del palo




Hay varios cantantes de rock, acá en Montevideo, que se desmarcan del resto. Vienen del linaje rasposo, cervecero, lumpen, del punk rock esquina noise. Uno es el inigualable Pedro Dalton, el buen muchacho que marcó un estilo propio y tiene varios herederos en eso del inglés disléxico, como Juan Stoll de Genuflexos. Otros dos vienen también del under, de la corriente menos brit del rock uruguayo, la garagera, la del lo-fi.
Nico Barcia, voz y guitarra de los Eléctricos, volvió hace varios años con una banda de mala fortuna pero explosiva llamada Hotel Paradise. El centro conceptual es básico: rockear con el gran amigo Walo en los palos, concentrarse en la sensualidad del garage y provocar canciones que dicen cosas como "mucha pija y pala/ no puede parar/ dicen sus amigos/ que es la hija de Satán/ y que tiene el coño/ más caliente que un volcán". Es así, los personajes de las canciones de Nico están "hasta las manos", se mantienen así desde los tiempos del Psychosound y el "Alcohol, Alcohol". Siempre más allá del borde, enroscados, con la emoción a flor de piel. No falta, bienvenido sea, un excitante momento crooner en "Solo quería tocarte", uno de los grandes momentos de un disco debut que se hizo esperar más de la cuenta (los primeros shows fueron en 2008, con otro bajista y el Adler en la otra viola). Pero hay más de Nico Barcia: en Bandcamp está disponible el disco que se mandó con Matías Cantante, firmado como Reyes Estallar. Allí también da clases de cantante de rock, con la certeza de que para ser un maestro hay que saber rimar palabras sencillas y siempre acertar en el voceo, demostrando que se puede hacer en español, como Pappo, Pity, AC y otros tantos intoxicados.
Yamandú Gallo, voz y guitarra de Rouge, es otro caso excepcional, en el que letra y música, voz rasposa y lo-fi, vuelven rock al rock, que es precisamente lo más difícil en tiempos en que la técnica y la producción artística se devoran toda posible emoción. Los dos discos anteriores de Rouge -Guacha Life y Baja fidelidad- mostraban el mejor linaje de otro grupo de mala fortuna. (Al final hay que pensar que la fortuna está en relación con la posible baja cultura musical del público). En este tercero se superan: logran el mejor sonido Rouge, con muy buenas baterías de Yaffé, que pegan seco y acompañan los riffs de cuerdas y vocales. Canciones de amor, más bien de desamor, historias de perdedores, es el sello de Gallo. "Qué pena", la lisergia abolerada de "Muchacha tonta", la nueva versión de "La balada de Chico Momia", son varios de los temas más efectivos. Y Gallo además, como Barcia, tiene en Bandcamp un cancionero solista -Después del invierno- que marca la pauta que es un autor mayor.

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 11/2014))

otro teatro


// Otro Teatro, en formato solo, es el último proyecto coreográfico de Luciana Achugar. El proceso de creación empezó en abril de 2013, en Montevideo, en el marco del FIDCU. Fue presentado por primera vez en el Walker Art Center y luego en el New York Live Arts en 2014. El trabajo de Achigar ha sido definido por la crítica como "una aniquilación total de la cuarta pared" (Caroline Palmer, Star Tribune, Minneapolis) y "apocalipsis hippie y punk vaginal" (Eva Yaa Asantewaa, InfiniteBody, Nueva York). //

La bailarina y coreógrafa Luciana Achugar tiene, desde varios hace años, su centro de operaciones en Nueva York. En 2004, estrenó A Super Natural Return to Love, trabajo coreográfico que le permitió hacerse un lugar en la Gran Manzana. El gran golpe lo dio en el 2010, con Puro deseo, espectáculo que presentó en la mítica sala The Kitchen. Suma otros tantos espectáculos y performances, todos con la seña de la experimentación y planteos estéticos provocativos.
A Super Natural y Puro deseo llegaron a verse en Montevideo, en el Solís. El primero con un elenco de bailarinas uruguayas; el segundo en su puesta original con Luciana y uno de sus más estrechos colaboradores: Michael Mahalchick. Las idas y vueltas entre Nueva York y Montevideo la llevan a replantearse no pocas circunstancias creativas y también personales. "Las experiencias anteriores fueron muy lindas", cuenta Achugar. "Primero que nada por el reencuentro con gente de la danza contemporánea con las que yo me había comenzado a formar y quienes me influyeron mucho en el principio de mi carrera. Pero también debo admitir que es difícil presentar algo que ya hice antes con gente de allá, y en parte frustra venir con poco tiempo y no poder hacer todo un proceso creativo desde el principio al fin". Esta situación la remeda, un poco, con Otro Teatro, espectáculo que estrenó este año en Nueva York pero que comenzó a pensar y desarrollar en Montevideo, a principios del año 2013. "Volver de a puchitos me hace querer volver de veras, pero no es tan fácil".

