‘Copenhague’
del británico Michael Frayn y ‘Agatha’ de Marguerite Duras -piezas teatrales
dirigidas por Jorge Denevi y Nelly Goitiño, en cartel en el Stella y el
Alianza- admiten una lectura paralela en torno a la memoria como disparadora
del presente. Además, ambas implican planteos escénicos minimalistas y
cuidadosamente ambigüos que dejan abierta una terrible incertidumbre sobre
hechos pasados.
Una
posible lectura de la novela Generación X de Douglas Coupland
-desencantado retrato de la juventud posgrunge norteamericana escrito a
principios de los ‘90- tiene que ver con la estructuración de un presente
negado como territorio de la acción. Coupland delineó sutilmente a sus
personajes, todos ellos hedonistas pasivos, marginales de una sociedad sin
utopías inmediatas. El relato funde conversaciones sobre lo que sucedió, en
definitiva versiones de historias aterradoramente más atractivas que el
aburrimiento del presente. Historias recientes o lejanas que Coupland entrelaza
con ingenio y agudeza narrativa.
No es
acertado comparar las intencionalidades de Michael Frayn y Marguerite Duras con
el realismo alucinado y casi frívolo del novelista estadounidense, pero sí
puede tomarse como un buen ejemplo del extremo de una estructura dramática en
la que los personajes debaten asuntos sin resolver en el pasado, acentuando la
sensación de un presente clausurado. El ejercicio de la memoria en Copenhague
y Agatha es sencillamente un ajuste de cuentas que expone viejas
culpas pero que no desvía la línea del destino. Abre heridas y radicaliza los
viejos sentimientos, las viejas pasiones. El presente es simplemente el
escenario, un tiempo apenas especular, el motor para el debate dramático.
Coupland se emparenta más con Fukuyama y su teoría del “fin de la historia”,
percepción anulada por los atentados en Nueva York y en un plano más cercano
por el estallido social en Argentina. El presente dejó de ser aburrido, sin
precisar cuál adjetivo se adapte más a un tiempo sí definible como de
incertidumbre, pero nunca cerrado. Más que nunca es necesario y socialmente
saludable apelar al ejercicio de la memoria. Es la que en definitiva dictamina
el porqué se llega a determinadas situaciones.
Duras:
la memoria como afirmación
Agatha y
su hermano -únicos personajes de Agatha de Marguerite Duras,
interpretados por Roxana Blanco y Claudio Castro- se reencuentran para revivir
el amor incestuoso que compartieron años atrás. Revivir en la memoria, en
juegos escénicos que la directora Nelly Goitiño acentúa al remarcar la frialdad
y la espesura poética de Duras en un presente de actores-parlantes que casi no
se miran a los ojos, con la inocencia y el alivio de los cuerpos al ingresar en
el terreno deseado de la memoria.
En una efectiva y sugerente escena, ambos actores utilizan
un largo espejo de pie y una luz lateral para improvisar un subeybaja de
deseos y confesiones íntimas que culmina en la proyección del hermano
desnudando a la hermana en el reflejo de la pared. Pero los actores no se
tocan. El hermano insiste; quiere cambiar la historia. Agatha sabe que ella
maneja los hilos; ella se fue y siempre se irá. “Vuelvo para decirte adiós,
pero no para el olvido”, dice ella. Discuten, le dan vueltas obsesivas al
asunto sin solución, clausurado porque más allá del deseo Agatha sabe con
certeza que es imposible. A medida que transcurre la obra el presente
desaparece para que actores y espectadores armen el puzzle de la historia. La
versión de ella y la de él. Las sensaciones de ella y las de él. Versiones y
sensaciones encontradas y desencontradas. Percepciones siempre ambigüas. Ella
sabiendo que él la espera en la arena. Él sabiendo que ella saldrá del mar
cuando él lo desee. Los dos sabiendo que el amor imposible les pertenece, pero
que los deja sin salida. Están juntos por última vez: Agatha desea afirmar,
confirmar, tanto el amor como su decisión de alejarse para siempre de su hermano
y de la utopía del amor perfecto. Fin de la historia. Caso cerrado.
