poética para navegantes


Hay una única escena en Vida a bordo donde se escucha una voz humana. Es la voz en off de un niño, hijo de uno de los tripulante del Explorador. En la pantalla se ven coloridos dibujos infantiles. Dibujos de barcos y más barcos. En ese niño se refleja Emiliano Mazza de Luca, director del documental, que ha dicho en reiteradas ocasiones que uno de los puntos de partida de su película tiene que ver con una infancia marcada por un ventanal desde el que veía entrar y salir barcos del puerto de Montevideo.
Las vueltas de la vida llevaron a Emiliano a indagar en el otro lado del misterio infantil, en el “a bordo” de uno de esos barcos que llegaban al puerto. Entonces, hizo el viaje. Su herramienta es el cine. El audiovisual. Pero utilizado como recurso de investigación, de acercamiento expresivo. No hay intención de reportaje. No hay un relato tradicional. Lo que en definitiva se ve, o más correcto sería decir 'se experimenta', es una gran máquina. Y esa gran máquina en movimiento es la protagonista y los que están a bordo -capitán, tripulantes- forman parte del mecanismo que se desplaza sobre el agua. La vida transcurre. Y lo que se termina construyendo es un poema audiovisual sobre el estar “a bordo”, en un viaje que no elude la aspereza y la soledad, y que se juega todo a una fotografía cargada de silencio y subjetividad, potenciado por una banda sonora que se distancia del naturalismo para viajar literalmente en disonancias y distorsiones.

Vida a bordo es una película sobre un trayecto, sobre un barco que navega un río. Construir la propia película -las imágenes, la banda sonora, el montaje- implica también un recorrido. ¿Cómo fue ese viaje? 
E.M.: Fue un proceso largo, de diez años. Desde el inicio estaba la idea de retratar la vida a bordo de un barco que recorriera un río, por la constante sensación de desplazamiento que ilustran las riveras y la potencia metafórica del río. Sin entrevistas y desde un punto de vista humano, para darle al espectador la sensación de estar a bordo también. Pero fue necesaria recorrer la experiencia de mis dos películas anteriores: Multitudes (en codirección con Mónica Talamás Sarli) y Nueva Venecia.

Había que encontrar un punto de partida y un destino...
E.M.: Exacto. Lo primero fue encontrar un punto de partida y uno de llegada, y como en todo viaje pensar en qué transformación podían tener los personajes. Lo que siguió fue comprender que este material documental que había filmado, debía manipularlo cinematográficamente, como si fuera una ficción, para narrar ese viaje. La colaboración con el editor Guillermo Madeiro, con quién habia trabajado en Nueva Venecia, fue muy fructífera para encontrar esa narrativa, deshaciéndonos de todo lo que fuera informativo y potenciando lo simbólico. Acaso buscando en la metáfora de un viaje interior.

El montaje es determinante en la 'manipulación' cinematográfica a la que hacés referencia. También es sustancial el trabajo con el sonido, con la banda sonora, que le imprime una distorsión de alto vuelo poético. ¿Qué importancia tiene el sonido en Vida a bordo?
E.M.: La incidencia de la banda sonora es importantísima en cualquier película. Y es una de las etapas que más disfruto dentro del proceso creativo porque te permite experimentar cambios de forma muy rápida y no hay límites para la exploración. Y si bien la "experiencia" estaba latente como una semilla desde la misma génesis, cuando definí filmar incluyendo al espectador a bordo, hubo que construirla desde el sonido. El sonido es la tercera dimensión del cine, atraviesa la pantalla y toca al espectador, es táctil, es experiencia viva. De ese modo, la colaboración con la compositora Cecilia Trájtenberg y el diseñador de sonido Daniel Yafalián, con quienes trabajé en mis películas anteriores, fue también muy fructífera y estrecha. Yo creo que en este caso no hay diferencia entre música y diseño sonoro, porque la banda sonora de Vida a bordo es una sola voz. Definimos usar los sonidos del barco y manipular sus disonancias y texturas. A lo largo de la película, esa banda disonante se hace atmosférica y finalmente alcanza la armonía. Es un viaje de la oscuridad hacia la luz. Es un potente hilo conductor que abraza al espectador y lo lleva.

