autoficciones musicales de christina, brett y caitlin

Cuándo y dónde sucede la creación de una canción? Es improbable certificar un tiempo y lugar exactos, porque estos dependen de quién relate la historia: si es el autor de la melodía, o incluso el arreglo, o la forma final que adquirió en un estudio de grabación; o si nos referimos a la primera vez que un oyente la hizo parte de su vida. Como no he escrito ninguna canción, y pertenezco al numeroso ejército de melómanos que son capaces de escribir un libro a partir de las sensaciones emocionales generadas por un chicle sonoro pegadizo de tres minutos, considero 'mágico' el momento de la composición. Aunque no lo sea. Por eso soy capaz de rendirme y dejarme seducir por historias o relatos que se aproximan al misterio.

La española Christina Rosenvinge, a quien considero una de las más exquisitas compositoras contemporáneas, acaba de publicar un libro en el que intenta aproximarse a la creación de sus canciones. Arma y desarrolla una segunda y potente obra, en la que maneja con habilidad la escritura del yo. Construye un libro en el que realiza suficientes y constantes desvíos de la esquiva idea original de "contar sobre sus canciones". Se aleja de explicaciones técnicas. Se aleja de explicaciones creativas. Se aleja en definitiva de todo tipo de explicaciones. Ella sabe, o lo intuye, que estará más cerca de la verdad si se deja llevar por lo cotidiano y la memoria de asuntos contextuales que se acerquen, sigilosamente, al cuándo y al dónde. De la primera cancion que compuso (una tonadilla pop llamada "Tu por mí"), Christina escribe diez páginas de fina prosa realista para contar la historia de una amiga que se fue con un yonqui y que con otros amigos deciden secuestrarla de una pensión de mala muerte a pocas cuadras de la madrileña Puerta del Sol. Es el primero de varios relatos que van acompañando la discografía de la cantautora. Es el primer episodio de una novela abierta con una protagonista decidida a hacer un viaje emocional introspectivo.

En el caso de Christina Rosenvinge con su libro Debut, y también en el de Brett Anderson con Mañanas negras como el carbón (el primero de una serie de libros autobiográficos del cantante de la banda británica Suede), ocurre una magia similar: ambos libros se pueden leer sin haber escuchado sus respectivas músicas. Eso posiblemente suceda después, pero tampoco es imprescindible conocer y gustar de sus canciones para disfrutar de estos muy buenos proyectos literarios. Brett es otro maestro en el arte del desvío. Escribe un libro entero sin contar prácticamente nada de la historia conocida (y mucho menos la oficial) de Suede. Apenas hace algunas referencias a algunas de sus primeras canciones. Desarrolla en todo caso un viaje introspectivo a la infancia y adolescencia, a la periferia de Londres, al no future propio y de sus amigos cercanos, al pequeño infierno doméstico de su casa y entorno familiar. Lo que consigue es pintar en palabras la carga emocional y física del primer Suede. Y se mete en una ciudad de Londres muy poco glamorosa, la misma que recibe, en esos mismos años, a una adolescente llamada Johanna, que en todo caso es un personaje de ficción, o no, pero esa es otra historia que corre en paralelo a la de Brett, y también a la de Justine, porque de hecho en la novela que Johanna es protagonista tiene un papel decisivo una banda riot, de chicas, ni más ni menos que la gran banda de chicas del brit pop noventero, que fue Elastica, liderada por Justine, primera novia de Brett, y uno se entera en las páginas de Mañanas negras como el carbón que el glam de Suede y la ira de Elastica derivan por igual de este tormentoso fracaso amoroso de la pareja.

¿De dónde salen las canciones? Difícil saberlo. Porque una canción, en definitiva, no deja de ser una construcción escurridiza balanceándose en una combinación única de sonidos y palabras. Y esto lo tienen más que claro Christina Rosenvinge, Brett Anderson, y muy especialmente Caitlin Moran, autora de Como ser famosa, una novela imprescindible para meterse en el maravilloso mundo del brit pop pero desde un lugar un tanto más incómodo y menos heroico: una periodista provinciana, recién salida de la adolescencia, que llega a Londres y tiene varios fracasos amorosos, que aprende a los golpes y se construye groupie y feminista, que desde la escritura de artículos musicales y crónicas reescribe a su manera las canciones que ama y también las que detesta. Es una novela que debe leerse en paralelo a autoficción la de Brett Anderson y se vislumbrará un brit pop desangelado y que no sale de las escuelas de arte de la clase alta sino de las periferias y el postpunk. Es además, y no es menos importante, la cara b de la melomanía masculina al estilo Nick Hornby. Tres muy buenas lecturas, y muy buenas bandas sonoras posteriores. 

