Algunos argentinos, o mejor dicho porteños, seres de alta autoestima que habitan la ciudad de Buenos Aires, tienen la sensata costumbre de viajar periódicamente a Montevideo con la consigna de desenchufarse. Les alcanza con cruzar el río de la Plata, en un barco construido en Tasmania que navega a cincuentaycinco nudos y tiene mil metros cuadrados de tiendas de artículos de lujo exentas de impuestos. Son, técnicamente, 135 minutos entre puerto y puerto.
Apenas llegan a la capital uruguaya, estos argentinos hacen lo mismo que puede hacer un madrileño -por ejemplo- si decide darse una escapada a Zaragoza: dejarse llevar por una buena siesta, callejear por un territorio definitivamente unplugged y prometerse que cuando regresen a la metrópolis rebajarán la intensidad de sus recorridos emocionales. Es un buen plan, sobre todo si se está a una distancia de 122 minutos, en tren rápido, con la simple meta de tomarse una selfie en la basílica del Pilar y no demorarse mucho tiempo más, ante el riesgo de quedar atascado en una dimensión zombie (1).
135 minutos, o 122. Poco importa la diferencia. Da lo mismo. Es más o menos el tiempo que suelen durar las mejores películas, las que terminan en el mar, y recuerdo varias de esas, ahora mismo, entre ellas Deprisa, deprisa, de Carlos Saura, y recuerdo un mediometraje uruguayo de los ochenta, de nombre Tahití, firmado por Pablo Dotta (2). Tal vez esa cinefilia, en blanco y negro y calles solitarias, derive de vivir en una ciudad recostada a un río al que le decimos mar. El río de la Plata. No se ve la otra orilla. No se ve Argentina. No queda claro si existe Argentina, si hay algo más al sur. Porque mirar hacia el sur, y solo ver mar, aturde un poco. Porque recorrer la Rambla montevideana, los veinte kilómetros de una costanera panorámica, se parece demasiado a circular un abismo, bellísimo pero también oscuro, si se piensa que en los años del fascismo, los años setenta, de las dictaduras militares de derecha y el siniestro Plan Cóndor, desde los aviones de la muerte lanzaban los cuerpos de los militantes de izquierda que no soportaban la tortura y que luego aparecían en las playas, cadáveres descompuestos por el agua barrosa del río de la Plata, y decían de ellos, en los periódicos y en los noticieros, que debían ser tripulantes de pesqueros asiáticos degollados en motines de ultramar.
Es por todo eso que amo y odio la Rambla, como le pasa a cualquiera con el mayor encanto de su ciudad, y a la hora de estar montado en una bicicleta, como hago algunas mañanas, elijo eludirla y recorrer Montevideo con rumbo al norte, atravesar la ciudad, salir desde la Rambla, sí, pero con la intención de alejarme del río, para luego pasar por barrios de clase media, clase media baja, más adelante zonas de fábricas abandonadas, basurales, blur, discontinuidad, frontera, y por fin el campo, el ansiado campo, como si fuera una postal de la campiña francesa en un camino lateral, ente pastizales, viñedos, cañadas, un paisaje bucólico, el sol de media mañana, la respiración pausada. Es ahí cuando empiezo a pensar en todo esto de los recorridos y de los ciento y pico de minutos que mide una posible película personal, hecha de fragmentos de memoria de caminos montevideanos, buscando en fronteras imperceptibles la evidencia de que la ciudad se vuelve campo, y al momento del regreso es el campo el que se vuelve ciudad, hasta bajar la leve pendiente que me lleva al mar, hasta mi casa a una cuadra de la Rambla.
Decido contactarme con Piscuajo. El dato de su actividad como viajero urbano me lo pasó un uruguayo que vive en Tasmania, que se fue a ese lugar al otro lado del mundo hace más de cuarenta años. Ricardo se vio obligado al exilio por problemas políticos y vivió luego una segunda vida pilotando helicópteros en la Antártida, hasta que poco tiempo antes de jubilarse y sobrevivir, emocionalmente, entre dos patrias, encontró una divertida manera de utilizar el tiempo libre: el ciclismo, los recorridos montado en bicicleta. Recorrió Europa varias veces, en plan bici-mochila-camping, y en los últimos años cumplió dos sueños del otro lado del Atlántico: una vuelta por el campo uruguayo (3) y el ansiado cruce de la cordillera de los Andes. "Llegué más alto montado en una bici que volando en helicóptero", me dijo una tarde, en un bar de Montevideo, y fue la misma tarde que me dio una tarjeta con el teléfono de Piscuajo. "Llamalo", me ordenó Ricardo. "Lo que está haciendo no tiene precio".