***

¿Está en tus planes instalarte en Uruguay? ¿Cuánto te remueven estas idas y vueltas creativas?
Este ir y venir me remueve muchísimo, porque cada vez que vengo me acerco más a la gente de acá y me dan más ganas de estar más acá; y cada vez que vengo estoy muy ocupada y me dan más ganas de venir con más tiempo para poder tener un proceso más tranquilo y a tiempo real con gente de acá, o ganas de asistir a más espectáculos de otros artistas de acá y de formar parte del diálogo sin caer del vacío, mostrar algo e irme, lo cual se siente como algo artificial o al menos medio desconectado con el medio. Pero más que nada, lo que remueve tiene que ver con lo personal. Yo me fui con la idea de volver pero me fui quedando allá un poco más y haciéndome mi lugar allá, y ahora volver resulta muy complejo. No quiero ser demasiado dramática, pero la verdad es que me siento como que estoy atrapada entre dos mundos; cada vez quiero estar más acá y es difícil lograrlo económicamente. Y por cuestiones prácticas de familia, porque tengo un hijo con alguien de allá. Quizás esta situación que me creé yo a mi misma venga de ser hija del exilio; el fantasma de la dictadura todavía está muy presente en mi vida personal. Por suerte, con Otro Teatro, por primera vez logré recibir apoyo de fondos de allá para poder hacer algo acá; eso es muy importante porque siento que lo que he construído allá puede finalmente ayudarme a hacer cosas acá.
¿Cómo fue el proceso de creación de Otro Teatro?
Es una obra que está hecha entre los dos lugares, entre Montevideo y Nueva York, y con colaboradores de ambos lados. Es un solo pero a la vez no lo es. Sé que eso suena misterioso, pero no quiero explicar ni describir qué es lo que sucede en la obra exactamente, porque creo que es mucho más interesante para el público poder tener la experiencia de estar dentro de la obra sin saber demasiado qué va a ocurrir...
¿De qué manera este trabajo continúa y profundiza la búsqueda conceptual de romper la cuarta pared?
Lo más importante de Otro Teatro, para mí, no es la ruptura de la cuarta pared, aunque de cierto modo eso sucede, sino más bien el deseo de alejarme de un modo de producción de la danza que se asemeja al modo de producción de una fábrica, donde los trabajadores, en este caso los bailarines, son los fabricantes de un producto de consumo para el espectador. Parto en Otro Teatro del deseo de devolverle a la danza su potencial de ser algo más cercano a un rito, a una ocasión para la comunión de los cuerpos presentes todos, inclusive los cuerpos de los espectadores. Devolverle a la danza la capacidad de hacernos trascender lo mundano, de ser más una curación necesaria de nuestro vivir en sociedad que un entretenimiento o un producto más para el consumo del espectador.
¿Cuanta es la importancia en buscar y encontrar la intensidad del rito, de la comunión?
Es fundamental. No me interesa romper con convenciones escénicas por el hecho de romper con ellas, porque en realidad soy muy consciente de que ya se han roto todas las convenciones. Si hay convenciones a las que yo no me atengo es más bien porque no me identifico con esas convenciones, porque siento que son necesarias sólo si estás creando otro tipo de trabajo. La comunión y el rito son aspectos de mi trabajo que aparecen sin que yo los busque conscientemente, y luego cuando ya están allí me doy cuenta que aparecen porque de última mi interés por la danza tiene que ver con algo muy existencial, algo que va más allá de hacer coreografías en el mundo profesional de la danza contemporánea; tiene que ver con otras experiencias de vida y con una resistencia de un sistema de consumo implacable que arrasa con todo.
¿Qué cosas sentís que han variado, en la percepción del cuerpo, en la danza contemporánea?
No siento que pueda definir lo que es el cuerpo del bailarín contemporáneo, pero sí podría decir que he observado un pasaje desde un cuerpo más duro, rígido quizás, incluso menos complejo que el cuerpo de la danza moderna. Hoy en día hay un mayor interés por estar o ser un cuerpo conectado a nivel de órganos, fluidos, tejido conectivo o sistemas glandulares, y no sólo por el sistema óseo y muscular. Creo que el cuerpo del bailarín tiene una mayor diversidad. Hay quienes siguen muy interesados con el lenguaje del ballet, pero lo apropian desde la contemporaneidad, y lo mismo con otras técnicas o modos de estar en el cuerpo. Yo prefiero apostar a estar en mi cuerpo de forma activa, es decir que planteo que mi cuerpo es el proceso creativo mismo. El espacio para la creación, estar en el cuerpo de hoy, es la creación del cuerpo del futuro; y es por eso que prefiero o más bien elijo crear una utopía, intentar la posibilidad de otro cuerpo y otro teatro que aún no hemos sido capaces de percibir por la incapacidad de abrir nuestras mentes y cuerpos y dejar el miedo y la resistencia al cambio de la lado.
¿Qué significa para vos el acto de bailar?
Bailar es tantas cosas... Es tan amplio que es muy difícil poder definirlo. Pero para mí un aspecto fundamental del bailar es que es una celebración de la vida. Suena cursi y quizás esa ya sea una frase tan trillada que suena vacía, pero cuando una está bailando entiende, no de modo analítico ni intelectual, sino más bien de modo vivencial, que bailar es como rezar y adorar a todos los dioses y a su vez es un acto totalmente pagano, carnal y sensual. Bailar nos recuerda el placer del estar vivo en un cuerpo, de estar en comunidad, nos permite liberarnos de convenciones de uso de nuestro cuerpo y nos conecta con un aspecto de nosotros que no está necesariamente directamente relacionado a nuestra identidad social. Bailar nos acerca a la tierra, nos da raíces y a su vez nos acerca a dios. Nos permite transcender el cuerpo, pero sin escaparlo, sino más bien entregándose más profundamente a la experiencia de simple y llanamente cuerpo.



((artículo publicado originalmente en revista CarasyCaretas, 11/2014))