Publicada originalmente en La Diaria

ciertas batallas culturales


Apenas terminé de leer (devorar es el verbo adecuado), la novela “Antártida y sus galaxias”, volví a una lectura que en principio no tiene nada que ver, me refiero a la novela “Píldora roja”, del londinense Hari Kunzru, y digo en principio, aunque soy de los que creen que todo se relaciona y que cuando se habla del algoritmo -uff, el algoritmo, esa letanía aburrida de los usuarios alienados de aplicaciones y buscadores posgoogle- no es ni más ni menos la historia de siempre, porque sepan que todo se relacionó siempre: partículas, estados, mentes, colisiones sensoriales y batallas culturales, sí, dije batallas culturales, aunque no sean exactamente las que ahora quieren poner de moda los bots de ultraderecha.

Si en la novela de Recoba se llega a un momento de clímax bolañesco (por Roberto Bolaño), o airano (por César Aira), fabuladores ambos que nunca temieron a perderse en la verosimilitud y ofician de influencia lisérgica de Recoba, ese momento ocurre cuando el autor newparisino (me permito esta nomenclatura estramilesca) describe cómo la guerra fría se jugó en escenarios heterodoxos, uno de ellos la escena musical futurista de los primeros años 80, el llamado synth-pop, y que hubo músicos del bien (entre ellos los Modern Talking) y músicos del mal (el principal parece haber sido Gary Numan), y que por allí estuvo como doble espía una uruguaya fanática de Alaska (de nombre Antártida, porque viene del hemisferio sur, de oscuros barrios montevideanos) que dejó una serie de rastros escritos sobre una peripecia demencial en la que logró descubrir una buena cantidad de secretos del maravilloso mundo del pop y del arte contemporáneo. No quiero contar más que eso, que la deriva de Antártida es uno de los centros gravitacionales de una novela altamente disfrutable, adictiva, que puede y debe leerse como un ensayo fuera de control sobre el pop y las batallas culturales (otra vez ese concepto).

En la novela de Kunzru, en “Píldora roja”, sucede una historia paralela a la de Antártida, cuando se cuenta sobre Monika, una chica punk que forma una banda de chicas en Berlín Oriental y se ve enredada entre agentes secretos del este y el oeste que se disputan el control de la movida musical. Ambas novelas se mueven en terreno especulativo, lo hacen muy bien, y llegan a similares escenarios, y no es el algoritmo, es la vida misma, por lo que no necesito corroborar que sus autores se hayan leído o no entre sí. De hecho, no lo hicieron. Ahí voy con lo de no asustarse con los algoritmos y con lo de batallas culturales que permiten entender que algunas obras de ficción, como estas, son claves en la disputa de relatos hegemónicos. Pero esas disputas no se dan solamente en el terreno de la ficción.

Vuelvo a Recoba. Entre sus antecedentes están las novelas “Locaspasiones(2019) y “El cielo visible” (2023). Es relevante el dato de que “Antártida y sus galaxias” (2025), si bien es la última en publicarse, fue escrita temporalmente entre las otras dos. Y puede constatarse que “Antártida y sus galaxias” tiene el desparpajo de “Locas pasiones” mezclado con varias dosis de incorrección política-cultural que tienen un antecedente de no ficción, si tomamos en cuenta que Recoba eligió al disco “Sobredosis” de Karibe con K para meter tropical y autobiografía barrial en la colección Discos de Estuario. Recoba se metió en los márgenes de la música uruguaya, en la zona poco prestigiosa, turbia, desplazada por la intelligentzia, porque tiene claro que en la disidencia está el lugar correcto para moverse en esto de las batallas culturales.

No es el único caso en la literatura uruguaya reciente en que se mezcla los bordes de la música popular. Lalo Barrubia, que pudo haber sido prima o amiga de Antártida, publicó “Ferrocarriles”, un libro dedicado a los arrebatos pop de Jorge Galemire, por cierto fallidos, o mejor dicho no bien apreciados por la crítica. En su libro, también newparisino, más exactamente del lejano oeste montevideano, se respira contracultura y todo eso que no aparece en la historia oficial (en el caso montevideano, saturada de relatos del rock posdictadura de aires punk). Hay que leer a Lalo, en su versión “libro sobre disco”, y también en la contracara de ficción: me refiero a la novela “Rompe la quietud”, protagonizada por un percusionista cercano a Galemire que está enamorado de una chica que en definitiva es la voz literaria de “Ferrocarriles”.