Piscuajo tiene un canal de Youtube con algunos miles de suscriptores y varios millones de visitas. Lo que hace es subir videos grabados con una cámara go-pro colocada en el espejo de la camioneta roja con la que se gana la vida haciendo fletes y traslados de todo tipo (4). Además de conducir, habla, cuenta sobre lo que ve, sobre sus sensaciones. Dialoga con los seguidores del canal. Lo llamo. Le propongo hacer un recorrido y grabarlo. Un recorrido que atraviese Montevideo de sur a norte, que nos lleve desde el Parque Rodó a las afueras, al campo, hasta las cercanías de la ciudad de La Paz. Acepta. Conversamos animadamente durante el trayecto (5). La pasamos muy bien.
Hay algo que fui a buscar en este viaje por mi ciudad. Hay algo que voy a buscar en todos los viajes y que ahora, al revisar la grabación de Piscuajo subida a Youtube, vuelve a perturbarme. Montevideo es mi ciudad y esa circunstancia es la que me impide escribir algo medianamente sensato sobre ella. Transité otras ciudades y muchas veces me he quedado pensando cuál es el límite exacto entre una ciudad y otra, o bien qué espacio-tiempo deriva entre dos ciudades, o cómo encontrar el camino más corto para salir de un territorio urbano. ¿Cuánto tiempo se demora en atravesar una frontera? ¿Quiénes pueden cruzar de un lado al otro? ¿A quiénes les está vedado el tránsito? ¿Tengo acceso? ¿Tienen ustedes acceso? ¿Por qué deberíamos tenerlo para llegar a la próxima ciudad?
Busco otro video en Youtube. Se llama "Calles de Newark". Es un breve paseo que hice con Nelcis, un montevideano que vivió treinta años en ese sitio, a pocos kilómetros de Manhattan. Nelcis está de vuelta en Montevideo. No conoce a Ricardo ni a Piscuajo, pero no tardaría en reconocerse en la aventura de cada uno de ellos, en sus recorridos. Reviviendo esa secuencia, conversando con Nelcis una tarde del año 2009, desapegado de sitios y territorios conocidos, perdido en carreteras sin número y con la percepción de que entre dos ciudades siempre hay una ciudad, axioma de la geometría urbana contemporánea, comprendí la razón más íntima del viaje: la ciudad siempre es la misma. Y también entendí que la ciudad, tal como la entendemos, ha dejado de existir. El paisaje urbano se ha vuelto fractal, posmoderno, construido en territorios sin pasado, discontinuos, extemporáneos (6). Hay excepciones. Vaya que las hay. Son las que nos hacen saber, de tanto en tanto, esos viajeros que gustan de encontrar y celebrar sitios extraños, unplugged (7), al borde de las recomendaciones turísticas, lejos de la rutas de los shoppings medievales europeos, o del éxtasis vacío de las burbujas inmobiliarias posmodernas. Al sur de América, está Montevideo, como certifican varios de mis amigos porteños, y de otros sitios por cierto más lejanos: recuerdo entre otros viajeros, al rockero catalán Loquillo, admirador del Palacio Salvo (8) y extraño por caminar calles que le recordaban a la Barcelona de finales de los ochenta.
Me he vuelto un seguidor de aventureros como Piscuajo. Esos que todavía creen en la existencia de otros recorridos, y que sale, por su ciudad, a buscar la inapresable sensación de presente. Montevideo se reconoce, entre sus capas de tiempos mezclados, y sobre todo en sus construcciones eclécticas que funcionan de museo arquitectónico del siglo xx, en la camioneta roja de Piscuajo, que sigue dando batalla con dignidad, y poco importan los más de quince años traqueteando y cargando fletes de una parte a la otra de la ciudad. Una ciudad como Montevideo, debe ser narrada así, por tipos como Piscuajo, porque es una ciudad-isla, casi a salvo, por esa circunstancia, de la teoría fractal sobre las ciudades. Casi una excepción, a la que se llega en barco desde Buenos Aires, o bien desde el aire, en viajes de miles de kilómetros a un aeropuerto que no tiene zona en tránsito, que es última escala a finisterre, a un archipiélago con vista al sur.