ochenteros


El primer libro ochentero, visiblemente apurado y concebido en el mismo momento que se desarrollaba la movida rockera posdictadura, se llamó Fuera de control y lo escribió uno de los personajes centrales, el productor discográfico Alfonso Carbone, con la ayuda del legendario periodista Raúl Forlán Lamarque. Se centra en las bandas que participaron del primer Graffiti, recopila no pocas anécdotas en caliente y tiene el gran valor de primer testimonio. Es un libro que empieza a contar la historia, y sienta las bases de un posible mapa de familias sonoras, tribus, contextos, también de influencias.
Debieron pasar tres décadas, tiempo más que necesario, para que aparecieran revisiones, cartografías a la distancia de una época tan fermental y removedora, como precaria en la posibilidad real de desarrollar una escena que creció sin padres, casi sin in/formación, pero que logró articular dos o tres discursos estéticos potentes -derivados del post-punk y la new wave- que dejaron su impronta en la música uruguaya. En pocas líneas, el centro del estallido debe buscarse en Los Estómagos, en Los Traidores, en esas mismas bandas del Graffiti, pero el corpus empieza a complicarse cuando se articulan o no obras tan o más importantes -de la misma generación- como las de Cuarteto de Nos, La Tabaré y otras propuestas de importancia capital y también contemporáneas como los casos de Jaime Roos, Fernando Cabrera, Jorge Galemire, Eduardo Darnauchans.
El periodista Mauricio Rodríguez se apoya, en su libro En la noche, en entrevistas directas, en testimonios, para poner por escrito diferentes "historias" que tienen como protagonistas a los principales grupos de la movida Graffiti. Es un libro escrito desde el rock y que deja filtrar zonas de conflicto estéticos y generacionales. Es un libro que suma muy buena información y que marca su límite, su frontera, en el territorio rock-generación-posdictadura. Pero si se lee otro libro "de rock", aunque no explícito, como la biografía dedicada a Eduardo Darnauchans, de Marcelo Rodríguez, puede ocurrir algo interesante: que ambos libros no tengan casi puntos ni contextos en común, como si fueran dos historias paralelas, en el mismo territorio y tiempo, pero que se desconocen entre sí. Esto abre la necesidad de miradas más abarcadoras y que muestren y articulen vasos comunicantes, que prueben a abrir las no pocas puertas cerradas.
Errantes, de Gustavo Aguilera, volumen que se suma este año y que tiene entre sus virtudes el integrar buena información, más entrevistas directas y un excelente material fotográfico, se mueve en el mismo "problema": es un libro de rock, desde el rock, desde la tribu. Los protagonistas son otra vez Los Estómagos, Los Traidores, Zero, también El Cuarteto y un poco el metal. Hasta ahí. No se cuentan las historias con el rigor periodístico de su colega Mauricio Rodríguez, pero Aguilera tiene precisamente a su favor una explícita mirada subjetiva que le permite armar un honesto mapa del rock como contracultura y sus conflictos internos y externos. Es, además, un libro que se lee rápido y que integra registros gráficos de gran interés documental. Eso sí, el lector no podrá contestarse demasiadas preguntas sobre lo que pasó realmente en los ochenta, aunque ese no sea el propósito de Aguilera, si se atiende al ambigüo subtítulo de "Historias del rock nacional". Lo que equivale a decir que son algunas historias las que se quieren contar, lejos de lo exhaustivo que indicaría el singular "Historia".
Por eso, si se busca una historia ochentera, armar un mapa más objetivo -dentro y fuera del rock y sus fronteras resbaladizas- es recomendable sumar la lectura aparentemente arbitraria y caprichosa de 111 discos uruguayos de Andrés Torrón. Debajo de lo lúdico de la selección, el autor, destacado crítico musical, deja más que claro las diferentes familias proto-rockeras, de fusión, mestizajes, urbanas o no, de la escena musical uruguaya de las últimas décadas. Y, por cierto, le saca muy buen jugo a los ochenta, donde además de Estómagos, Traidores y Tontos, y toda el saludable parricidio juvenil, se asistió en Uruguay a uno de los momentos más fermentales de la creación musical, desde líneas también rockeras que vienen de Mateo, Dino, El Darno, los primeros discos de Roos. Torrón apuesta, por ejemplo, a explicar el tono minimalista del primer disco de Los Estómagos en cierta precariedad común y contextual -por ejemplo- con Mateo y otros pioneros de los sesenta. Esa sola certeza anima a derribar más muros entre relatos que, si bien estimulantes, no deberían quedarse en la trinchera.

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 11/2014))

memoria presente


Entre las obras seleccionadas al último Salón Nacional, existe una, la instalación net-art de Jorge Soto, que debería ser exhibida en forma permanente en algún sitio del museo, o tanto mejor proyectada en un muro o en una pantalla que esté ubicada en la vía pública. Es una obra simple, potente y que se conjuga en tiempo presente. Es una obra cuyo propósito último sería paradójicamente el de no existir y que cobra sustancia y densidad en la interpretación de cada espectador. Y, en el plano formal, logra una sensación que pocas veces se consigue: alinear la frialdad de la técnica del net-art con la provocación temporal de la performance.
¿Qué representan esas series de contadores, exactamente ciento noventa y tres, la mayoría de ellos en sucesión creciente, contando un segundo tras otro? Cada contador detalla la cantidad de segundos entre la desaparición de personas durante la dictadura uruguaya de los setenta y el instante de visualización de la obra. Hay algunos números fijos, estáticos. Ellos representan a los niños restituidos a sus familiares y aquellos detenidos políticos cuyos restos fueron encontrados.  
La instalación de Jorge Soto es una de esas obras capaces de conmover y que demuestran la validez y oportunidad de un arte político que formule planteos originales y efectivos. La sobriedad de los contadores, sumada a lo implacable del transcurso del tiempo, ejercen en el espectador la sensación de que la historia no se ha cerrado, que las heridas siguen abiertas, que hace falta verdad, mucha verdad, para que todos los contadores puedan llegar a detenerse en un futuro.
"La obra no está inacabada", precisa Soto. "La situación que la genera sí, por lo tanto es una performance que tiene, o debería tener, una obsolecencia programada que no depende de mí. Como lenguaje programado la obra puede tener diferentes configuraciones, ya sea en la red o en una sala de exposiciones, o en cualquier lugar que tenga acceso a la web, pantallas, monitores o celulares". Esta versatilidad es la que permite que, aún terminado el tiempo de exhibición en el Museo Nacional, pueda verse en el blog del artista (jfsotoobras.blogspot.com).

((artículo publicado originalmente en CarasyCaretas, 11/2014))

