eclipse total de corazón



“Los cinco diablos” es el nombre de un club alpino que es el escenario central de una historia que se desmadra (y nunca tan bien utilizado el término), porque es la maternidad de Joanne la que explota en su insatisfacción y en una conexión con un pasado perturbador, el de una historia que terminó mal, muy mal, y nada puede ser peor que tratar de arreglar algo que termina mal. Lo que conocemos es el presente: una joven madre, su hija Vicky (con poderes acaso sobrenaturales, de un olfato extraordinario que le permite viajar en el tiempo), metida en un pueblo pequeño, más bien metida en ese club donde es una profesora de natación cuya única conducta atípica parece ser tirarse cada tarde a nadar en un lago helado hasta llegar al borde de la hipotermia. El padre es un bombero que apenas habla, que poco expresa, algo no funciona como debería en ese entorno hermoso de un pueblo brumoso en los alpes franceses. Todo se descontrola con el regreso de la hermana del padre, de la que se dice que vuelve de algo que no se sabe, soterrado, inquietante, algo que tiene que ver con salud mental, y que ante los espectadores vamos conociendo en los viajes temporales de Vicky, mientras vamos sabiendo de escenas de bullying escolar hacia Vicky y un rencor explícito de Joanne a Julia (la hermana del bombero). Todo explota en un karaoke infernal que funciona como punto de inflexión (hace muy poco se pudo disfrutar de otro tremendo karaoke en la notable “Aftersun”, otra película de alta melancolía y depresión de adultos jóvenes), y se empieza a saberlo todo. La historia se cierra en la visibilidad de un secreto atroz que tiene que ver con las irrupciones de Vicky en el pasado, percibido por visiones de Julia que hacen descarrilar un amor no aceptado en el pueblo entre Joanne y Julia en un accidental incendio que termina mal, muy mal, y se vuelve al presente ingobernable y dislocado. La película firmada por Léa Mysius juega en varios géneros, atravesada por una hipnótica dosis de fantasía sobrenatural, pero termina siendo un excelente drama familiar sobre identidades rotas. La directora tiene un plus en la actuación de Adele Exarchopoulos, una actriz extraordinaria que mantiene en este personaje el fuego apasionado que mostró en “La vida de Adele”.


