arqueología personal


La literatura es un territorio propicio para internarse en la memoria personal, para hurgar en los fragmentos distorsionados de los recuerdos. Sin que nos parezca importante ni particularmente extraño, todo el tiempo estamos narrando, escribiendo y reescribiendo -sobre todo esto último, que implica alterar, corregir, tachar y tantas veces olvidar. Vivimos. Por lo tanto, reescribimos lo vivido. Y en ese ejercicio, tratamos de acercarnos en vano a lo real, a lo que fue y no puede ni siquiera ser representado. Por eso ficcionamos. Alteramos. Distorsionamos. Ocultamos. Esa imposibilidad es precisamente la paradoja que explica que haya quienes, pese a todo esto, deciden llevar los relatos personales al papel. Hay que tener cierta valentía si lo que se pretende es desempolvar vivencias que no son precisamente luminosas. Hay que animarse a contar lo que se teme, lo que se tiene poco claro, lo que no deberíamos narrar con palabras que después duelen. Al narrador. Y también a los otros.

Hay dos o tres libros, uruguayos, de reciente aparición, que ilustran a la perfección lo que se acaba de plantear. Todos ellos, además, son de una factura técnica que los hace potenciar lo que se cuenta (y lo que no se cuenta, que no es menos importante). "Papeles suizos", de José Arenas, es sencillamente bestial. No voy a referir a su contenido (eso queda para la intimidad del futuro lector con un libro de un lirismo implacable y expresionista). Tampoco lo haré en el caso de "Los orígenes", el libro que cuenta exactamente eso, los orígenes de un hombre llamado Carlos Liscano y que entre otras cosas encontró el refugio de la escritura en la vivencia extrema de la cárcel política. Es un libro duro, áspero y también entrañable. Otro libro imprescindible, pariente en intensidad e intención, es "La insumisa", de Cristina Peri Rossi. Hay en este libro, también 'de orígenes', y es lo único que voy a adelantar sobre él, un asunto con el padre y con la madre y la familia y todo tipo de variantes filiales que incluyen las primeras pasiones con amigas del liceo y un incidente de violación de un enfermero en una sala quirúrgica antes de ser operada de peritonitis. Pero el centro de los problemas de Cristina están en el padre. No es la idea desviarse hacia el vasto género parricidio (o de otras variantes en la relación con el padre, en definitiva con evidente representación del origen), pero sí aprovechar para conectar con una reconstrucción autoficcional similar, aunque en el campo de la escultura, exhibida en la exposición "Ecce Homo", de Federico Arnaud, que en esencia es una retrospectiva de obras que fue creando (componiendo, escribiendo) durante el transcurso de aproximadamente treinta años.

Hay escritores que afirman, a veces con cierta ligereza, que determinado libro les llevó toda una vida. "Ecce Homo", como montaje, como reconstrucción de fragmentos, es exactamente lo que le llevó a Arnaud. Y lejos está de ser una interpretación superficial. El suyo es un libro-matérico-autoficcional sobre los orígenes. Sobre él. Sobre la ventura de su familia. Sobre su padre. Y si hay que tener, como se dijo, valentía para desempolvar vivencias poco luminosas, puede estimarse que si se utilizan expresiones que son matéricas, como lo es la escultura, se potencia la dureza del ejercicio. No se trata de una construcción de signos lingüísticos, como en el caso del libro, apoyada en la tecnología de la imprenta y amortigüada en un sistema de prestigio. Se trata de obras confeccionadas en su mayoría con maderas y materiales diversos, algunas generadas con proyecciones de luz, o incluso con discursos performáticos que las colocan peligrosamente en loops fragmentados de tiempo presente. Son obras que ocupan espacio físico -literalmente, y no solo en la memoria- y eso es lo que puede comprobarse al ingresar a "Ecce Homo", al transitar el montaje de una reconstrucción que evita la simple enumeración y la linealidad para aportar un concepto transversal sobre la obra de Arnaud.

"Ecce Homo", más que una retrospectiva es una nueva obra; es una novela de largo aliento, con zonas temáticas y tramas que dialogan entre sí, y sobre todo con momentos de alta intensidad. Es, ante todo, un ejercicio de arqueología personal. Federico Arnaud es salteño. Su padre, de profesión arquitecto, muere cuando él era niño. Aparece desnudo. En una zona de difícil acceso. Año 1975. Dictadura. No se pudo esclarecer el hecho. La madre decide radicarse en Montevideo. Un tiempo después viaja a Francia. Federico y su hermana se quedan en casa de los abuelos. Se reúnen con su madre en París. Viven allí varios años. Después vendrá el desexilio, a mitad de los años ochenta. Habrá luego otros viajes: Francia cuando gana el Paul Cezanne y años más tarde México. Se suceden obras, premios, viajes, exposiciones, idas y vueltas de artista visual. Transita la escultura, la performance. Llega en 2020 a concebir "Ecce Homo".

Empiezo por los altares. Por las altas sillas que se acumulan en la entrada del montaje. Maderas viejas. Maderas encontradas que pierden su función anterior (en su mayoría son postes de campo, de alambradas) y pasan a ser sillas altas/altares. En una de las sillas puede verse a un par de soldaditos de plástico, de un juego que fue muy popular entre los niños de los años 70. Se mezclan fragmentos de memoria. Entre los altares comparece un futbolito hecho con maderas que antes tuvieron otros usos. El campo de juego es el cielo de Windows. Los jugadores son iconos religiosos.