juegos peligrosos


Se pueden decir muchas cosas a propósito de la novela Cordón Soho. La primera, y más obvia, es la percepción de que releída dentro de unos cincuenta años será esclarecedora de cierta sensibilidad juvenil contemporánea, de chicas y chicos que hoy deambulan por el filo de los treintaypico.
El talento de Mardero como observadora de comportamientos, conductas y tendencias es tan fino, jugado a un naturalismo tan sutil, que la volverá ineludible al armar un mapa emocional-generacional, al igual que las novelas de sus colegas Dani Umpi y Patricia Turnes. Si se quiere conocer qué tan dinámicas y movedizas son estas "formas y maneras", vale la pena releer, aquí y ahora, las primeras cincuenta páginas de El paredón, una de las grandes novelas de Carlos Martínez Moreno, fechada en 1962. Se descubrirá, como en las de Onetti, el fuerte convivio machista de tres o cuatro generaciones atrás. No era fácil la vida sentimental entonces; no lo es tampoco ahora. Pero el barrio, por suerte, ha cambiado.
Cordón Soho es una novela de relaciones, de jóvenes adultos que crecen a su manera, en una micro-sociedad en la que comparten señas culturales, gustos y modelos de vida. El mundo estrictamente adulto -el de los padres, o el de los que son padres- es lejano y apenas aparece para dar una mano con un alquiler, o para marcar el ritmo de trabajos y dependencias que no resultan represores ni demandantes. La novela se centra en la historia de Valentina, en sus vaivenes afectivos con Pablo y Carolina, en la convivencia con amigos, en idas y vueltas que comprueban que la noche sigue siendo -y en esto no corren las generaciones- el escenario por excelencia de esos "juegos peligrosos" que mueven pasiones y definen la geografía de un barrio, de una ciudad. Montevideo es, en definitiva, los personajes que la habitan.
Hay un detalle lateral, no menor. La cita a las películas de Abel Ferrara -entre ellas Juegos peligrosos- posiblemente explicita un guiño de Mardero al realismo sucio de los noventa. Si bien la suya no es una novela nihilista, ni tampoco cínica, como lo son las novelas de iniciación inspiradas en Menos que cero de Easton Ellis, que tuvieron sus representantes locales en Escanlar, Mella, en las tardías novelas de Barrubia, la insatisfacción -o el conflicto- se centra al igual que ellas en cómo resolver lo afectivo. No es fácil, ya se dijo antes. La pluma de Mardero desliza en sus personajes decisiones ambivalentes, inseguras, que van definiendo una serie de fotografías en las que la amistad parece estar un escalón más arriba que el lanzarse a la búsqueda del amor, que ya se sabe incluye indefectiblemente al desamor.

((artículo publicado originalmente en revista CarasyCaretas, 11/2014))

la construcción de una voz

Hay una certeza que parece cumplirse en el disco El mar sin miedo de Fernando Santullo, la de que las canciones pertenecen, casi indefectiblemente, a un lugar. Por supuesto que viajan, y mucho más ahora que las construcciones sonoras -desde las más confortables hasta las alternativas- circulan por redes y formatos digitales. Pero hay un territorio, físico, entrañable, que las contiene, que las soporta, que las vuelve parte inseparable de geografías emocionales.
El ejemplo paradigmático, en la canción popular uruguaya, es el de Jaime Roos. El tipo se fue, con algunos de sus amigos de Patria Libre, a Madrid. Un poco por bohemia, otro poco por escapar del infierno de los represivos años setenta. Pasó por París. Se radicó en Amsterdam. Salieron sus primeros cancioneros solistas. Los mejores. Allá, a la distancia, pintó Montevideo. Y esas canciones se afincaron, para siempre, en el mapa de la canción rioplatense. Podrán ser disfrutadas en cualquier parte, pero esas canciones siguen relatando cosas de esta parte del mundo.
Por eso, cuando Fernando Santullo dice, después de una larga conversación sobre temas diversos, que lo que a él le "tira" es México, demuestra que su problema de patrias e identidades es acaso irremediable y que al mismo tiempo tiene muy claro que sus canciones viajan en un solo sentido. Porque después de tantas cruzas, mutaciones y la construcción permanente de una voz, sabe que por más maquillajes que intente, lo que le salen son versos como "lo que mata es la humedad", o ese latuiguillo que se tensa en la batería reguetonera de Rodino: "Cuando mi mente está/ donde mi alma tiene que estar/ sé que mi pecho encuentra el latido". Un momento perfecto del nuevo disco El mar sin miedo. Un posible centro conceptual, si se buscan respuestas en lo dicho, o sea lo cantado.
"Lo que me tira es México", dice Santullo. Lo dice porque un rato antes contó de los días que pasó con su familia en la oficina del consulado de México, cuando tenía ocho años y era invierno, el invierno de mil novecientos setenta y seis. La oficina quedaba en el Edificio Ciudadela, esa torre invisible para los montevideanos y que Fernando lleva marcada en su adn. Nada volvería a ser como antes. Fue el momento de la fractura, de empezar a sentirse de "ningún lugar". Luego vendrían algunas semanas en la casa del embajador, en Carrasco, junto a otras familias de perseguidos políticos, hasta llegar en auto diplomático a la escalerilla de un Panam. Sin escalas al DF. Exilio. Amigos acá y de allá. Canciones de acá y de allá. Amigos mexicanos y otros como él, uruguayos mexicanos, como Juan (Campodónico) y Carlos (Casacuberta), camaradas más tarde de la aventura de Peyote Asesino.
L.Mental fue su careta, su alias, el nombre que eligió para empezar a cantar/rapear, en Montevideo, ya de vuelta, en los años noventa. Esa es historia conocida, como la decisión de volver a hacer las valijas para irse a la mierda, hasta el cuello por la crisis del dos mil uno. Nuevo destino: Barcelona, ciudad que abrió un triángulo de idas y vueltas, con los versos tatuados de una canción de Tita's: "Não sou de nenhum lugar/ Sou de lugar nenhum".
Allá, en su casa de Castelldefels, escribió las canciones de su primer disco y volvió a las grabaciones, con el apoyo del colectivo Bajofondo. Empezó el juego de volver al Río de la Plata. Las canciones llegaron antes que él. En parte es por eso que sintió el golpe cuando las puso en el escenario y no sonaban como pretendía: las quería más crudas, más de barrio. Esa textura es la que fue buscando en los últimos años. Eso es El mar sin miedo. Un disco-manifiesto. Un disco de canciones que son de acá, soñadas en las idas y vueltas entre Castelldefels y el Río de la Plata.

