puntos de apoyo


PARTE 1: El libro es amarillo. El diseño de portada juega con similar color y grafía punk del Never mind the bollocks, el disco emblemático de los Sex Pistols. Lo que hay adentro del libro -a grandes rasgos- es una colección de artículos publicados en distintos medios de prensa entre los años 1985 y 1995, todos ellos referidos a la fermental cultura rock uruguaya de la posdictadura y a sus bordes, a sus tangentes, a sus ambiguas derivas. Muchos de los textos fueron escritos por Tabaré Couto y otros tantos son fragmentos de notas, crónicas, columnas o entrevistas escritas por otros, recopilados de la prensa más o menos formal de la época, de fanzines alternativos (destacan especialmente los extraídos de la revista G.A.S.) e incluso algún que otro inédito de gran relevancia (entre los que cuentan anecdóticos artículos rechazados por Brecha en los tiempos en que Couto fue columnista del espacio Amasijo Habitual, y un texto inédito de Raúl Forlán Lamarque para el proyecto de revista under El perseguidor).

Una segunda capa del libro y que lo desplaza de un concepto simplemente 'historiográfico', es la inclusión de textos autoficcionales, escritos a una importante distancia temporal y emocional, que van acompasando los diferentes capítulos y le dan una interesante perspectiva que permite ajustar algunos detalles y ayuda a una necesaria reconstrucción de la memoria personal (y también de la colectiva). La honestidad y transparencia de esta capa autoficcional aleja a Couto -por fortuna- de toda posibilidad de que el cruce entre  crónica de época y testimonio personal pueda llevar a un ejercicio de manipulación innecesaria. Es, podría decirse, un ajuste de cuentas personal. Porque lo que quiere Couto es compartir, demostrando generosidad al amplificar el discurso de su libro incluyendo otras voces y escrituras. Lo que busca es aproximarse a su mirada juvenil, a los signos de su generación. Y esta búsqueda es la que le permite utilizar el yo para lograr, en definitiva, una mejor empatía testimonial. Y es la que le permite delinear, en una tercera capa de lectura, acaso menos perceptible, los 'puntos de apoyo' sobre los que construyó su propia peripecia personal (que no es obvio decirlo, se vincula con la colectiva, o por lo menos alcanza a muchos de sus cogeneracionales: rockeros, gente de los medios, público en general).

Lo que quiero hablar en esta columna, sin embargo, es de otra cosa, o más bien de un desvío a la simple enumeración de los contenidos y aportes del libro de Tabaré Couto. Esta línea enumerativa nos llevaría en primer término, en una primera mirada, a describir el impacto emocional de las canciones de Los Estómagos y de Los Traidores, a la irrupción de la generación Graffiti, a narrar sobre el discurso irreverente del Cuarteto de Nos y de Los Tontos, a celebrar la claridad poética del "Estamos mal" de Neoh 23. Y está bien esa primera mirada, porque las canciones son a priori el centro del problema, y por eso el libro se llama La era del casete, y no otra cosa, y refiere directamente al problema musical. Y es por eso también que varios de los libros que buscan rearmar la historia sociocultural de ese mismo periodo llevan por títulos nombres de canciones: En la noche se llama el libro de entrevistas de Mauricio Rodríguez; Errantes y Mal de la cabeza las crónicas testimoniales de Gustavo Aguilera.

Pero hay una pequeña trampa que propone Couto: en la descripción del contenido del 'casete' dibujado en la portada pistolera no refiere a música sino a "escritos del rock uruguayo". O sea que el autor avisa: de lo que se habla es de otra cosa, se habla de cosas que están más allá de lo musical, más allá de las canciones. ¿De qué se habla entonces en La era del casete? De búsqueda generacional incierta y diversa, de discursos inconexos y muchas veces contrapuestos, de dificultad de construir una identidad juvenil, pero sobre todo se habla de un periodo sociopolítico -el de la posdictadura, o si se quiere ajustar el mejor término es "transición"- que no fue nada luminoso ni mucho menos satisfactorio para los jóvenes de la época. De todo eso es a lo que refieren los materiales que recopila Couto -todos de la época-, y sus escritos personales. Y también refieren a algo que en definitiva es de lo que quiero hablar en esa columna: habla de los 'puntos de apoyo'. Y puntos de apoyo no son tampoco las canciones, ni los grupos musicales, aunque podrían serlo. Salgamos del casete. Puntos de apoyo son los vasos comunicantes culturales: desde la influencia no-tan-lejana de Mayo del 68 hasta la figura luminosa de un poeta, escritor y periodista que reivindica Tabaré Couto y de algún modo el libro entero gira en su memoria. Me refiero a Raúl Forlán Lamarque: a sus escritos, a la agudeza de su mirada, a su cualidad de difusor cultural, a la influencia de su discurso, y muy especialmente a su generosidad y amistad, de la que disfrutamos varios de los que en esos años rondábamos los 20 años y queríamos escribir y ser arte y parte de una movida tan fermental como autodestructiva.

