En los tiempos que
dirigí la revista Freeway, tuve algunos desvaríos que aún sigo
considerando acertados. Uno de ellos era que solamente debían
escribir en sus páginas aquellos seres que tuvieran necesidad vital
de hacerlo. Me refiero a necesidad física, hasta extremos
patológicos. Así se fueron sumando escritores y todo tipo de
animales de la escritura. Con varios de ellos mantuve una intensa relación virtual,
mes a mes, satisfecho de recibir sus textos. Escanlar, Mardero,
Trías, Courtoisie, González Bertolino, Umpi, Mella, Dalton,
Trochon, Turnes, Trelles Paz, Fuguet, Neuman. Ese es solo el comienzo
de la lista. Hubo extremos, como la edición dedicada al personaje de
ficción María Zauber, hija de Ulises Lima, uno de los integrantes
de la banda protopunk Los Suicidas. Pero antes de desviarme del todo,
no olvido el momento que le propuse a Ramiro Sanchiz, mientras
tomábamos un café en la cantina del club Bohemios, que escribiera
una historia de veinte o treinta mil caracteres ambientada en
Montevideo, año dos mil veintiocho. Desde que empezamos a hablar,
supe que no me había equivocado: el flaco que tenía enfrente era la
persona indicada, no le temía al encargo, no le temblaba el pulso.
Es más, me contó de sus proyectos, de varios de sus libros, de sus
obsesiones con las ucronías, con los vórtices, con Bolaño, con la
ciencia ficción, con David Bowie. En esos días fue que empecé con
la escritura de "Los ojos de una ciudad china" y algunas de esas mismas
historias empezaron a volverse físicas en el calendario distópico
de esa novela, o saga de novelas, o directamente monstruo, que me
tiene todavía a maltraer. Algo de eso hablamos con Ramiro, y pocas
veces volvimos a hablar en serio -con excepción de una tarde en
Valizas que lo encontré un poco pasado de autoestima, nada grave-
hasta que leí su gran novela. Acabo de terminar, ahora, diciembre de
dos mil quince, unos cuantos años después de aquella primera charla con Sanchiz,
la lectura de "El gato y la entropía" y puedo decir que bailé,
literalmente, con los viajes de Federico Stahl, en una fiesta
interminable que transcurre ahí, en esas páginas endemoniadas. Supe
de sus historias y las de sus amigos, entrando y saliendo en el
tiempo, en digresiones, en posibilidades, en variantes que demuestran
el alto poder lisérgico de la buena literatura. Percibí varios
puntos de conexión, inquietantes, entre ambas novelas, entre
personajes como Federico Stahl y María Zauber. Más allá de las
evidencias que un obsesivo filólogo pueda encontrar -hay una muy
curiosa, en las novelas "El gato y la entropía" y
"Los ojos de una ciudad china" se sostiene, al pasar, que Cesar Aira no sería
el autor fáctico de todas sus novelas-, estas recurrencias, esta
sensación de espacios creativos contiguos suele aparecer de tanto en
tanto. Tal vez la razón esté en el "corte", como diría
un merquero, en la proporción de Bolaño, de Ziggy Stardust y de mil
detalles más que oficien de preparación en una no tan hipotética marmita. Eso sí, este flaco, Sanchiz, se
cayó en la marmita. Está despegado. Parió una novela infernal. Una
de esas pocas que suelen dejar más intrigas que respuestas. Me
haré cargo de una, Ramiro, o Federico, o quien sea: la de rastrear
la llave perdida que el tío de Federico le regaló a una chamana que murió
hace algunos años en el desierto de Sonora. Creo tener una pista.
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