Atravesando el mar
Una voz se construye. Lleva tiempo, más si se suman exilios. Por eso, para explicar la voz de El mar sin miedo, hay que volver hacia atrás en el tiempo. Porque una voz resume capas de vivencias y de influencias. L.Mental tenía el rapeo, un latiguillo que se cruzaba entre House of Pain, el gusto por el metal y cierto aire tanguero. Pero no se sentía cómodo. Empezó a buscar otra cosa, ya lo dijimos, en las primeras maquetas de su primer disco solista. De eso hace ya unos años.
Abandonó finalmente la máscara cuando entendió cierta paradoja de los discos ochenteros de Fernando Cabrera. "Una vez lo entrevisté y me dijo: 'para qué quería ir yo hacia ese lugar (se refiere al sonido The Police), si no era adonde quería ir'". Ahí, dice, le bajó la ficha. Tenía que buscar el camino propio. Ser él: Santullo. Juego complicado de identidades: ser el de "ningún lugar", lo que le permite acertar una poética transversalmente montevideana.
Tampoco se sintió cómodo con el sonido elegante de Bajofondo. Decidió volver al formato banda, al rock, y si es posible a un garage setentero: "No quería ningún teclado posterior al ochenta y dos; quería bichos reales, sonido físico, una paleta intencionalmente acotada". Sonríe cuando subraya que todos los integrantes de su actual banda -y el productor Guille Berta- son fans de Los Lobos. Y si pone como referencia sonora de El mar sin miedo al penúltimo disco de Mellencamp, grabado en mono, aclara que la actitud -sin embargo- no es vintage, sino similar a la que tienen los Black Keys para hacer hard-blues.
¿Dónde está Santullo en El mar sin miedo? Donde tiene que estar. Rapeando, y casi siempre cantando, metiendo electricidad y siendo honesto con lo que le gusta y lo que quiere. Estas nuevas canciones tienen el tempo adecuado, el que puede sostener en un escenario, porque en definitiva el rap es físico y nunca puede ser de laboratorio, porque no se puede salir a la cancha y quedar disléxico, o algo así, fuera de tono. Y aparece, sin forzarlo, ese aire que se le cuela de Roos esquina Lazaroff, claro que desde su impronta de latiguillos y acting rapero, o bien desde un estilo propio que sabe decir sin apoyarse en las melodías.
El disco abre con "Lo que debo". Guitarras metálicas acompañando y pega fuerte el "no me pesa entender que la culpa es mía/ me la banco no hay tu tía". Buena pluma, para sobrevolar el mar sin miedo y conectar con los viejos tiempos peyoteros. "Espiral" ya es otra cosa: es pop. No es agradable, porque se cuela una nostalgia distorsionada, que hace ruido y contagia. Funciona como esas olas que van para atrás, antes de que venga la otra ola. Y la ola que viene es la del toque bien callejero, bien Roos, la "tonalda indulgente" de "No hay vuelta", un temazo en el que ya queda claro la clave del asunto: las bases, las baterías, los bajos. Diez puntos para Rodino, o para Emiliano Pérez cuando le toca llevar los palos. Diez puntos para Daniel Benia. Y después viene el hit de estadio, el "Contraluz", canción épica que pide coro y tiene una cosa de Sórdromo, de esa generación de canciones que quedó marcada por el "Gris" de Loop Lascano.
Las cuatro primeras canciones de El mar sin miedo muestran casi toda la paleta de Santullo, los flancos cancionísticos que domina a la perfección. La fiesta se completa con "Dios y el Diablo" y su mantra reggaetonero. Vuelve el rapeo y se cierra el círculo. Lo que resta del disco es viaje, es canción montevideana contemporánea a full. Solo hay que tomarla y dejarse llevar. Para escuchar, para bailar, para cantar.

((versión extendida de artículo publicado en revista CarasyCaretas, 11/2014))

nostalgia parisina


No es simplemente nostalgia francesa lo que comparece en el juego literario que Rafael Mandressi arma en su novela Siempre París. No es tampoco un mero chiste cortazariano, ni una versión parisina de un salvaje detective -eso sí, de texturas ineludiblemente onettianas- tras el rastro de un tango que quizás nunca haya sido escrito. No es todas esas cosas, de acuerdo, pero en la bruma de la lectura de sus páginas, en el desplazamiento de historias de amor y desamor que entran y salen, que emergen y se desvanecen, logra Mandressi evocaciones de momentos que pudieron o no haber sucedido. Y también, algo muy grato para el lector, es posible llegar a atisbar los movimientos sonoros de ese tango llamado "La Viuda" y del que se le ha perdido el rastro, igual que a su autor, un oscuro personaje llamado Ricardo Mussi, un montevideano atrapado por París en los días de la ocupación alemana.
Hay tradición de la buena en la literatura de Mandressi, uruguayo nacido en 1966 y radicado en París desde hace más de una década. Si bien sus intereses como ensayista lo han llevado a otros territorios del pensamiento -La mirada del anatomista, publicado en francés en 2003 y en español en 2011 es un libro que trata sobre la historia de las disecciones anatómicas, y entre sus proyectos futuros destaca una historia de las neurociencias- era conocida, desde el periodismo cultural, que ejerció durante los años noventa en la revista Posdata, su afición por la literatura de Julio Cortázar, la de Juan Carlos Onetti, y muy especialmente como estudioso del tango.
Todo ese cóctel es lo que aparece Siempre en París, una novela (casi) extranjera, escrita en homenaje al tango y en la que Mandressi opta por desacomodar tiempos y espacios. Se mueve entre el presente del narrador y la disección de la historia de Mussi, en los lejanos años cuarenta del siglo pasado, que le fue contada por Georgette, una prostituta parisina que terminaría viviendo en la sureña Montevideo. Lo interesante es que el presente, acaso, se vuelve más brumoso aún que los relatos de la "viuda" Georgette, y el personaje, existencialista y cínicamente onettiano, cuenta de sus desventuras amorosas, de sus derrotas y logra salir de París para encontrar no pocas respuestas en un intempestivo viaje a la italianísima Nápoles.
Siempre París es una muy buena novela, uno de esos libros casi invisibles y poderosos que suele regalarnos la siempre fermental tradición literaria uruguaya. Agrega, en Rafael Mandressi, un nuevo nombre a tener más que en cuenta.

((artículo publicado originalmente en revista CarasyCaretas, 11/2014))

tejer el manto


La energía de la obra colectiva se concentró al máximo en los nueve minutos que duró la ceremonia-ritual de desplegado del gran manto. El escenario fue la sala de entrada del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). La artista Florencia Flanagan, con el apoyo de la coreógrafa Federica Folco, diseñó una performance muy particular para el montaje inaugural, acompañada por setenta de las ciento dos personas que participaron en los talleres. Fue un momento de comunión, de pura potencia, que cerró varios años de investigación de los vasos comunicantes entre arte, vida y yoga, y que colocó –a los ojos de la comunidad, en el espacio del MNAV– una obra singular y de alto impacto sensible.
Todo comenzó cuando Flanagan formuló el proyecto en el Espacio de Arte Contemporáneo (EAC) y planteó la consigna “amar, reparar, crear”, entendida en el sentido de que sólo mediante el amor es posible ir a zonas delicadas, dolidas, desconocidas, hacer una reparación, y a partir de esa reparación crear nuevos modos de ser, habitar, hacer, crear, vivir. Ese es el centro de la obra Tejer el manto, el punto cero, el centro conceptual de un trabajo colectivo en el que trabajó con el apoyo –en todo momento– de Graciela Laport Silva, su mano derecha en los talleres.