Hay
varios momentos muy bien logrados en la puesta en escena, Blanco y Castro
actúan correctamente sus personajes, pero sobre todo debe destacarse la mínima
y efectiva escenografía de Fidel Sclavo y la ambientación sonora de Sylvia
Meyer (deliciosa su breve interpretación de un fragmento de ... de
Darnauchans). Impecable el texto de Duras, aunque en la adaptación podría
haberse limado un por momentos exagerado tono poético de la autora francesa que
hace decaer el ritmo teatral.
Frayn: destinos implacablesUna y otra vez los personajes de Copenhague se rasgan las vestiduras, le dan vueltas a las posibles versiones de lo que en realidad pasó en esa ciudad, una tarde de setiembre de 1941, cuando el físico alemán Werner Heisenberg visitó a su maestro, el también físico Niels Bohr. En el texto del británico Michael Frayn, correctamente dirigido por Jorge Denevi, la noción de presente es la del transcurso de la obra, para que los actores ingresen en alucinados viajes a la memoria. Humberto de Vargas compone de manera notable a Heisenberg, Júver Salcedo interpreta a Bohr y Mary Da Cunha encarna al personaje de la esposa del físico danés.Lo único concreto es que el encuentro sucedió (como así también sucedió en la biografía personal de Marguerite Duras el incesto con su hermano mayor), y que lo que escapa a toda posible ambigüedad es la significación histórica de uno de los grandes momentos del siglo XX: el lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945. O sea, Bohr después de 1941 se exilia en Estados Unidos perseguido por los nazis y trabaja en el entorno cercano a la fabricación de la bomba (hecho que Heisenberg varias veces argumenta en la pieza teatral). Más allá de las circunstancias históricas, ambos físicos tenían y no tenían certezas esa tarde de 1941 en Copenhague, en la que discutieron acaloradamente y jamás quedó en claro de qué hablaron. ¿Sobre laberintos físicos? ¿Sobre ética? ¿Incurrieron en espionaje científico? Nada es definitivo, lo que es utilizado por el dramaturgo Frayn para estructurar la obra en base a secuencias que se repiten y cambian sus desarrollos posteriores. Memoria en abanico, abierta. Una y otra vez entra Heisenberg a la casa de los Bohr; una y otra vez salen a caminar para evitar ser espiados por la policía secreta. Una y otra vez discuten y revelan episodios anteriores, cuando juntos colaboraban en la Alemania de entreguerra, cuando Frayn culminó la Teoría de la Incertidumbre que le valiera el Nóbel.
La puesta en escena de Denevi, absolutamente mínima y despojada de toda escenografía, apela a movimientos geométricos de los actores, a diferentes ritmos interpretativos, a milimétricos e imperceptibles cambios en los gestos y en los cuerpos que van haciendo palpable la incertidumbre de los hechos y recuerdos. Todo es ambigüo en Copenhague, y las heridas quedan abiertas entre esos dos grandes hombres de ciencia que quedan enfrentados por lo absurdo de la política y presos de sus obsesiones científicas. Mención aparte merece la actuación de Humberto de Vargas, sencillamente implacable en su papel de físico colaborador de los nazis, más preocupado por la ética que por el desastre de la guerra. Más preocupado por recuperar la amistad por Bohr sin entender el papel que jugaba en Copenhague en 1941. Seguramente ni él lo supiera, ni tampoco su colega danés. Por ello, esa interpretación del actor sobresale por la exacta sobriedad –casi rayando la locura- en ese imperceptible nudo de la corbata levemente desprendido y el cabello apenas despeinado.
Al igual que los desencantados y nihilistas grunges de Douglas Coupland, los personajes de estas dos obras teatrales no juzgan el pasado, intentan sí buscar en él las claves que les permitan comprender lo que es incomprensible en el presente. Agatha desea reafirmar esa sensación de deseo imposible en la obra de Duras, mientras que Heisenberg y Bohr analizan y dejan abiertas todas las posibilidades que lleven al espectador a comprender sus acciones y sus responsabilidades éticas como científicos en tiempos de guerra.
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