una noche es una noche

Algo sucedió. Casi imperceptible. Es algo relativo al tiempo. Se disolvió el presente. Creímos que el siglo XXI había sido inaugurado por un atentado en setiembre de 2001. Que ese atentado, en el centro del mundo, nos había hecho recobrar el sentido y que lo que se había roto además de las Torres Gemelas era el axioma posmoderno del fin de la historia. Todo lo contrario. Se aceleró. Se dislocó. Atrás, muy atrás, quedaba la noción de postpunk como último episodio de una modernidad nihilista y suicida. En el mismo momento en que Ian Curtis de Joy Division acabó con su vida se clausuró la sensación de futuro, de nostalgia progresista. Desde hace mucho tiempo que no se puede avanzar. Porque adelante no hay otra cosa que un abismo. Tampoco se puede retroceder. Nos metimos en un tiempo denso, entre algoritmos y virus, con una única puerta de salida al laberinto: identidades virtuales, cuerpos cyborg, retromanía, todes al servicio de una inteligencia artificial que nos controla y nos maneja el deseo siempre insatisfecho. Es un tiempo hermoso. De perdedores hermosos. Vamos perdiendo la memoria. Seguimos perdiendo el sentido. Anestesiados. Poco a poco ha desaparecido la posibilidad de ficción. Las escrituras se tensan en una multitud de autoficciones que salen a buscar una verdad desesperada y encuentran hastío y desesperanza. Pantallas, streaming, redes sociales, toxicidad, basura, avatares, es casi imposible controlar cada una de las adicciones contemporáneas. Ahora, en este nuevo punto de inflexión, en esta nueva noche que inauguró el virus que vino de Wuhan, en este terrible comienzo de un siglo XXI, le toca el turno a la ciencia ficción. Este es posiblemente el último episodio de una multitud de relatos que se aproximaron a algo que se volvió denso y que se parece demasiado a una película de David Lynch con zombies que entregan el lenguaje a cambio del confort. Algo se atascó definitivamente en el tiempo. Algo sucedió. Casi imperceptible. Vuelvo en ocasiones a escuchar a Los Estómagos, porque forman parte de mi memoria, de mi identidad, porque son la mejor traducción de Joy Division, de una utopía postpunk a la uruguaya. Es casi inexplicable que ellos, y también sucede algo similar con Los Traidores, hayan construido un manojo de canciones que siguen estando en presente. Se los puede explicar mejor Mark Fischer, a quien le tocó escribir una serie de ensayos fascinantes sobre la sensación de presente dislocado en Joy Division y otras bandas synthpop. También se los puede explicar Carlos Marx. O David Bowie. En el agotamiento de la ficción no hay tampoco lugar para la no ficción. Es un estado cero. Ya no se habla de atentados ni de guerras. La noción de accidente se aproxima mejor a lo que estamos viviendo. No hay retorno. Hay virus. Aislados. Rotos. Dislocados. Hay neoliberalismo salvaje. Desbocado. Alguien escribe desde Roma, marzo de 2020. Una amiga que no veo desde hace mil años y que me advirtió del accidente unos días antes que la pesadilla comenzara en nuestra ciudad: “Cerraron parques, villas, cerraron los árboles, el pasto, y nos encerraron totalmente en casa, y yo me tomo de todo por tratar de estar tranquilita, pero no lo logro muy bien. Nunca fui tranquila. Y no mejoré. Detesto este confinamiento. Y estoy tan furiosa que no logro decirme “dale, lee, escribí, aprovechá, creá, pensá”. Nada de todo eso. Estoy más bien en la posición del toro cuando mira el trapo rojo. Pero el animal que hay en mí se está rebelando furiosamente, y el humano que hay en mí no logra tomar el control. Así que estoy en esta lucha. Me gustaría saber si la semana que viene mi super-yo logra controlar a esta bestia que me tiene loca. Siempre, en la cabeza, hay que tener un lugar donde escaparse. En la mía queda Montevideo. Ni bien logre matar al toro”. No le contesto que Montevideo, también, agoniza. Hasta hace algún tiempo conservaba rastros del siglo XX. Siguen estando. En la noche. Pero hay que animarse a meterse en la noche. Hay que animarse a apagar todo. Desconectarse. Y moverse entre los bordes, donde todavía queda algo de tiempo para pelear contra los algoritmos y las pastillas para dormir. El siglo XXI es un gran accidente fractal. Una fractura. Un virus al que hay que perderle el miedo y tratarlo con descaro. No habrá utopía, pero nos queda la disidencia, el antivirus postpunk y la capacidad de desmontar los discursos hegemónicos. No hay utopía pero nos queda la posibilidad de hackear a la ficción de la no ficción. Nos quedan los cuerpos lastimados de tantas batallas virtuales. Nos queda la noche. Porque una noche es una noche es una noche y ahora que se termina la página escrita en times new roman cuerpo 12 sin interlineado entiendo claramente que en la noche más oscura, como diría el Darno, si me voy me perderé. 

Texto escrito para la muestra colectiva virtual "En la noche", desarrollada por el Centro de Exposiciones Subte de Montevideo. Curaduría: Martín Cracium y Maru Vidal.

 

¡quiero cosas anómalas!


 

(texto escrito para el seminario sobre Mark Fisher, realizado en diciembre de 2020)


No existe el azar, de eso estamos casi seguros.

Podríamos, en todo caso, jugar con la máquina del azar.

Tentarla,

incomodarla,

provocarla.

Convocar a la máquina/ música del azar me lleva a pensar en las primeras novelas neoyorquinas de Paul Auster, las de los años 80, sus mejores novelas, en las que de alguna manera la existencia de un relato se justificaba por su propia construcción y por la confluencia de dos o tres circunstancias en un mismo o varios planos temporales…

Y como el tiempo, o mejor dicho la cancelación del tiempo, a la hora de pensar sobre los textos de Mark Fisher, es acaso un tema central… decido en esta máquina del azar empezar por este presente extraño, el de hoy, 2020, para intentar desentrañar, o acercar al menos una respuesta, personal, intransferible, desde un Río de la Plata confinado… a la pregunta imposible y paradojal de qué es lo que escuchamos en el siglo XXI.