Otro caso de escritor que se dedica a esta tipología de batalla cultural y se suma a Recoba y Barrubia es José Arenas. Por lo menos tiene dos libros publicados en ese sentido: uno sobre Gustavo Nocetti en Pez en el Hielo en el que recupera la épica del último gran tanguero montevideano (otra figura marginal y despreciada en los 80), y otro sobre un disco Laura Canoura, el libro “Pasajeros permanentes”, en el que desarrolla un juego de ficción sobresaliente para homenajear y visibilizar no solamente la obra de Canoura sino el mapa de las mujeres músicas que se abrieron paso en una escena de cantopopu y rock ochentero que solo les daba lugar como coristas, fans, o si no les gustaba no les quedaba otra que emigrar, como le pasó a Antártida, y vuelvo con esto a Recoba y su última novela, porque además de jugarse en los márgenes del territorio europeo (el norte cultural), en definitiva tiene su otro centro gravitacional en las dificultades de la escena musical montevideana que Antártida transita entre guerras de grupos de parodistas, bandas de rock ultra precarias y un par de descacharrantes historias con Cacho de la Cruz y otras estrellas locales.

Las conexiones de los libros de Recoba con los de Arenas y Barrubia son notorios, en la superficie musical sobre todo, pero los tres tienen en común una mirada crítica y clasista. Ninguno de los tres está narrando desde el centro montevideano ni desde sus barrios costeros. Lo que se narra tiene que ver con el barrio, con el barro, con un pop tercermundista que implica desmontar los relatos hegemónicos del rock y de la clase media bienpensante. Y con personajes que la están peleando, que no se conforman, que van a contramano pero lo hacen con dignidad, o simplemente con la desesperanza que los acompaña desde siempre. Así es Antártida (que nunca encontrará a su ídola Alaska). Así es también la chica que sigue su rastro hasta encontrarse con una verdad por cierto incómoda y de folletín barrial.

Reseña publicada originalmente en Le Monde Diplomatique, versión Uruguay, 06/2025

 

eclipse total de corazón



“Los cinco diablos” es el nombre de un club alpino que es el escenario central de una historia que se desmadra (y nunca tan bien utilizado el término), porque es la maternidad de Joanne la que explota en su insatisfacción y en una conexión con un pasado perturbador, el de una historia que terminó mal, muy mal, y nada puede ser peor que tratar de arreglar algo que termina mal. Lo que conocemos es el presente: una joven madre, su hija Vicky (con poderes acaso sobrenaturales, de un olfato extraordinario que le permite viajar en el tiempo), metida en un pueblo pequeño, más bien metida en ese club donde es una profesora de natación cuya única conducta atípica parece ser tirarse cada tarde a nadar en un lago helado hasta llegar al borde de la hipotermia. El padre es un bombero que apenas habla, que poco expresa, algo no funciona como debería en ese entorno hermoso de un pueblo brumoso en los alpes franceses. Todo se descontrola con el regreso de la hermana del padre, de la que se dice que vuelve de algo que no se sabe, soterrado, inquietante, algo que tiene que ver con salud mental, y que ante los espectadores vamos conociendo en los viajes temporales de Vicky, mientras vamos sabiendo de escenas de bullying escolar hacia Vicky y un rencor explícito de Joanne a Julia (la hermana del bombero). Todo explota en un karaoke infernal que funciona como punto de inflexión (hace muy poco se pudo disfrutar de otro tremendo karaoke en la notable “Aftersun”, otra película de alta melancolía y depresión de adultos jóvenes), y se empieza a saberlo todo. La historia se cierra en la visibilidad de un secreto atroz que tiene que ver con las irrupciones de Vicky en el pasado, percibido por visiones de Julia que hacen descarrilar un amor no aceptado en el pueblo entre Joanne y Julia en un accidental incendio que termina mal, muy mal, y se vuelve al presente ingobernable y dislocado. La película firmada por Léa Mysius juega en varios géneros, atravesada por una hipnótica dosis de fantasía sobrenatural, pero termina siendo un excelente drama familiar sobre identidades rotas. La directora tiene un plus en la actuación de Adele Exarchopoulos, una actriz extraordinaria que mantiene en este personaje el fuego apasionado que mostró en “La vida de Adele”.