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Digresiones:
(1) Zaragoza, al igual que Montevideo, es posiblemente una ciudad habitada por zombies. Visité, en esa ciudad española, en diciembre de 2014, un lugar que me perturbó. Ethopía. Es uno de esos edificios que son paradigma del vacío. Está muy cerca del Ebro, de la estación de trenes, de la feria del agua, de los teleféricos abandonados, de una torre de cristal abandonada, de una playa de estacionamiento desierta. Hacía frío. Caminamos hasta Ethopía con un amigo uruguayo que vive allí, en Zaragoza. "Hay veces que me pasa de cruzarme con gente y encontrarla similar a gente que conocí en Montevideo", dijo mi amigo. "Una vez llegué, incluso, a parar a una chica y preguntarle si era de allá. Me miró asustada". "Ashá", le dijo mi amigo, arrastrando el sonido sh, como hacemos en el Río de la Plata. Hacía frío. Mi amigo no encontraba la puerta del cubo de vidrio. De Ethopía. Me llevó hasta allí porque sabe que me gustan los museos de arte contemporáneo.
No quiero olvidar de contar otra cosa que me sucedió en Zaragoza: cuando llegué a la ciudad, en tren desde Valencia, me bajé en la estación equivocada. El boleto decía que la última estación era Miraflores, dos más allá de Delicias, que tenía entendido era la estación central y en la que me había bajado en un primer viaje que hice unos años antes. Pero dudé. Y como me gusta perderme, decidí bajar en Miraflores. Quedé solo en el tren. Cuando se detuvo, bajé y recorrí el andén con la maleta. Bajé una escalera mecánica. Fui a dar a una puerta de vidrio. Todo moderno. Desierto. Sin funcionarios. Nada. A esa altura sabía que estaba en un error, que mi amigo me estaría esperando del otro lado de la ciudad. Salí al exterior. Más vacío. Una playa de estacionamiento sin autos. Más allá, un parque sin personas. Nada. Mi maleta y yo. Me reí de la situación ridícula. Sin smartphone. Sin conexión. Esperé varios minutos. Una furgoneta estacionó en el parking. Fui hasta ella, arrastrando la maleta. El conductor demoró unos segundos en bajar la ventanilla. "Hola, necesito una ayuda", le dije, o algo así. Lo noté nervioso. Muy nervioso. Manoteó un pan francés que tenía a su derecha y me dijo: "Es lo único que tengo. Es para comer. Es mi hora de descanso". ¡Me confundió con un mendigo! ¡LPMQLP! "Soy turista", le dije, aunque deteste la identidad de turista. Le conté rápido que me había equivocado de estación, que no llevaba teléfono, que debía comunicarme con un amigo que me esperaba en Delicias.
Vuelvo al relato de Ethopía y otros zombies. Un funcionario nos indicó que subiéramos a un ascensor. A la tercera planta. Un museo de arte contemporáneo. Fue lo mismo que entrar a un depósito de mercaderías de cualquier ciudad del mundo. Corredores. Silencio. Luces bajas. Seguir la línea. Hasta que llegamos a un sitio donde se me hizo imprudente avanzar. En una pared se proyectaba un video de hombres y mujeres rezando. Todos musulmanes. Y en la otra pared se veía una boca modulando el rezo que esos hombres y mujeres seguían atentamente. Una boca sin rostro. Una boca sin cuerpo. Seguir caminando implicaba interrumpir, cortar, perturbar el acto religioso. Desandé mis pasos. Mi amigo se burló del pudor que mostré ante una simple obra. A los pocos minutos salimos de Ethopía. Está fuera de la ciudad, en un sitio que no es tampoco campo. Un sitio que no es nada, que es ruido, como cuando voy en la bicicleta y no encuentro la frontera entre Montevideo y las primeras granjas. Ethopía es una caja de arte, en la zona muerta de Zaragoza. Lo sé. Todas las ciudades son iguales. En las afueras de Montevideo se multiplican las cajas para guardar mercancías. Cajas posmodernas. Cajas de ángulos rectos. Cajas de metal. Cajas de hierro con seguridad privada y videocámaras. Cajas privadas. Cajas que conectan con la perimetral, con camiones que van y vienen del puerto. Nadie reza en la carretera. Y allá lejos, más lejos, deben estar los molinos de viento.
Montevideo es también una ciudad de zombies. Esa es otra historia, que me contó Agustín Fernández Mallo, sorprendido de ver tantos corredores y ciclistas por la Rambla, circulando al borde del abismo, al borde del mapa, al sur de casi todo.