En esta misma reunión virtual, por zoom, más o menos distópica, me toca encontrarme, por primera vez, con una persona que activó una de mis grandes epifanías como crítico musical, en Montevideo, pero sobre todo como ciudadano disidente del rock, o mejor dicho de su naturaleza contracíclica y conservadora. De eso hablaré más adelante, porque creo que esta historia lleva a un montón de pequeñas historias para compartir y reflexionar y que tienen que ver con matices que encuentro imprescindibles discutir si se aplica una interpretación fisheriana a las tensiones en el campo de la música popular rioplatense.

Decido, entonces, empezar esta “música del azar” por una canción del año 2001 que fue protagonista de esta gran epifanía. La canción se llama “Morrissey”, y debo decir que Schanton es precisamente el autor de la letra de “Morrissey”, interpretada y musicalizada por el artista pop argentino Leo García.


Y me sorprendo, o no tanto, veinte años después, reencontrándome con el nombre de Pablo Schanton vinculado a la edición argentina de uno de los libros de Mark Fischer... Los fantasmas de mi vida.

No es azar. No es casual. Pero es un punto de partida que considero irresistible y de algún modo austeriano.

Porque se me hace necesario unir estas dos circunstancias, estos dos nodos temporales, para aplicar y remixar algunos conceptos y nociones desarrolladas por Fisher en sus artículos y en sus libros… teniendo eso sí como marco a la escena musical de mi ciudad, Montevideo, y por lo tanto a una zona rioplatense, signada por los vaivenes culturales y subculturales de la cercana Buenos Aires.

Voy en este relato un poco más atrás en el tiempo. Y me voy directo a los últimos años 90, cuando con mi amigo Maximiliano Angelieri, tecladista y cantante del grupo Exilio Psíquico, hacíamos un programa de radio con el nombre Planeta Pop. Todos los mediodías, de lunes a viernes, en la radio rockera de Montevideo, disputábamos una zona de frontera, des/generada, provocando y operando en el conflicto entre lo pop y el rock. Manteníamos la bandera disidente del post-punk, la ilusión del glam, el fetichismo por lo moderno, por algo que sentíamos que se nos empezaba a escurrir de los dedos… Lo manteníamos pese a estar en minoría en el gusto de los oyentes de la radio; de alguna manera lo manteníamos por eso… Y lo manteníamos cuando todavía faltaban cinco minutos para la implacable y devastadora sensación de retromanía que nos tomó por sorpresa con la aparición de los primeros discos de The Coral, Strokes y Franz Ferdinand.

Todo eso hacía que simpatizáramos con la electrónica, el trip hop, el indie y el brit pop y detestáramos el grunge, que amáramos a Bowie y a Joy Division, y no pasáramos jamás a los Stones ni a los Ramones, y que estuviéramos buscando -en el estricto mapa rioplatense- señales de algo que no fuera rock chabón ricotero de estadios. De alguna manera, ese rock, el viejo rock, se estaba volviendo en el Río de la Plata populista, hegemónico, aburrido, sin ideas, vacío de contenido, o por lo menos alejado de toda radicalidad, y las bandas se sumaban sin mayor autocrítica al sueño consumista neoliberal, alejadas de toda horizontalidad, con los músicos cada vez más lejos del público con el único deseo de ser portada de la versión local de la Rolling Stone.

Sí, estaban los Babasónicos, es verdad, de los que hablaré más adelante y que considero una banda relevante y de la que Fisher no hubiera dudado en mencionarla como hauntológica. Los Babasónicos son un desvío aparte y punta de lanza del movimiento llamado “nuevo rock argentino” y ya se habían hecho un nombre y un prestigio en el under.