una noche es una noche

Algo sucedió. Casi imperceptible. Es algo relativo al tiempo. Se disolvió el presente. Creímos que el siglo XXI había sido inaugurado por un atentado en setiembre de 2001. Que ese atentado, en el centro del mundo, nos había hecho recobrar el sentido y que lo que se había roto además de las Torres Gemelas era el axioma posmoderno del fin de la historia. Todo lo contrario. Se aceleró. Se dislocó. Atrás, muy atrás, quedaba la noción de postpunk como último episodio de una modernidad nihilista y suicida. En el mismo momento en que Ian Curtis de Joy Division acabó con su vida se clausuró la sensación de futuro, de nostalgia progresista. Desde hace mucho tiempo que no se puede avanzar. Porque adelante no hay otra cosa que un abismo. Tampoco se puede retroceder. Nos metimos en un tiempo denso, entre algoritmos y virus, con una única puerta de salida al laberinto: identidades virtuales, cuerpos cyborg, retromanía, todes al servicio de una inteligencia artificial que nos controla y nos maneja el deseo siempre insatisfecho. Es un tiempo hermoso. De perdedores hermosos. Vamos perdiendo la memoria. Seguimos perdiendo el sentido. Anestesiados. Poco a poco ha desaparecido la posibilidad de ficción. Las escrituras se tensan en una multitud de autoficciones que salen a buscar una verdad desesperada y encuentran hastío y desesperanza. Pantallas, streaming, redes sociales, toxicidad, basura, avatares, es casi imposible controlar cada una de las adicciones contemporáneas. Ahora, en este nuevo punto de inflexión, en esta nueva noche que inauguró el virus que vino de Wuhan, en este terrible comienzo de un siglo XXI, le toca el turno a la ciencia ficción. Este es posiblemente el último episodio de una multitud de relatos que se aproximaron a algo que se volvió denso y que se parece demasiado a una película de David Lynch con zombies que entregan el lenguaje a cambio del confort. Algo se atascó definitivamente en el tiempo. Algo sucedió. Casi imperceptible. Vuelvo en ocasiones a escuchar a Los Estómagos, porque forman parte de mi memoria, de mi identidad, porque son la mejor traducción de Joy Division, de una utopía postpunk a la uruguaya. Es casi inexplicable que ellos, y también sucede algo similar con Los Traidores, hayan construido un manojo de canciones que siguen estando en presente. Se los puede explicar mejor Mark Fischer, a quien le tocó escribir una serie de ensayos fascinantes sobre la sensación de presente dislocado en Joy Division y otras bandas synthpop. También se los puede explicar Carlos Marx. O David Bowie. En el agotamiento de la ficción no hay tampoco lugar para la no ficción. Es un estado cero. Ya no se habla de atentados ni de guerras. La noción de accidente se aproxima mejor a lo que estamos viviendo. No hay retorno. Hay virus. Aislados. Rotos. Dislocados. Hay neoliberalismo salvaje. Desbocado. Alguien escribe desde Roma, marzo de 2020. Una amiga que no veo desde hace mil años y que me advirtió del accidente unos días antes que la pesadilla comenzara en nuestra ciudad: “Cerraron parques, villas, cerraron los árboles, el pasto, y nos encerraron totalmente en casa, y yo me tomo de todo por tratar de estar tranquilita, pero no lo logro muy bien. Nunca fui tranquila. Y no mejoré. Detesto este confinamiento. Y estoy tan furiosa que no logro decirme “dale, lee, escribí, aprovechá, creá, pensá”. Nada de todo eso. Estoy más bien en la posición del toro cuando mira el trapo rojo. Pero el animal que hay en mí se está rebelando furiosamente, y el humano que hay en mí no logra tomar el control. Así que estoy en esta lucha. Me gustaría saber si la semana que viene mi super-yo logra controlar a esta bestia que me tiene loca. Siempre, en la cabeza, hay que tener un lugar donde escaparse. En la mía queda Montevideo. Ni bien logre matar al toro”. No le contesto que Montevideo, también, agoniza. Hasta hace algún tiempo conservaba rastros del siglo XX. Siguen estando. En la noche. Pero hay que animarse a meterse en la noche. Hay que animarse a apagar todo. Desconectarse. Y moverse entre los bordes, donde todavía queda algo de tiempo para pelear contra los algoritmos y las pastillas para dormir. El siglo XXI es un gran accidente fractal. Una fractura. Un virus al que hay que perderle el miedo y tratarlo con descaro. No habrá utopía, pero nos queda la disidencia, el antivirus postpunk y la capacidad de desmontar los discursos hegemónicos. No hay utopía pero nos queda la posibilidad de hackear a la ficción de la no ficción. Nos quedan los cuerpos lastimados de tantas batallas virtuales. Nos queda la noche. Porque una noche es una noche es una noche y ahora que se termina la página escrita en times new roman cuerpo 12 sin interlineado entiendo claramente que en la noche más oscura, como diría el Darno, si me voy me perderé. 

Texto escrito para la muestra colectiva virtual "En la noche", desarrollada por el Centro de Exposiciones Subte de Montevideo. Curaduría: Martín Cracium y Maru Vidal.

 

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