¿Qué significa para vos, íntimamente, haber concretado una obra como Tejer el manto y exhibirla en el MNAV?
Es gracioso: nunca consideré otro espacio de exhibición para esta obra que no fuera el Museo Nacional. No sé bien por qué, tal vez porque considero que es imprescindible que estas voces comiencen a ser escuchadas, validadas: las voces intuitivas, que nos conectan con nuestra esencia, con la memoria de nuestras ancestras. Y, fundamentalmente, dejar salir de nuestro interior las voces que nos liberan para poder expresar nuestra potencia afirmativa y creativa y que esa potencia resuene en cada una de nuestras células y átomos. Así fue todo el proceso de Tejer el manto. En 2011, cuando presenté el proyecto en la residencia del EAC y me dieron dos espacios (ex celdas), uno para crear y el otro para exponer el proceso, mi primer gesto –ahora lo veo medio kamikaze– fue dibujar en las paredes de la sala de exhibición todas mis ideas: un gran manto compuesto por cien piezas. Allí se empezó a filmar, siempre con la idea de hacer un documental, y empecé a registrar ideas pensando en un libro-catálogo. Tal vez era una locura, algo muy ambicioso para este medio, pero nunca dudé de que lo iba a hacer ni de que sería en el mejor lugar.
¿Qué consignas intervienen en la creación del manto?
Recorrimos lugares muy diversos en cuanto a situaciones sociales y culturales. Y lo que pregonábamos era que todas y cada una de las personas pudieran ser ellas mismas, que todas somos distintas y cada una tiene un lugar único y sagrado. En el proceso de los talleres veíamos a las personas por completo, mucho más allá de las palabras que emitieran, a través de sus posturas físicas, sus gestos, en los materiales que traían para dejar en su manto, en cómo se enfrentaban a la tarea, cómo cosían o no podían hacerlo, en cada gesto. Y como la idea no era establecer relaciones de poder, una vez terminado el proceso nosotras nos mostrábamos por completo. Además de ser muy sanador para todas, eso nos dejaba en una situación de completa horizontalidad.
¿Por qué la elección de la forma circular para los trabajos individuales?
El círculo es el símbolo de la totalidad en todas las culturas; representa los ciclos de la vida. Es también una forma asociada al cuerpo femenino. A su vez, desde el punto de vista formal, el círculo te lleva a generar determinadas composiciones, y me aseguraba el éxito visual una vez que uniera los mantos, en la enorme diversidad de estéticas que iban emergiendo en los distintos contextos. Nunca tuve duda de que la forma era el círculo. A su vez, los círculos, para poder ser unidos, se inscriben en un cuadrado: ese también es un símbolo utilizado en los yantras, en la medida en que el cuadrado, de algún modo, contiene.
¿Sentís que la opción de unir el arte y la vida, por medio del yoga, te llevó a crear y desarrollar una obra colectiva como la de Tejer el manto?
Ha sido un proceso interno, de hacerme cargo. Considero que unir distintos fragmentos en una única pieza es una acción que tiene profundas afectaciones en la psique. Y yo no soy inocente; cuando decido embarcarme en este viaje soy consciente de estas connotaciones y me dejo tomar por ellas. Y les agrego mis cosas: crear la obra estando juntas en un taller, hacer yoga para dejar afuera nuestros condicionamientos, para conectar con nuestra chispa creativa, y después el encuentro de todas las personas para desplegar juntas el manto el día de la inauguración. Personalmente, quise hacer un manto durante años, y no pude. Recién comenzó a fluir la obra cuando comprendí que se trataba de una tarea colectiva. Entonces, en eso de hacer visibles cosas que están en el aire, considero que son tiempos en los que es necesaria la interrelación, la toma de conciencia de que conformamos una trama. Los humanos, los animales, las plantas, los elementos.
Hay un detalle que no es menor: hacía varios años que te habías alejado de la producción formal como artista. ¿Cuál es la razón o las razones que hicieron que te alejaras de la escena, del desarrollo de una carrera muy exitosa?
Yo venía por un camino en el que producía imágenes muy críticas de los modelos de personas que nos impone la sociedad, en especial la sociedad del consumo. Hablaba, a su vez, de los vínculos, de la necesidad de vincularnos con nosotros mismos y los otros de un modo distinto. Digamos que lo hacía con dolor e irreverencia, con rebeldía e inconformidad. Hablaba desde las entrañas y desde la mente. Aquello funcionó bien, a la gente le impactaba y dentro del campo del arte tenía un lugar de reconocimiento. Pero llegó un punto en que para mí perdió sentido. Ya lo había dicho y no quería seguir hablando de lo mismo. Fue como llegar al fin de un camino, a un lugar insondable, como un desierto, un lugar desconocido, por cierto. Por lo tanto, la única opción fue el silencio. Claro que para una persona inquieta como yo no fue fácil ni simple. Durante todos esos años dejé de mostrar pero nunca dejé de buscar ni de experimentar; pero eran gestos fragmentados. La única certeza era que necesitaba unir el arte con la vida y con el yoga. Necesitaba integrar.
Mirando en perspectiva, ¿qué momento destacás de tu producción anterior, la de los años noventa, en el sentido de haber sentido que lograbas un lenguaje propio, una obra que te definiera como artista?
Sin duda, la serie de obras realizadas con muñecas Barbie y Ken marcó una época importante de mi producción de los años noventa; aún hoy esa producción es referente para gente que vino después. Más allá de mi punto de vista, es un hecho a destacar. Pero desde mi perspectiva, el dibujo es mi herramienta de base en la construcción de un lenguaje. De hecho, todas las obras salen de mi cabeza a partir de un dibujo, ya se trate de una instalación, un objeto o una performance. En la obra muchas veces, le sumo cosas al dibujo: lo uno con el collage, con objetos, lo hago en paredes de salas de arte, en servilletas, lo imprimo en tela y lo bordo, le aplico objetos. El dibujo ha estado ahí desde que soy chica, es mi hilo conductor. Nunca paré de dibujar. Y en estos últimos años es un espacio sagrado que comparto con mi hija. Ella admira mis dibujos y yo realmente admiro los de ella.