Pero fue en esos extraños días del año 2001 que nos llegó el single de “Morrisey”, de Leo García. Nos voló la cabeza. Era la bomba. Era deforme. A la primera escuchada sonaba como un chiste disléxico. A la segunda, como una tontería rara. Y después se iba pegando, como sucede con toda cosa extraña que se adelanta a algo que no se sabe todavía bien qué es. De algún modo, se convirtió en un himno de nuestro programa Planeta Pop, simbolizaba uno de los últimos signos de la ilusión de modernidad transformadora, resignificando la nostalgia en una forma nueva y provocadora.

En la superficie de la letra se menciona a Morrisey, que es por supuesto el cantante de los Smiths, pero es también un secreto, la reivindicación de una nostalgia solo para iniciados. De ese modo, la historia que se cuenta, de complicidad entre dos amigos, a espaldas de la novia de uno de ellos, pasaría desapercibida de no estar cantada sobre un tecno-folk anómalo, sin mayores pretensiones pero raro.

Sí, es cierto que los arreglos de cuerdas refieren a los Smiths, lo mismo que el coro “Morrisey, Morrisey, Morrisey”, pero el asunto inquietante está en la anomalía, en eso que era -técnicamente- la bomba. Se puede rastrear, de hecho, en el pasado de Leo García con los Avant Press, en su colaboración por esos años como guitarrista en la banda de Gustavo Cerati. Y hablar de Cerati es sinónimo de Melero, y es sinónimo de obsesión por la vanguardia. Es posible que el disco “Mar”, de Leo García, con producción artística del exSoda, fuera de algún modo un campo de experimentación, de probar recursos y extremarlos. Se puede decir que logró su cometido.

El tecno y el folk eran una mezcla, en ese año 2001, todavía categorizable como anómala. El tecno -referido al synth-pop, y esto no incluye obviamente a la electrónica o a los samples posteriores al sonido Bristol, luego Beck, luego Eels- era todavía territorio problemático para cruces orgánicos.

Cada vez que pasábamos “Morrisey” en la radio rockera uruguaya, recibíamos decenas de mensajes indignados de oyentes perplejos. Y el público más ortodoxo pedía lisa y llanamente que nos fuéramos, porque era una vergüenza que pasáramos “basura” como esa en la X.

La canción “Morrisey” dejaba en evidencia algo que molestaba y que estaba solapado: el costado machista y homofóbico del rockero tradicional reaccionaba con una ceguera (y sordera) insostenible. No solo en el discurso literal de la canción, sino en que aquella cosa sonaba gay. Y eso lo hacía una cosa peligrosa.

Algo similar sucedía cuando programábamos canciones del grupo marplatense Adicta, por cierto bastante más explícitas en un territorio gótico-gay, o incluso en la joya indie folk “Río Paraná” de los Suárez, o en los primeros cortes del fabuloso disco babasónico Jessico.

Vuelvo otra vez a la canción de Leo García y Pablo Schanton: uno de los directivos de la radio llegó a consultarnos por esa cancioncita que pasábamos, esa que dice “Morrisey, Morrisey, Morrisey”. Le contesté, o fue Maxi que le contestó, no tengo la memoria bien clara en ese detalle, que “esa cancionita iba a ser más importante, dentro de veinte años o treinta años, que cualquiera de las mierdas que ellos programaban en la radio de La Renga o Los Piojos”.

Sigo sosteniendo, veinte años más tarde, que teníamos bien afilada la intuición. Entre otras cosas, intuíamos que Pulp envejecería mucho mejor que Oasis y Blur. Bueno, eso no era tan difícil de pronosticar. Y en el caso de “Morrisey”, aunque no podíamos saberlo entonces, sentíamos que estábamos parados en el final de algo, que no sabíamos bien qué era, y si bien se percibía cierto malestar en el campo de la música pop y rock, y se intuía un desorden en el canon y en el sistema capitalista con la irrupción de las nuevas tecnologías, puedo afirmar que hay algunas diferencias en las tensiones y percepciones entre el eurocentrismo de Fisher y lo que se vivió en el Río de la Plata.

