--> Si se recibe una carta escrita a mano, esa carta debe ser contestada. A la brevedad. Si se recibe la carta porque se ha tenido la imprudencia de espiar fragmentos de la vida de otros, invitado a una casa junto con otras cinco personas, es necesario ser lo más honesto posible en el relato o en lo que se quiera responder.
Me toca -y debo aceptarlo- una situación incómoda. Tengo un rol que cumplir, el de periodista. Pero tengo también que cumplir con el contrato verbal que asumí, junto con otras cinco personas, en la escalera de entrada de la casa a la que hicimos que nos invitaran: porque no viene a ser exactamente inocente alguien que escribe a una casilla de correo reservando día y hora para ser espectador de una obra de teatro no convencional que se llama Casi sin pedir permiso. El contrato que asumimos los espectadores es de confidencialidad: "No puedes narrar nada de lo que sucederá adentro de la casa", dijo la anfitriona, y todos aceptamos. Porque no valía la pena dudar, ni mucho menos discutir. Reglas son reglas. Promesas son promesas. Aunque es sabido que una hora después, habiendo sucedido ciertas cosas, la tentación de contarlo todo es muy intensa. Pero está la carta, ahí, de puño y letra de Leonor Courtoisie, recordando lo acordado, el contrato. Así que elijo un desvío para seguir explorando y abriendo complicidades con el lector.
Fragmento de carta: Me entero por la carta que habrá una segunda parte de la acción teatral en el mes de setiembre. Viene a ser entonces una especie de carta-invitación. Se sugiere que será en el campo. Pero no estoy seguro que ese dato sea tan claro. Hay muchas preguntas en el texto que desvían la atención y que perturban. "¿Por qué estamos todos tan deprimidos en esta ciudad? ¿Por qué nadie dice nada? ¿Qué se puede hacer? (...) ¿Vas a venir en setiembre? (...) ¿Alguna vez viste morir? ¿Cómo será el estruendo?".
Fragmento de respuesta: Escribo unas líneas. Necesito hacerlo rápido porque recibí una carta escrita a mano, y las cartas se contestan. A la brevedad. Ya lo dije. A esto se suma el hecho perturbador de que la anfitriona, después de convidarnos con un té y tostadas, de contarnos ciertas cosas que no se pueden contar, de hacernos habitar en un denso juego teatral íntimo, delicadamente desaparece de escena, la abandona, con todo lo terrible y ominoso que eso significa para un espectador que ha sido sacudido en sus emociones. No es fácil. Hay que levantarse. Dejar de mirar esa última escena. Constatar que el título del artículo que costará escribir solo puede ser llamado "Ésta es la historia de un árbol". Comparto algunas palabras que le envié esa misma tarde, pocas horas después, a Leonor:
Enviar y recibir: La última palabra se la dejo a la actriz. La carta que cierra el abrazo escénico. Refiere a cosas que no importan a esta nota, así que selecciono lo esencial:
"No tengo palabras para escribir ahora, por email, sobre la vivencia que nos guiaste esta mañana. Miento. Tengo palabras. Y son muchas. Tengo además un rol que cumplir", y como todo esto ya lo dije al inicio del artículo, retomo más adelante en el relato. "Menudo problema, dilema, como mierda se llame, Leonor, pero saldrá todo bien. No romperé el pacto. Porque el tema es otro. Es la vivencia. Lo que pasa adentro de cada uno, de vos, de tu hermano, de la casa. Porque en definitiva todos, o casi todos, reflejamos el tema de nuestra casa, nuestro tema de clase media depresivamente montevideana. Si querés te lo cuento. Mejor no. No lo entregaste todo 'en escena' para encima tener que sorportar miserias de otros. O sí. (...) Hoy me disparaste mucho deseo a hacerlo. A meterme con mi casa, a escribir sobre el sitio en que nací y que pronto será demolido. Todo eso de que una cosa lleva a otra cosa, o mejor dicho habría que decir que una casa lleva a otra casa. Estuve una vez en esa casa, en la tuya, no recuerdo por qué. Algo relativo a una poeta y a un artista pop. Pero siempre me olvido de todo. Dije que conocía la otra historia 'de lejos', la que esbozaste esta mañana, porque hace algún tiempo me contaron ese relato secreto, sórdido, del que me quedan fragmentos brumosos que sacudí en tus palabras y en tu necesidad de explorar cosas que tienen que ver con la casa, con tu madre, con tu hermanos, con todos tus medios hermanos y tantos otros y otras. Y lo del árbol. Eso fue poco antes de que me quedara detenido en la perspectiva del espectador mirando el patio, y el árbol, y luego subiste la escalera: no te dejaste abrazar en ese momento, y fue una buena decisión, porque no te quedaba otra, para dejarnos ahí, solos, acaso desprotegidos, como lo que tantas veces habrás sentido ahí, en esa misma perspectiva".
Una historia lleva a otra historia: El teatro se construye con preguntas que llaman a nuevas preguntas. La que resuena cuando releo la carta que me fue entregada es "¿Cómo será el estruendo?". Se refiere al árbol. Ese tipo de árbol que mete bastante más que las raíces debajo de las casas y que no tan soterradamente contagia a todos sus habitantes. El de mi casa era un palo borracho. Sigue ahí. Con sus espinas. Con sus flores de color rosa y los copos que para mis hermanas y yo eran de algodón. Un algodón impuro, claro. También hubo otro árbol. Frente por frente a la casa en la que habito ahora. Lo vi caer. Hizo mucho ruido al desplomarse. Filmé el momento con la cámara de video y subí esa grabación a Facebook. Fue el mismo día que nació Bruno. Hace exactamente tres años. Es mi respuesta al dilema. Es mi respuesta a la carta que recibí. El espectador que encuentra un dato en su memoria. Hay estruendo. Casi sin pedir permiso.
"Me costó muchísimo hacer esto, pero me animé. Tenía mucho miedo, entre otras cosas, porque pensé: ¿es una obra de teatro? ¿lo escribo? En fin, ese tipo de cosas que nos ponemos adelante a veces para no animarnos. (...) Me cuesta escribir ahora. Pero te mando una foto que me mandaron. Yo no la he sacado, va, sí, con el celu, te mando una de esas. Me gusta mucho lo de "Esta es la historia de un árbol" y confío en tu confidencia".
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