Aquellos escritores testimoniales que, como el húngaro Imre Kertész, le han otorgado a los campos de exterminio nazis la categoría de mito, de trágico nudo
central del siglo pasado, suelen partir del “Dios ha muerto”
de Nietzche para comunicar en sus relatos una certeza terrible: nada humano es ajeno
a lo que sucedió en los campos. En todo caso, es
casi inútil utilizar el pretérito para una historia que
siguió y sigue abierta, en diferentes grados, en el mismo corazón
de Europa, en los campos de Gaza o yendo algunos años atrás en las
dictaduras militares de América Latina, por ejemplificar hechos bien
cercanos. Pero no se trata simplemente de los campos en su sentido
literal, sino también en un plano metafórico: Kertész define ese
“sin destino” humano al hecho de que a partir del nazismo puede
comprobarse la capacidad de dominación total del individuo por
parte de un estado totalitario.
Es
por ello –y por diversas otras razones peculiares a su identidad
centroeuropea- que Kertész suele pararse en un lugar incómodo
frente a lo políticamente correcto, como lo son expresiones
culturales y políticas que tienen un posible paradigma popular en la
película La lista de Schlinder de Spielberg o La vida es bella de Benigni. Nadie está
libre de pecado respecto a Auschwitz o Birkenau, constata Kertész. Nadie. Ni
siquiera quienes fueron -en definitiva- las víctimas. Dice Kertész en
uno de sus ensayos: “Considero kitsch cualquier descripción
que no implique las amplias consecuencias éticas de Auschwitz y
según la cual el ser humano –y con él, el ideal de lo humano-
pueda salir intacto de Auschwitz... Además, considero también
kitsch degradar Auschwitz a un simple asunto entre alemanes y
judíos, o sea, a algo así como una incompatibilidad fatal entre dos
colectivos”.
En libros del autor como Yo, otro (novela) y Un
instante de silencio en el paredón (selección de conferencias)
el tema central pasa a ser el de la identidad, el de la construcción
de un yo en un sentido casi kafkiano, bajo el extrañamiento de la
libertad, ya fuera sobreviviendo al nazismo como en las
décadas que el autor vivió bajo la égida cultural y policial del socialismo real. De lo mismo, y mucho más, limitado eso sí al territorio nada mítico de los "campos", trata Sin destino, el gran libro de
Kertész, celebrado como “una de las mejores novelas del siglo veinte”, el que a la postre lo consagra con el Nóbel de Literatura 2002.
Antes que nada, Sin destino es un gran libro. Una lección de cómo
narrar lo inenarrable. Escribir
desde un adolescente en los campos nazis, que implica para Kertész
el difícil buceo en su propia memoria en Auschwitz,
Zeitz y Buchenwald, lo lleva lejos de la simple catarsis. Sin
destino es una enumeración de vejaciones propias o
ajenas, que bien podría serlo aunque ese más que necesario “libro”
ya fue escrito una y mil veces. Sin destino es una crónica,
fría y en ocasiones cínica -como el célebre comic Maus de
Art Spielgemann que ganara el Pulitzer- de un simple muchachito que
debe adaptarse a una sociedad donde la única meta es el desafío de
la supervivencia, aún en la constatación de la decadencia continua,
de la antesala de la muerte. No hay nada heroico. Como en la vida
real.
La
novela transcurre desde los días en Budapest, en 1944, tiempo de
trabajos forzados en una fábrica y la despedida de su padre a un
campo, pasa luego por los destinos ya nombrados en territorio alemán,
y culmina –un año después- narrando el regreso a Budapest, la misma
ciudad que lo “entregó” a los nazis. Hay una escena que falta, o
tal vez no porque el personaje es un personaje y no se trata
precisamente de una autobiografía. Es un momento que Kertész cuenta
en la novela Yo, otro, cuando un oficial norteamericano le
pregunta cuál quiere que sea su destino al salir de Buchenwald. Él
elige Budapest, percibiendo que no estaba capacitado para elección
alguna. Elige su ciudad para saber de su familia, pero con la
sensación de hallarse “sin destino”, sin país, sin
nacionalidad. Desposeído. Y cuando a los días un periodista húngaro
le pregunta qué siente de volver a casa, el adolescente Kertész le
contesta, de manera tajante: “Odio”.
Imre
Kertész recibió el Nobel de Literatura en 2002, a más de
cincuenta años del fin de la Segunda Guerra, en un tiempo de debate abierto sobre el holocausto que se refleja en centenares de
libros y publicaciones, demandas de compensaciones para las víctimas,
etcétera. Además de Sin destino, vale la pena refrescar la
novela La especie humana de Robert Antelme, que se erigió
desde su primera edición en 1957 como un material de estudio gracias a la minuciosa descripción de la sociedad de los
campos de concentración.
En
la revisión que debe hacerse sobre el holocausto, Kertész es claro
y vuelve una y otra vez sobre el carácter de mito. “En el siglo
XIX no había posibilidades de dominar totalmente al hombre, y hoy,
sin embargo, los medios para hacerlo están disponibles. Y son las
dictaduras y Auschwitz las que generaron en el siglo XX las dinámicas
para que esta total dominación del hombre, de sus conceptos,
informaciones, conductas y formas de pensar se haya hecho posible”.
En esencia, una trágica trampa de la propia especie humana.
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