Hacia la mitad del libro amarillo de Tabaré Couto puede leerse el texto inédito "El perseguidor", firmado por Raúl. Solo ese texto (exagerando, claro, porque hay otros tantos, y muchos de ellos de Tabaré que son más que relevantes) vuelve al libro imprescindible para atesorar en una biblioteca que se precie. En la mía, lo voy a colocar al lado del mítico Polaroid (Historia de la cabeza uruguaya), que es ni más ni menos un libro complementario: la recopilación que hiciera Héctor Bardanca (poeta y uno de los editores de La Oreja Cortada) de textos varios publicados en prensa sobre los grandes debates culturales en la Montevideo de la segunda mitad de los 80. Muy cerca también del disco amarillo de los Pistols y de otras señas comunes y transversales a la peripecia de Couto: los mejores discos de los asturianos Ilegales, los madrileños Gabinete Caligari, los trasandinos Los Prisioneros. Y los poemas de Raúl de su entrañable libro Puntos de apoyo.

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PARTE 2: En el libro La era del casete, el mamotreto que se mandó Tabaré Couto y que se publicó por el sello Ediciones B, se cuentan algunas cosas que supieron estar naturalizadas y que hoy parecen de otro planeta. Sucedieron en democracia, en lo que se llamó democracia porque hubo elecciones en 1984 y teníamos un presidente legítimo (un autoritario abogado de apellido Sanguinetti que se jactó de no perder en el ejercicio de la presidencia un solo conflicto con sindicatos y organizaciones sociales); pero la verdad es que la calidad de esa democracia era bastante mala y los temas recurrentes -entre los jóvenes- eran la emigración, irse a la mierda porque no había futuro, y en todo caso se respiraba la grisura insoportable de un país de viejos, entre razzias, sin trabajo y la posibilidad latente de que te saliera todo mal.

Una de las tantas cosas que cuenta Couto en su libro, sucedió en la época en que se probaba como periodista rockero, más o menos punk. Año 1989, en un programa televisivo preelectoral donde los candidatos respondían a preguntas de jóvenes en su mayoría educados y formales. Couto era el contracultural, integraba el staff del fanzine GAS. Todo estaba guionado, con preguntas establecidas de antemano, nada que fuera muy insidioso. No recuerda bien por qué, sintió el impulso de mandarse fuera de libreto. Y lo hizo. El candidato de esa noche era Alberto Zumarán, blanco, de centroizquierda para la medida de la época. No resistió la tentación de hacer referencia a un graffiti que había visto en un muro, uno que decía "Zumarán, ¿y el Toba qué?", que interpelaba a los wilsonistas por la traición de haber votado la Ley de Caducidad. Dijo entonces que había visto ese graffiti y que la pregunta que quería hacer era exactamente esa. Fue como hacer estallar una bomba en el estudio. Desde luego que Couto, cuando fueron a la tanda, y después cuando terminó el programa, la pasó bastante mal. Lo insultaron, le dijeron que era un irresponsable, y por cierto que le prohibieron volver al panel juvenil. Y cuando llegó a su casa, a la noche, se enteró de otras malas noticias (o más bien malas prácticas): desde hacía un buen rato el abuelo de Couto atendía el teléfono para recibir insultos, amenazas para la familia y sobre todo para reiterarle que sabían muy bien que su hijo -que vivía en Barcelona después de diferentes circunstancias de exiliado político- era socialista y que tratara de cuidar que su nieto no siguiera el mismo camino, que lo estaban vigilando y que lo seguirían vigilando.

