Amélie Nothomb va a una fiesta de
disfraces en París. El disfraz que elige, de Amélie Nothomb,
facilita que la hagan confidente de un misterio: el de dos jugadores
de póquer que no se hablan y no se miran. Lo percibe. Pregunta.
Alguien -suponemos que un belga- le cuenta la historia. La
transcribe. Es lo que leemos, la carne de la nouvelle Matar al padre,
la historia de dos magos, el maestro Norman Terence y su discípulo
Joe Whip, enemistados desde que algo muy oscuro los hizo perder una
relación marcada a fuego por la aspereza del aprendizaje y por los
roles “padre” e “hijo”.
Hay otros dos personajes relevantes: la
malabarista Cristina, que oficia de “madre” y eventualmente
“amante”, y un belga -otro más, además del relator y de
Nothomb- que es el manipulador de la historia, el que mueve los hilos
mejor que el más talentoso de los titiriteros (¿escritores?).
Poco antes de que la fiesta de
disfraces termine, Amélie Nothomb se enfrenta a Norman, al personaje, a
uno de los mejores magos de todos los tiempos. Tiene una conversación
ríspida con él. No es fácil. Trata de saber algo más. No lo
consigue. No obtiene más respuestas que la cartografía de una
obsesión. El misterio, posiblemente, se hace mayor. La nouvelle
termina, ya no hay más palabras.
Y es ahí, como en todas las buenas
novelas (y por cierto, Amélie Nothomb suma una buena cantidad), que
sucede lo que debe suceder: el lector es el que comienza a completar
los agujeros, a encajar las piezas no dichas, a querer un poco más a
esos personajes que mostraron su lado oscuro, especialmente Norman y
Joe.
Lo no dicho no está en las trampas, ni
en los secretos de la magia, está en el otro vértice del triángulo,
en la paciente Christina, a quien podemos imaginar regresando, año
tras año, a la inquietante semana hippie de Burning Man, en el
desierto del estado de Nevada.
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