En esta tercera y última entrega de una serie de notas sobre el
montaje del Salón Nacional, luego de abordar los impactos en
fotografía y nuevos medios (los “autorretratos al límite” de
Verónika Márquez, Julián Dura y el colectivo Básica.TV) y la fina
línea entre “la ficción, lo real y la mirada” (en las obras
premiadas de Eloísa Ibarra y Fernando Barrios), es el turno de
analizar otras dos obras de fuerte presencia en el montaje y que no
pasaron desapercibidas: Noche estrellada,
de Silvina Arismendi, y Croma,
de Pablo Uribe.
Antes
de la pintura
El tiempo
es una premisa sustancial de Noche estrellada,
de Silvina Arismendi (Montevideo, 1976). De hecho, es uno de los
factores que componen y le dan sentido a una obra que se exhibe en un
rincón del montaje, con una presencia física que en una primera
mirada pasa casi inadvertida pero que luego de ser descubierta por el
espectador provoca una no tan ligera perturbación. Desde la
maliciosa pregunta sobre qué hacen allí esos “palitos pintados”,
las dudas de si “eso” es arte, hasta la evidencia de que
Arismendi plantea un sutil juego, de un antes de la obra, de la
ausencia de autoría y de que ese objeto (cuatro bastidores y una
cinta de PVC de colores) deja planteadas no pocas interrogantes
respecto del arte pictórico.
Noche
estrellada es parte de
Colourbars, serie de
obras en la que Arismendi limita los materiales utilizados a
hilo de PVC y a maderas que fue encontrando en el vertedero de basura
de su taller en Nueva York. Lo que distingue a Noche estrellada,
explica la artista, es que “funciona sola, sin el resto de
los objetos de la serie”. Si la mayoría de los objetos con los que
ella trabaja se vuelven unidades de sentido en el espacio de
exhibición, en el conjunto, para llegar a soluciones y reaccionar al
espacio concreto donde está pasando cada muestra que presenta (como
la individual Uno que
presentó en 2014 en el Subte), esta pieza que resultó
seleccionada en el Salón y obtuvo el segundo premio, es cerrada en
sí misma, cuenta una historia, contiene un relato de varias capas.
“El proceso de realización en sí es muy importante para mí”,
asegura. “Porque es un trabajo muy lento y preciso, metódico y
monótono”. Una y otra vez, aparece el tiempo, que posiblemente sea
un factor no alejado de los propios movimientos vitales de Silvina
Arismendi.
***
¿De
qué manera tu recorrido como artista se imbrica con tu propio
trayecto, el de haberte ido de Uruguay y no haber vuelto?
S.A.:
En el año 2000 me fui a estudiar a Praga, con una beca. Esa decisión
me marcó muy profundo, porque es en la universidad cuando uno
establece amistades para toda la vida, cuando uno establece sus
vínculos con la escena a la que pertenece. La verdad es que extrañé
bastante la vida en Uruguay. No hablaba prácticamente nada de
español en mi vida diaria. No fue fácil. Tal vez fue por eso que mi
trabajo comenzó a buscar formas de resolver el problema de no estar.
Pasó a ser esencial todo lo que rodeaba mi vida cotidiana, mis
rutinas y rituales; los materiales domésticos. Si bien venía de la
pintura, había decidido no pintar, porque entendí que la pintura no
era un medio que me ayudara a resolver satisfactoriamente esos temas
personales.
¿En
qué parte de ese proceso se puede contextualizar Noche
estrellada?
S.A.:
Hay varios trabajos de mi período en Praga que, en retrospectiva,
siento que tienen conexiones con mi trabajo actual. Los materiales
que elegía, de fácil acceso, baratos, desde mondadientes a esponjas
de lavar platos, empezaron a determinar el rumbo de mi obra. Y en el
momento en que decidí mudarme a Nueva York, surge otro problema: el
espacio reducido para trabajar. Eso me llevó a trabajar con
bastidores entelados de pequeño formato, a los que cubría con
gomitas elásticas de colores, creando objetos que empezaban a
cuestionar a la pintura como medio, al coleccionismo, a la propia
autoría y al abstraccionismo latinoamericano. Son las obras de la
serie UNO, que expuse en el
Subte de Montevideo.
¿Qué
pasa con la recepción de tus obras? Hay una parte del público que
las ve como simples “palitos pintados”?
S.A.:
Primero que nada, las cosas no son lo que parecen. Y, lo que suele
ocurrir, cuando un espectador se acerca a una obra como Noche
estrellada, es
que descubre que “el palito pintado”, como lo llaman a
menudo, no estaba pintado, y que no eran simplemente palitos... En
este sentido, se relaciona con la serie UNO,
la de las gomitas elásticas, porque requieren un espectador sensible
y deseoso de tomarse el tiempo de ver con atención antes de llegar a
ninguna conclusión. Ambas series nos enfrentan a objetos que se
relacionan a la pintura en sus componentes formales clásicos, sin
utilizarlos de esa manera. La obra nos invita a reflexionar sobre la
producción artística, lo que creemos o no que es arte, y de qué
nos valemos para tomar esa decisión. Creo que toda la discusión al
respecto, y que se hable de eso, de por qué sí o por qué no, es
muy interesante. A mí me gusta pensar sobre lo que hago y cómo se
relaciona con la historia del arte, con el contexto en el que se crea
obra.
