía y me basé bastante
en algunas notas sobre Ruben Azar, del grupo RAS. También entrevisté
a jugadores de póker, que también de casualidad eran burreros, cosa
que me permitió matar dos pájaros de un tiro.
¿Cuánta
es la importancia de abordar, desde la literatura, lo que pasó en
Uruguay en esos años?
Mirá,
me pasó que al acercarme a los treinta, y empezar a atender -en mi
profesión de psicólogo- a pacientes adolescentes que nacieron en
esos años, empecé a darme cuenta de que había pasado el
tiempo, y que de alguna manera yo había sido parte de momentos
históricos. Esto parece medio tonto, pero generó en mí un impacto
bastante extraño. Ser parte de un grupo de gente que cuando le
preguntás dónde estabas cuando cayeron las torres en Nueva York, o
dónde viste Crónica cuando estaban saqueando en Argentina aquel
supermercado de un coreano que lloraba en cámara, o qué hiciste la
noche que asumió por primera vez el Frente Amplio?, te puede dar una
respuesta directa, con lujo de detalles.
¿Y dónde estabas
vos?
Cuando
cayeron las Torres Gemelas estaba en clase de astronomía. Un amigo
mío que se había rateado, entró en la clase a través del ventanal
y diciendo “se está prendiendo fuego el World Trade Center”.
Salió corriendo y yo le entré a perseguir sin tener ni idea por qué
ni hacia dónde y entonces vi que subía las escaleras saltando
escalones de tres en tres. Cuando llegamos a la parte más alta del
liceo, al lado de la biblioteca, se puso de puntillas, achinando los
ojos, tratando ver en lontananza. Ahí me di cuenta de que estaba
tratando de ver el humo del World Trade Center de Montevideo, no el
de Nueva York. Me acuerdo que bajamos medio decepcionados y cuando
volvimos a la clase no había nadie, estaban todos en la sala de
audiovisuales viendo los informes de la CNN... Todo aquello fue un
año antes de que empezara a tomarme más serio el hecho de escribir
y un año antes de la crisis del 2002, que la viví de una manera
extrañísima, porque aquel año fue curiosamente el final de una
crisis económica familiar, a contrapelo del resto de Uruguay.
¿Pensás que la
experiencia de haber vivido una época es imprescindible para
escribir sobre ella?
Más allá de que si
uno no lo vivió nunca va a estar cien por ciento seguro de tirar una
impresición, me interesa escribir historias verosímiles, casi como
si fueren el lado b de algo que pasó. Durante gran parte de mi vida
me interesó la ficción, pero a medida que escribía me interesaba
esa verosimilitud, porque creo que mentir y escribir son dos cosas
que en mi vida han ido de la mano, y ninguna de las dos funciona bien
en la medida en que lo contado no es creíble. Para eso creo que
también hay una influencia innegable de David Foster Wallace, que te
presenta universos cerrados en los que aunque la premisa sea
completamente absurda, la forma en que la información es presentada
es tan infaliblemente precisa que te termina engañando y haciéndote
creer que aquello realmente sucedió.
En los cuentos de
Eucaliptus y en los de
Historias de nuestros perros se
percibe esa sensación, ese borde de lo real que manejás tus
relatos.
Más allá de todo
esto, en la medida de lo que he escrito hasta ahora, siempre tengo
claro lo que dice Fellini, de que “la felicidad consiste en decir
la verdad sin lastimar a nadie”. Creo que la solución que le
encontré a esa paradoja es que la mejor forma de esconder una
mentira es entre dos verdades y la mejor forma de esconder una verdad
es entre dos mentiras.
Al principio de la
charla mencionabas entre tus referencias una novela de Martínez
Moreno... Es que Martínez Moreno es el escritor con mejor ritmo
que haya leído en Uruguay, pero más que nada me parece que, un poco
siguiendo con esto de escribir sobre un período histórico que está
siendo en ese preciso momento, desde que leí Tierra en la boca
me pareció que Martínez Moreno hacía radiografías de lo que
estaba sucediendo antes que cualquier otro. Sus novelas tienen algo
de novela total y a la vez algo bien anclado en su tiempo que es
prácticamente irrastreable en otros escritores. Creo que Martínez
Moreno está en un punto invisibilizado por este libro, que para mí
es un libro sobre la incomunicación en tiempos de locura política,
y en eso le pega tanto a los milicos como a los tupamaros, pero me
parece que la izquierda la tomó como una suerte de traición. Eso me
parece una barbaridad... No conozco mucha gente de mi generación que
lo reivindique; entonces recomendarlo y citarlo me parece casi una
responsabilidad.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 09/2016))
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