Leer esa historia hoy, en Montevideo, Uruguay, después de quince años en que las libertades y los derechos se multiplicaron a la enésima potencia respecto a la naturalidad con la que convivíamos en los 80 y en los 90 con la represión, la censura y el miedo (una de las conquistas de la izquierda de la que poco se habla), ilustra la inconsistente tentación a un 'cambio' que no es para nada inocente, un cambio que publicita falacias que no resisten el menor análisis pero que se han instalado como una gran burbuja mentirosa. Dicen, por ejemplo, que la izquierda estaría utilizando el miedo para ganar la elecciones. Yo diría que es un poco más complejo. No se trata de miedo. En mi caso personal, no tengo miedo alguno por lo que pase o deje de pasar. Lo que no tengo es ganas de volver a vivir en un país con ministros del Opus Dei (o ahora mismo en otras versiones religiosas más degradadas) o con senadores exmilitares que insinúen disparates contra las luchas feministas y la agenda de derechos, o con ministros de cultura que denuncien y censuren grupos musicales por escribir una canción que desarrolle una ficción sobre Artigas, o que no les tiemble el pulso para que el cantante de un grupo punk se pase 35 días en cana por lo que dijo o no dijo en un escenario.

Lo que sí es cierto es que esas dos últimas cosas a las que me refiero pasaron, y pasaron en tiempos pomposamente democrático (lo del Cuarteto de Nos en 1997 y el episodio de Clandestino en 1988), y son apenas dos pequeñas e ínfimas anécdotas que involucran a gente más o menos educada, de clase media alta, con capacidad -por cierto- de defenderse públicamente (de hecho, sus relatos han sido convalidados). Y todo esto, además, referido exclusivamente al campo de lo simbólico. (De hecho, no estoy haciendo referencia a la violencia real del estado hacia sindicatos (Sanguinetti y Lacalle dixit) y hacia organizaciones estudiantiles, por lo que no es necesario imaginar la enorme desprotección de colectivos más débiles antes de 2004 o la violencia no tan explícita y visible que suele desarrollarse en el terreno de la micropolítica).
¿Por qué no veíamos chicas tomadas de la mano y besándose, en un parque o en una plaza, en los años 90? ¿Por qué existían boliches de gueto para gays? ¿Por qué no se podía fumar porro, en la calle, sin paranoiquearse? ¿Por qué los festivales de rock, hasta entrados los años 90, tenían más 'seguridad' que los partidos de fútbol? Se pueden sumar decenas y decenas de preguntas que visibilicen los avances en lo relativo a libertades cotidianas y a espacios que se fueron ganando. También pueden enumerarse las grandes 'derrotas' en el campo cultural, por supuesto, que tienen que ver con la exaltación del consumo, por ejemplo, o con la escasa sensibilidad de la izquierda hacia temas ambientales, en este último caso sumando una mirada soberbia y paternalista a manifestaciones públicas que no se plantearon diálogos ni tender puentes.

Entre lo poco que me acuerdo, porque lo que está naturalizado hoy obliga a ejercitar la memoria o dedicar un tiempo a leer libros de historia como La era del casete, podría centrarme en dos o tres apuntes referidos a la 'cultura'. Hay cine uruguayo, una media de una veintena de películas anuales, y parecen prehistoria las movilizaciones para exigir que el Uruguay de Jorge Batlle pagara una ínfima cuota en Ibermedia para facilitar el acceso a coproducciones. En teatro, sin ir más lejos, la mínima protección de instituciones culturales europeas y empresas privadas de los años 90 no podía asegurar lo que viene pasando desde el 2004 para acá con apoyo de fondos concursables y de fortalecimiento: el desarrollo de una pujante y renovadora dramaturgia, acompasado por una inédita circulación de teatro uruguayo. Podría seguir con ejemplos de danza contemporánea, de publicación de historietas, con el desarrollo de las artes visuales y la política de publicaciones del Museo Nacional. Y siento entonces que lo que tengo es ganas, muchas ganas, de que sigan pasando este tipo de cosas. Y siento también, como Tabaré Couto (somos de la misma generación y compartimos recuerdos y también olvidos), que tuve que aprender a vivir en un país donde había que pelearla y generalmente perdías, donde se tenía miedo y donde las libertades (y las posibilidades) estaban bastante acotadas. Un país donde los políticos, en su mayoría representantes de los empresarios, de los militares y de las mentes más conservadoras, te escondían la mosqueta y se burlaban con cinismo democrático.


1 comment:

GerardoC said...

"Un autoritario abogado de apellido Sanguinetti que se jactó de no perder en el ejercicio de la presidencia un solo conflicto con sindicatos y organizaciones sociales"... Qué olor a naftalina tiene esa frase. Teniendo en cuenta lo que pasó entre 2005 y 2019 es un comentario absurdo, rancio y hasta ridículo.

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