¿A la manera de un viaje subjetivo interior?
E.M.: Sí. En esencia fue intentar volver a la mirada de niño. Jugar con las imágenes y el sonido para que sucedan cosas que solamente pueden ocurrir en el mundo de los pensamientos y que no tienen la lógica de los adultos.

¿Cuándo tomaste la decisión de que que la película se construyera en el equilibrio de una fotografía áspera y silenciosa, con la única excepción de la escena con la voz en off del niño que extraña a su padre navegante?
E.M.: La decisión de hacer una película sin diálogos es una invitación al espectador a un juego donde debe tener un rol activo. Por detrás existe una arquitectura que debe ser invisible, pero que nos guia en el trabajo de la realización. Hay determinaciones que no fueron fáciles, como incluir una secuencia con voz en off. En ese caso debía ser una sola, para resaltarla en el contexto y para dar un descanso al los espectadores y dejarlos llevar por sensaciones afectivas univerales como la relación padre-hijo, uno de los temas que me interesaba explorar. Vida a bordo es un viaje desde la observación hacia la subjetividad. Desde la imagen y el sonido comienzan a aparecer señales de esta transformación, para llegar a una secuencia final que está en las antípodas del inicio.

El barco navega, baja el río. Es una máquina que recorre el agua, y en esa máquina cuentan también los hombres y sus acciones, y también la mirada de lo que ven pasar: planos litoraleños, cadáveres de otros barcos, vacas, gente solitaria, barrancas. ¿Cómo fue la vivencia de ese viaje, para vos y para el equipo?
E.M.: Creo que Vida a bordo es siempre 'desde adentro'. Lo de afuera es efímero, pasa lenta y continuamente. Es un retrato del tiempo. Este viaje por el río de la vida nos confronta con nuestra propia existencia, con los miedos, la muerte y tal vez, si asumimos todo eso, más adentro podemos encontrar la liberación. Yo creo que el barco y su tripulación son una misma cosa: un organismo coral. Esta sociedad de hombres está en función de alimentar la máquina que los mantiene a flote, y uno de ellos (el cocinero), está al cuidado de sus compañeros, es la figura maternal, mientras en lo más alto, el capitán desde su soledad guía el rumbo de la vida de este organismo. La experiencia del viaje ha moldeado mi espíritu. De alguna forma reviví la memoria de los navegantes que llevo dentro de mi memoria genética. Es algo que llevamos todos a cuestas. Todos fuimos navegantes. Todos somos navegantes. Todos tenemos nuestra propia 'vida a bordo'. Esta sensación fue común en el el equipo, en los postproductores; nos activó el "modo existencial", por decirlo de alguna forma. Y para los que hicimos el viaje, nos hizo aventureros por un tiempo, "marineros de agua dulce", niños otra vez.

¿Qué ida y vuelta has tenido con el público?
E.M.: He tenido feedbacks de un público muy heterogéneo a través de festivales internacionales y la cartelera de Uruguay. La película llega al espectador desde muchas facetas, muy personales todas, provocando interpretaciones propias y muy ricas. Al fin y al cabo es eso: una propuesta polisémica, un poema audiovisual, cada uno le encuentra su propio significado. Tal vez hay algo que se repite entre los espectadores: me cuentan que se abre una ventana interior a recuerdos muy lejanos que los transporta a la infancia.

¿Y cómo han resultado las experiencias de cine-concierto?
E.M.: Fueron funciones únicas, experiencias irrepetibles, donde el concepto de lo efímero está en concordancia con la vida a bordo. Eso es lo que hemos hecho en Amsterdam con Franco Di Gregorio, y en el Teatro Solís con la Banda Sinfónica de Montevideo, dirigida por Martín García y con un score especialmente compuesto por Cecilia Trajtenberg. Ahora estamos trabajando en nuevas experiencias performáticas, con artistas de diferentes disciplinas, porque creemos que la película se abre a varios niveles de experimentación.

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