((artículo publicado originalmente en revista CarasyCaretas, 11/2014))

antología calderón


La memoria de las artes escénicas debe ejercitarse y alentarse, por ser esta una actividad afirmada en el presente y en la imposibilidad de una reproducción que conserve su acción, como en el caso de la música y la literatura, por ejemplo. Es más que necesaria en el caso de obras teatrales -y por ende, sus creadores e intérpretes- que confirmaron puntos de inflexión en una escena teatral como la uruguaya que carece de un aparato crítico consistente y mucho menos reflexivo, con la excepción de dos o tres críticos y un puñado de investigadores que trabajan de manera casi invisible desde Facultad de Humanidades.
Por eso la importancia, hace unos pocos años, de acciones como la reconstrucción -apoyada desde el INAE- de tres obras emblemáticas de la posdictadura: El herrero y la muerte (símbolo del teatro de la resistencia, de la dupla Curi-Rein), Salsipuedes (obra clave del eterno provocador Alberto Restuccia) y ¡Quién le teme a Italia Fausta? (punto de partida de la compañía dirigida por Omar Varela). A la posibilidad de verlas, o reverlas, se plantean vasos comunicantes entre contextos, generaciones y estéticas que pueden y deben estimularse.
El anuncio del festival Radical Calderón -un hecho inédito en cuanto a concentrar su programación en un solo creador, aunque esto sea relativo- es sumamente auspicioso. De plano, estamos hablando de una producción prolífica y esencialmente provocadora, que guarda estrecha relación con la emergencia de una nueva generación de creadores en la primera década del siglo XXI, marcada a fuego por la crisis del 2002 y el posterior desarrollo de un Uruguay de bonanza, muy diferente al de generaciones anteriores. Si bien el homenajeado es Calderón, al ser el teatro un hecho colectivo su nombre es inseparable al de Ramiro Perdomo, Martín Inthamoussú, Mariana Percovich y Sergio Blanco, además de las decenas de actores y actrices que participaron de sus obras, desde Mi Muñequita hasta La mitad de Dios, desde elencos uruguayos hasta brasileños y franceses.
Todo comenzó con Mi muñequita, o tal vez un poco más atrás, con el montaje de Las buenas muertes, pero fue "la muñequita" en el Circular, el primer gran golpe de Calderón. Humor negrísimo, cargado, al borde del punk, en un estilo escénico frontal evidenció la que luego sería marca de fábrica de su teatro, alejado de las grandes puestas de los directores montevideanos de los noventa. Los temas centrales de esas primeras obras, que luego se volverían recurrentes en Morir, Las nenas de Pepe, Obscena, la trilogía, en los trabajos más experimentales con Inthamoussú: la familia disfuncional, la dictadura, las ideologías, todo con un manejo de una pluma capaz de ir del drama a la farsa en una misma escena.


Punto de partida
"Mi Muñequita para mí lo significa todo; es un espacio de juego y libertad que nos marcó y marcó a muchos espectadores aquí y afuera de Uruguay", dice Calderón. "En Colombia seguimos yendo con otras obras y tenemos espectadores fieles, seguramente por haber sido tocados e impactados por "la muñequita". Me siento muy afortunado de haber sido parte de esa obra que cambió la inserción de los jóvenes en el teatro nacional, que generó amores y odios, de la que se han escrito tesis, ensayos, artículos aquí y afuera. Volver con el elenco original, después de diez años es para, justamente, festejar esto".
La piedra angular de la muestra Radical Calderón es probablemente esta obra, que contó con la codirección de Ramiro Perdomo desde su primera temporada en el Circular. "El teatro de Gabriel, y más específicamente sus textos, tienen de particular una gran contundencia discursiva que sin caer en mensajes moralizantes o panfletarios, encierra cierta visión ideológica del ser humano y el mundo que lo rodea, sumada a un excelente equilibrio entre situaciones o fragmentos profundamente trágicos y situaciones o fragmentos descacharradamente cómicos, los cuales se entrelazan y mezclan con una naturalidad que sorprende". Perdomo trabajó junto con Calderón en Mi muñequita y también en Or, dos viajes escénicos muy diferentes pero que guardan cierta esencia en común: "Trabajar con Gabriel -asegura Perdomo- es siempre una fiesta, un abrirse al juego incierto, un gran desafío, un tremendo aprendizaje".

Territorio experimental
Al tiempo que consolidaba un nombre en el Circular, con los trasnoches de Mi muñequita y el apoyo de público y crítica con Morir, se sumaron varias colaboraciones con el bailarín y coreógrafo Martín Inthamoussú. Conformaron una pareja creativa que tuvo su mayor impacto con Los restos de Ana, estrenado en la ACJ, posiblemente una de las grandes ausencias del ciclo Radical Calderón
El espectáculo que sí puede verse de la dupla es SIA, un intercambio de baile, música y textos que explota la veta más experimental de Calderón. "Trabajar con Martín es puro juego", dice. "Con Martín puede pasar de todo y nada a la vez; no puedo decir mucho más... Mientras pienso en SIA no me puedo sacar la sonrisa de la cara". SIAsigla de "Sistema Interactivo Abierto" le permitió a la dupla hacer una pequeña gira por todo el país, en el año 2009. "La idea fue dejarnos sorprender", resume Inthamoussú. "Después de varios años trabajando juntos fue un desafío más difícil pero muy rico". El bailarín, sin embargo, no puede evitar el recuerdo de Los restos de Ana: "Fue el espectáculo que más me acercó a Gabriel, por su creación en residencia, las giras internacionales y las temporadas en Montevideo".
Las colaboraciones con Perdomo e Inthamoussú, y las coincidencias estéticas con Mariana Percovich y el dramaturgo Sergio Blanco, fueron asimismo consolidando el germen de la productora Complot, asociación que le ha permitido a Calderón mover sus obras en festivales internacionales, desde las primeras giras de Mi muñequita hasta hitos como el estreno de La mitad de Dios en Colombia, o la primera parte de este ciclo Radical Calderón, en París, en el año 2013.