Después
de la pintura
Si
Arismendi sugiere en Noche estrellada un “antes de la
composición”, una abstracción que habilita a una futura acción,
los dos trabajos de Pablo Uribe, pertenecientes a la serie Croma,
exhiben explícitamente otro tiempo, el del después, el de la
descomposición de obras anteriores que ni siquiera son propias. Y
otra vez es el espectador el que debe cargar de sentido, el que
terminará urdiendo la trama de una abstracción que no es tal y se
acerca a un juego conceptual que debe y puede jugar para salir del
efecto inmediato de perplejidad ante lo que está viendo: una serie
de muy prolijos y cuidados cuadrados monocromáticos.
Uribe
se apropia –como
se dijo–
de otras obras, de una serie de pinturas clásicas, que son en Croma
sus materiales de trabajo:
pinturas de José Pedro Costigliolo, Alfredo de Simone, Joaquín
Torres García, Petrona Viera y José Cúneo, entre otros. Esas obras
son diseccionadas en monocromos que reproducen la paleta original de
la obra. Es un trabajo de investigación, que se plantea como un
intento de mapa cromático plano de la tradición uruguaya, y para el
que contó con la asistencia de la restauradora alemana Mechtild
Endhardt.
***
¿Cómo
fuiste llegando a la serie Croma,
que presentaste en Galería del Paseo en el verano y de la que fueron
seleccionadas dos obras en el Salón Nacional?
P.U.:
Croma no fue una obra pensada para el Salón. Ya estaba
trabajando en esta serie desde mediados de 2015. Pero sí elegí dos
obras que me parecía interesante vincular con el espacio donde se
exhibirían luego: la de María Freire, cuya obra citada es propiedad
del Museo Nacional de Artes Visuales y se encuentra en exhibición en
la planta baja, y la de Miguel Ángel Pareja, por ser uno de los
artistas uruguayos que más arriesgaron en la investigación del
color en la pintura.
¿Qué
elementos de la serie venías trabajando en obras anteriores?
P.U.:
Desde hace mucho tiempo trabajo en torno a ideas de autoría,
originalidad y copia en relación con el sistema del arte. En las
muestras Entre dos luces (2006) y Superposição de
quadrados (2013) realicé intervenciones trabajando
exclusivamente con obras del acervo de los propios museos. Varios de
los proyectos de video e instalaciones se acercan a los problemas de
la pintura: Atardecer (2009), Luna con dormilones (2012),
Mono (2011) e Identikit (2012), son ejemplos de ello.
Me interesa replicar al pie de la letra los criterios museológicos.
Por eso contraté una restauradora para que realizara el estudio de
color y concretara la obra. La presencia de la figura del restaurador
es importante, ya que es quien copia el color en los museos; aquí el
cambio está en la cantidad de color a preparar y aplicar. Por otro
lado, cada vez busco participar lo menos posible en la hechura de mis
trabajos.
¿De
qué manera tu obra propone un juego con el espectador, para que él
componga los diferentes sentidos que pueden generar los cuadros
monocromáticos?
P.U.:
La apropiación, la cita, la remezcla y el guiño cómplice son
parte de mi metodología de trabajo, aunque la mayoría de las veces
el espectador no ve ningún guiño. En fin...
Bordes
de la abstracción
Las obras
de Uribe y Arismendi comparten espacio en el montaje. Fueron ubicadas
en espacios contiguos. La geometría potente de los monocromos
instala un inevitable diálogo con los bastidores colocados –casi
como un descuido–
en un rincón de la sala principal del Salón. Son juegos que
convergen en dilemas sobre el color, la abstracción y la autoría.
S.A.:
Los colores de mi obra están
dados por el fabricante. De esa manera, elimino la necesidad de
mezclar colores. La paleta se define entonces por el material que
estoy usando y los colores que ese material tiene al momento de
encontrarme con él y luego utilizarlo. En el caso de Noche
estrellada, me limité a
usar colores primarios: gris, marrón y blanco. No quería construir
una composición de colores que agradaran fácilmente, que es
justamente lo que muchas veces se le critica a la pintura, eso de la
seducción por medio del color, y el peligro de convertirse en
ornamental.
P.U.:
Al eliminar la figuración del
cuadro, sólo tenemos materiales, formatos, soporte y color. Por otro
lado, me interesa el conflicto entre figuración y abstracción, una
discusión mundial que no dejó mucha huella en Uruguay, y la
mezcolanza de citas y referencias cruzadas, desde los artistas
uruguayos de los que parto a los principales exponentes del
abstraccionsmo, como [Aleksandr] Rodchenko, Ellsworth Kelly,
[Kazimir] Malevich, Richard Paul Lohse y [Gerhard] Richter. En
resumen, el juego con el espectador sería plantear el tema de la
originalidad de la obra. Y el del lugar del autor, porque son obras
hechas a partir de colores “robados” a maestros del arte
uruguayo, realizadas por una restauradora, que a su vez remiten a
otros artistas internacionales, pero “firmadas” por mí, en una
serie que apuesta a dejarnos en presencia de una colección de
pintura uruguaya pero sin figura.
S.A.:
Hay todo un tema en este tipo de obras, no relativos a la autoría,
pero sí a la presencia del artista haciendo la obra, lo que desde un
punto de vista conceptual es completamente indiferente, ya que la
obra la puede hacer cualquiera. Pero eso al público en general le
crea problemas... porque el artista es históricamente un personaje
especial. La frase típica “eso lo puedo hacer yo” es un ejemplo
de esta frustración del espectador frente a algo que le plantea un
desafío o una lectura diferente que la contemplación pasiva. El
público no suele tener en cuenta que para llegar a ciertas
conclusiones pasa mucha agua bajo el puente. Hay que estudiar, leer,
pensar sobre la propia disciplina... Es así: el arte contemporáneo
reflexiona mucho sobre su propia ejecución, en contexto con la
historia del arte y su producción.
((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 11/2016))
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