El recorrido por "Ecce Homo" es transversal. No hay, como se dijo, línea de tiempo. Se suman otras obras de ajustada conceptualidad. Siguiendo con los objetos resignificados, se pasa de los altares a un juego de living burgués, siglo veinte, tapizado con ilustraciones de un viejo diccionario que exhibe una descarada impunidad colonialista. Hay más obras que llaman la atención: las cortinas metálicas en abierta literalidad de la crisis 2002, el territorio de Uruguay hecho de ruinas generadas en una performance pública, y más ruinas de distopías que se han vuelto el presente dislocado en el que vivimos. Son temas, y también mecanismos, que reaparecerán en otras obras decididamente autiobiográficas. Es momento de entrar al espacio central. Se intuye que el lugar más oscuro y aislado del montaje concentra y guarda emociones fuertes. Sobre una mesa larga es exhibido un fósil de un pan, pero al mirarlo de cerca el fósil es también de un cuerpo. Hay rastros de huesos. Y hay, más allá, en una de las paredes, recortes de diarios de 1975. Páginas policiales: relatos y especulaciones sobre la trágica muerte del arquitecto Arnaud. En la pared del fondo se proyecta una secuencia que reconstruye la caminata del padre, desnudo, en la noche. El hijo artista interpreta al padre. Posiblemente eso no ocurrió. No parece lógico. ¿Pero qué fue en realidad lo que sucedió? No hay respuestas en la obra. Lo que hay es búsqueda, es lanzarse a la incertidumbre. De algún modo, reaccionar, ajustar cuentas.

No se sale ileso de esa zona central ni tampoco de otros dos registros performáticos, ubicados en un borde del montaje, donde el lector-espectador puede seguir armando el puzzle autoficcional propuesto por Arnaud. En una primera video-instalación se ve al artista interviniendo/ destruyendo la reproducción de una carta que le escribió a su madre cuando ella viajó a París. En una segunda video-instalación se proyecta en una pared otra destrucción de escultura performática, en este caso, sobre una fotografía del padre del artista. La obra se completa con otra imagen proyectada, en la pared opuesta, en la que se rearma la figura parental interpelada y violentada. La lectura es directa: es imposible el olvido. Y de lo personal de esas obras se pasa a lo colectivo, ni más ni menos a obras que refieren al contexto de dictadura y de violencia: los trajes militares teñidos con sangre, el escritorio de un jerarca de una empresa del estado. Es imposible no conectar con los soldaditos de plástico de uno de los altares y con el notable montaje fotográfico de un avión construido con pájaros y animales disecados del Museo de Historia Natural que se verá a la salida de la exposición Ecce Homo.

Todo esto de la 'arqueología personal/emocional' me lleva directo a episodios confusos de mi propia infancia. A uno de mis primeros recuerdos, sino el primero, que involucra un episodio de violencia en la escuela del barrio. La escuela de la calle Abacú. Yo estaba por cumplir 3 años, porque el episodio sucedió un rato antes de las cinco de una tarde de fines de abril de 1972. Estaba en la cocina. Se escucharon ruidos fuertes. Entró uno de mis tíos con la noticia de que había un tiroteo en la escuela. Gritaba. Se lo veía muy nervioso. Salió corriendo. Allí termina mi recuerdo. La secuencia es esa. Me debo haber tragado todo el miedo y la desesperación del momento. No es para menos.

En los años siguientes fui recopilando versiones de lo que pasó. Los agujeros de bala estuvieron un largo tiempo en los pizarrones de la planta baja y las maestras no hablaban de ellos. Después me enteraría que ese asunto ni siquiera salió en los diarios. Todavía aparece como una página casi olvidada, oculta entre otras tragedias más resonantes de esos días y noches negras de abril del 72: las masacres policiales de la casa de la calle Amazonas y de la calle Pérez Gomar, la ejecución de los obreros comunistas en el Paso Molino y los cuatro soldados muertos en un jeep, pero este último episodio fue en mayo... también en la puerta de la escuela de la calle Abacú. Esta perturbadora duplicación vuelve más extraño todos los relatos, así que es momento de volver al primer tiroteo. Lo que se sabe es que fue un error, o una interna militar, o un allanamiento de efectivos de la Armada que desconocían que la casa vecina a la escuela era la del comandante del Ejército. Ni siquiera se sabe con certeza si murió uno o los dos guardias apostados en el balcón y en la azotea.

Unos días antes de visitar el montaje "Ecce Homo", de Federico Arnaud, de enterarme a través de sus obras de lo que le pasó a su padre (y por lo tanto a él y a su familia), de encontrarme con las versiones, con los relatos confusos, tropecé con un libro en el que se tejen distintas especulaciones sobre los dos tiroteos de la calle Abacú. Forman parte de mis orígenes. Y en definitiva terminaron cruzándose las lecturas y los testimonios: porque uno de los protagonistas del segundo tiroteo, y por lo tanto testigo, es Carlos Liscano, pero si bien puedo comprender que haya optado por 'olvidar' ese episodio en la escritura de "Los orígenes", lo que oculta es tan perturbador que deja el retrogusto amargo de advertir que todavía faltan piezas, y que por más que insistan en romper la imagen, en destruirla, ella se volverá a armar, y a rearmar, aunque duela más de lo soportable.

Lo personal se involucra en lo colectivo. Es lo que tiene esto de enfocarse en los orígenes. Los libros se comunican. Y también obras visuales como las de Arnaud. Hay tiempos y contextos comunes. Los relatos son necesarios. Imprescindibles. Acabo de tropezarme con un libro que empezaré a leer mañana. Es la última novela autoficcional de Roberto Appratto. Se llama "El origen de todo". Posiblemente responda dos o tres preguntas. Posiblemente abra más desvíos y derivaciones.






No comments:

LAS MÁS LEÍDAS