La trilogía
Los espectáculos Uz, Or y Ex conforman una trilogía (o acaso una pentalogía, pero todavía no hay noticias de ello, más que esbozos y deseos del autor), en la que Calderón investiga en la ciencia ficción llevada a la escena, agregando -según una definición que él toma de Bioy Casares- elementos fantásticos que alteran una historia en principio realista. Esas tres obras conforman el núcleo duro de Radical Calderón y fueron mostradas el año 2013 en París.
"En Uz, la idea era reírnos de principio a fin, contar con actores que fueran máquinas teatrales que no tuviesen piedad de nuestro diafragma", cuenta Calderón, de esta obra estrenada en el Circular, el mismo espacio que años después recibió a Or, donde tuvo como colaborador a Ricardo Perdomo. "Or la escribí a partir de una invitación de la Royal Court de Londres para escribir sobre la dictadura. Al principio me resistí, pero después lo hice. La obra incluye militares, ovnis, saltos de cuerpo. En Londres no entendían porque no me limitaba a hablar de la dictadura, me preguntaban por qué tenía que poner todas estás cosas". La tercera fue Ex, estrenada en el 2012 en La Gringa, uno de los espectáculos más potentes en su carga actoral, en el que el autor-director desafía al elenco a llevar al límite en subidas y bajadas dramáticas. "Para la escritura de Ex conté con la invitacion del Le Théâtre des Quartiers d'Ivry, para estrenar en París una obra sobre la memoria".
En Radical Calderón se verán cuatro versiones: la uruguaya de Ex, la brasileña de Uz y dos en francés, una de Uz dirigida por el propio Calderon y otra de Or por Adel Hakim. "Todo el episodio en París fue y es muy emocionante", dice Calderón. "Por un lado conocer y reconocer que el teatro es un lenguaje universal, que ensayar, fallar, la verdad escénica, la actuación, los miedos, el ridículo, son todas cosas universales. Sin embargo, ensayar con actores en otra lengua, te hace pensar mucho en los mecanismos que usás naturalmente con tu grupo y que nunca reflexionás. ¿Qué es la energía o la pasión, para un actor uruguayo o para uno francés? ¿Cómo llegar al humor en ambos casos? Cosas así". Se hicieron 37 funciones de Uz en París: "Es muy fuerte ver las reacciones de espectadores que ríen y lloran con algo que yo escribí en Uruguay, con mis miedos e inseguridades, pensado para ensayar con un grupo de amigos. Es como inimaginable. Son esas cosas que te superan".
Adel Hakim se encargó de la dirección de Or. De esa experiencia, Calderón recuerda que la compañía francesa de Hakim funciona muy articulada con la comunidad. "Íbamos a dar charlas a liceos, a dar cursos a las cárceles, venían comunidades uruguayas a vernos. Otro capítulo es la calidad de los actores, artistas que se dedican todo el día a entrenar y a perfeccionar su arte. Ensayábamos ocho horas por día, lo cual era todo un reto para mí, que estaba acostumbrado a ensayar de tres a cuatro horas. La verdad es que solo tengo palabras de admiración y agradecimiento para el trabajo que Le Théâtre des Quartiers d'Ivry ha realizado con Complot".
Otro de los puntos fuerte de Radical Calderón será la posibilidad de ver el montaje de Uz en montaje del grupo brasileño La Vaca. Es el segundo texto de Calderón que llevan a escena; el primero fue Mi muñequita, con el que obtuvieron un premio nacional en Brasil que les permitió girar por todo el país. "Ellos son maravillosos, pues respetan mucho al autor pero se toman muchas libertades con el texto, y eso es fundamental, entrar a una función de ellos es abrirse al juego porque por más que la obra sea Uz, el trabajo de ellos puede disparar cualquier locura". Entre las palabras de agradecimiento hacia el montaje, Calderon destaca el trabajo actoral de Milena Morales. "Ella es una actriz del carajo que hace el rol que aquí hacía Marisa Bentancur, confirmando que para ese papel se necesitan máquinas teatrales y no personas. Recomiendo mucho ver esta versión de los compañeros de Brasil", culmina Calderón.

Dos de Complot
Entre los espectáculos programados en el ciclo se incluyeron dos exitosas producciones de Complot en las que aparece el sello de Calderon y que tienen en común el ser trabajos unipersonales. Como autor de Algo de Ricardo, montaje dirigido por Mariana Percovich y protagonizado por Gustavo Saffores, y como director en la notable Kassandra, sobre texto de Sergio Blanco y actuación de Roxana Blanco.
"Una de las ideas que estamos proponiendo en Complot es la de cruzarnos en diferentes proyectos", precisa Mariana Percovich. "Yo ya habìa trabajado con Calderón actor en Chaika, trabajé con su dramaturgia en la versión de El balcón de Felisberto Hernández en Proyecto Felisberto y ahora puedo estrenar su texto Algo de Ricardo... una tragedia de Shakespeare en sus manos. Su texto es poderoso, como el resto de su dramaturgia, pero además evidencia su estudio, su investgación y lecturas profundas. Demuestra su capacidad de plantear una versión/traducción de un clásico, acercándolo a la platea contemporánea, sin perder la libertad de una creación propia". Para Percovich fue una hermosa experiencia de creación, un espectáculo dedicado a un actor que mientras quiere hacer Ricardo III se va transformando en él.
Kassandra, por último, es el único espectáculo del ciclo no escrito por Calderón. "Si yo tuviese más hermanos, ellos serían Sergio y Roxana Blanco", dice. "Ellos son dos artistas enormes, pero sobre todo son personas que me han ayudado e impulsado en momentos muy importantes y difíciles. Trabajar con ellos fue un gusto que ellos me dejaron darme".
A la hora de las "ausencias", de los espectáculos que no pudieron integrarse al cilo, Calderón no puede evitar nombrar a Las nenas de Pepe ("era un montaje tan bello y excesivo, me gustaba por su exageración") y Los restos de Ana ("pensamos en reponerla, pero no me dio el cuerpo, queremos reponerla el año que viene).

((Artículo publicado en revista CarasyCaretas, 10/2014))


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