(2) En la película Tahiti, que apela al recurso de la metáfora para hablar de una ciudad, la propia, que no se desea nombrar, del mismo que Juan Carlos Onetti llamó Santa María al territorio de varias de sus novelas montevideanas, encuentro uno de los disparadores conceptuales de buena parte de mi obra como autor teatral. Groenlandia, Berlín y Shanghai, entre otros, son textos que refieren a nombres geográficos, con la sola intención de evadir la posibilidad de nombrar a Montevideo. Otra particularidad de la película es que transcurre en un viaje en trolley-bus, que recorre la ciudad, en una desolada fotografía en blanco y negro, mientras la pareja protagonista envejece.
(3) Algunas veces, si me preguntan por Montevideo, recurro a contar ciertas leyendas relativas al poblamiento del campo, la pampa oriental. Cuento entonces que vengo del desierto. No me creen. Entonces cuento la historia del desierto, la historia de Uruguay, el territorio poblado de vacas y cadáveres de vacas, de la guerra de la Triple Alianza, de los indígenas y africanos que pelearon en esa y otras guerras. De los asturianos corridos por los indios tehuelches, al sur de Bahía Blanca, y se instalaron en el poblado de San José, a fines del siglo dieciocho. De los vascos que pelearon como enemigos en la Guerra Grande. De los sirio-libaneses que llegaron ilegales y recorrían el campo vendiendo baratijas. De los rusos que trajeron el girasol y las abejas. De los valdenses que escaparon de los Alpes. De los sardos, los genoveses, los piamonteses, los gallegos, los andaluces, los canarios, los judíos, los polacos, los ucranianos, los armenios. Si hasta llegaron japoneses que bajaron del Brasil, por la ruta 5. Y algunos siglos antes los que bajaban eran los guaraníes, a matar charrúas, y los portugueses, también a matar charrúas. Y tantas traiciones. Y las estancias y los contrabandistas y las vacas robadas por las tropillas portuguesas. Mezclo tiempos. Al desierto llegaron de todas partes, escapando de una guerra tras otra, del hambre. Llegaron todos, menos gitanos y chinos, que siempre tuvieron la entrada prohibida. Pero igual hay negros, claro que hay negros. Nunca los dejaron entrar. La verdad es que llegaron sin su consentimiento. Llegaron como mercancía, esclavos, los obligaron a pelear en las guerras civiles. Les ofrecían la libertad y los traicionaban, los mandaron matar a la guerra de Paraguay. Este tipo de conversaciones deriva, si sucede en una ciudad como Madrid, a los parques lineales, al soterramiento de la autopistas, al lugar donde transitan los zombies de todas las ciudades. Es políticamente correcto enterrar autopistas. Es políticamente incorrecto venir del desierto.
(4) Entre los seguidores de Piscuajo Channel hay uruguayos residentes en el exterior -entre ellos Ricardo, el ciclista de Tasmania- y viajeros a los que les gusta salirse de los caminos turísticos. Muchos de sus seguidores se contactan con Piscuajo, comentan el canal y preguntan por traslados no tradicionales. Saben, por recorrer sus videos, que la camioneta roja es uno de los fantasmas de Google. Alcanza con rastrear el Street View en la calle Juan Paullier, entre Nicaragua y Pagola, para saber que está allí, estacionada, esperando el próximo viaje. La lista es larga y un poco freak: un argentino que debía hacer unos trámites inmobiliarios en el balneario Salinas y le tocó timbre a las cinco de la mañana; un ecuatoriano que quería conocer la ciudad de Pando; un uruguayo que vive en Murcia y se animó a volver a Uruguay mirando sus videos y lo contrató para una excursión a Piriápolis; un periodista que lo quiere entrevistar y hacer en la camioneta uno de los recorridos que suele hacer en su bicicleta.
(5) Recorrido: Lauro Muller, Jackson, Fernández Crespo, Palacio Legislativo, Yatay, San Martín, Millán, Avenida de las Instrucciones, Avenida José Belloni, Camino América, Camino a la Cuchilla Pereira, Camino Paso del Sauce, Coronel Raíz, Camino Colman, Camino Fortet, Aparicio Saravia, Coronel Raíz, Millán, Luis Alberto de Herrera, Prado.
Montevideo de la ciudad al campo. 1/2. Jueves de Semana Santa
03.30 "casi amarilleando los plátanos". // 08.25 "por acá se filmaron algunas escenas de la película Whisky". // 13.38 "me conecté y empecé a mirar videos de cámaras de seguridad". // 17.50 "¿te parece ahora si doblamos Instrucciones a la derecha?". // 21.09 "en el lugar donde él empezó a andar en bicicleta". // 28.44 "muchísimas personas vienen incentivadas por los videos" // 30.12 "pescaditos, a la venta, para mañana, viernes santo" // 35.40 "ahí es donde entrenaba Luis Suárez" // 40.25 "¿vieron a esas personas charlando ahí?" // 43.10 "bueno, allá están saliendo las colitas de zorro, algo típico, de esta época" // 43.48 "vamos a hacer un stop and go" // 45.17 "almacén y bar el catalán, desde 1902" // 48.50 "acá llega una línea de ómnibus, que es el 110, a Puntas de Macadam" // 51.01 "los fucking containers".
Montevideo de la ciudad al campo. 2/2. Jueves de Semana Santa
01.42 "atentos a esto" // 03.18 "yo peleo, cuando estoy en Montevideo, por tratar de ver el horizonte" // 06.40 "miren la parada esa, es de la época de los setenta" // 10.04 "tenemos una ciclista que sufrió el repecho, o pinchó, me parece" // 13.26 "es que la rutina aburre siempre" // 15.53 "allá vemos, mirá, dos autitos que están tirados allá, son dos DKW, tres cilindros, del 52" // 18.09 "moras, muchas moras" // 21.20 "hay algunos inmigrantes japoneses, que se dedicaron a la floricultura" // 27.24 "este rinconcito lo conozco, venía a hacer service de sistemas de seguridad" // 29.50 "quiźas alguien se haya ido de estos lados y vaya a ver el video" // 31.50 "acá están limpiando" // 35.22 "hace nueve meses que roban a los trabajadores" // 39.19 "vamos a volver para atrás, porque quiero buscar una fruta, una fruta que está tirada en la calle" // 48.11 "otro torpe se durmió y me chocó la camioneta" // 49.47 "olorcito a torta frita, churro, asado".
(6) Lo que sigue es un desvío autoreferencial, fragmento de un texto teatral inédito llamado Una obra que no quiere llamarse Montevideo: "Todas las ciudades son iguales, todos los caminos son iguales, todos conducen a un mismo sitio: autopistas, aeropuertos y centros de distribución que nos llevan a centros comerciales. El ocio es comprar. El espectáculo es comprar. El turismo es comprar. Es un ritmo sostenido. Se superponen millones de historias. ¿Cuál es la historia que quiero contar? Pienso en eso. Pienso en historias de emigrantes, de extranjeros que habitan una ciudad que no es la suya. Pienso en un parque lineal habitado de historias. Pienso también que ya no me interesan las historias. ¡Vayan al cine, si quieren comprar una! ¡O mejor, suscríbanse a Netflix, o un sistema similar! ¡O simplemente métanse en Youtube, hasta la sobredosis, hasta perder el sentido, hasta darse cuenta que lo único que nos queda es el presente! ¡El dilema es entre la depresión y el presente! Sé que es difícil aceptarlo. Lo mismo pasa con las ciudades. No aceptamos que las hemos asesinado. Y que, con ellas, estamos matando toda posibilidad de elegir. Nos movemos entre mapas genéricos, autopistas genéricas, aeropuertos, hoteles. Todos somos extranjeros. Buscamos un parque lineal, porque creeemos que al final de su trayecto nos espera una playa solitaria. Nos quedan los recorridos personales, el rastro único, fuera de los gps".
(7) La definición de Montevideo como ciudad unplugged, refiere a una versión libre de una cita del escritor argentino Rodrigo Fresán que definió a los montevideanos como porteños unplugged.
(8) Cuenta José María Sánz, más conocido como Loquillo, que durante toda su niñez y adolescencia, convivió, en su habitación, con una foto en la pared de un extraño edificio, de un estilo gótico, o más bien estrafalario. Era un recorte de una revista. Nunca había podido saber dónde estaba esa magnífica torre que acompañó miles de horas de siesta. Hasta que llegó a Montevideo y se encontró con el Palacio Salvo. Allí estaba el lugar de sus fantasías. Le dijeron que llegó a ser el primer rascacielos de América del Sur. Decidió filmar allí, en la Plaza Independencia, parte del clip de la canción "Mincho Bar".
Artículo publicado originalmente en la revista barcelonesa Altair
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