2001 fue un año que nos colocó, a Uruguay y a Argentina, en el abismo.

Literalmente.

El sacudón de las respectivas crisis financieras, de los saqueos a supermercados, de deterioro institucional, sumado a los atentados a Nueva York, dinamitó en pocas semanas el cinismo neoliberal de los 90, arropado por el marco contextual del posmoderno fin de la historia de Fukuyama y la imposibilidad de las utopías.

El abismo no nos llevó directo a un relato y a un imaginario de izquierda, como si fuera un recorrido “de manual”, pero es en definitiva lo que sucedió, y con sus matices y contradicciones: en ambos países rioplatenses el sistema político viró a una ambigüa modernidad política, progresista y por momentos radical en sus propuestas de “estado de bienestar”, que se fue consolidando en las dos primeras décadas del siglo, pero conservando -aunque sin exhibirse con la obscenidad noventera- cierto aire neoliberal en lo económico.

¿Cuál fue entonces la banda sonora de este periodo?

¿Del siglo XXI rioplatense?

No fue precisamente una escena definible como retromanía y de sensación de tiempos dislocados, aunque las expresiones que empatizaron con esa “nueva ola europea” -como Babasónicos en Buenos Aires; Dani Umpi, Max Capote y Astroboy en Montevideo- dejaron lo más interesante del periodo, sobre todo cuando lograron sobrevivir entre las fisuras de un rock populista y agotado en su discurso, y que logró extender unos años más su hegemonía acoplándose con pragmatismo y sentido de la oportunidad al progresismo político.

“Morrissey”, de Leo García, fue una de las señales. Pero como sucede en toda revuelta que se precie de tal, fue rápidamente superada por la vitalidad de otros proyectos. En especial, el disco Jessico, de Babasónicos.


“Soy víctima de un dios/ frágil, temperamental/ que en vez de rezar por mí/ se fue a bailar/ se fue a la disco del lugar”, canta Adrián Dárgelos en “El loco”, y la banda entera lo acompaña en un trip con percusiones latinas y distorsiones western. No es tan sencillo el juego retro en Babasónicos, sobre todo porque toman rastros de la música popular más bastarda del sur americano: el pop melódico de Los Iracundos y Los Pasteles Verdes, lo que los hace coquetear con una estética decididamente trash y un tanto irritante para una confortable y epigonal nostalgia rockera. Y porque así como hacen volar "volutas de humo", pueden pasar a mezclar disco y rap en otra canción, para luego provocar el baile con un bombo robado al tecno más vulgar de los ‘80.

En Jessico, que en definitiva es un territorio, un no lugar donde el tiempo se muestra dislocado, Dargelos y sus amigos van de un lugar a otro, de un estado a otro, de la furia al glam, del bolero al western. Tienen la herencia del tecno post punk de Virus, de Daniel Melero, pero también hay rastros de Morricone, de Roxi Music, de Suede, de los Red Hot y de Black Sabbath. Esa mezcla no puede ser rock, o sí. En todo caso es, como anuncia el título del disco que le seguiría a esta obra maestra: Infame; por infames y bastardos, y por in-fame.

Y como en toda la obra de Babasónicos, es en definitiva el cantante y compositor Adrián Dárgelos el que termina de urdir, en el discurso, el plan trazado por la banda. Lo entrevisté ese año 2001, en Montevideo, y al releer casi veinte años después sus palabras, las encuentro en sincronía con varias de las líneas de pensamiento de Mark Fisher.

Primero que nada, se desmarca de la etiqueta retro...

“Los Strokes son retro. Ellos están haciendo new wave en los mismos parámetros por Television, Magazine o Wire… Babasónicos, en cambio, trabaja sobre la memoria de los 50 años de rock y del último siglo en lo que se refiere a música popular. Podemos tener guiños y citas del gran mercado de lo popular, pero más que nada están para darle ambiente o más vuelo a la obra. No tenemos una intención decididamente retro. Es más, nos vestimos como nadie se vistió antes. Y nuestros discos tampoco suenan a pasado. Utilizamos una combinación de sonidos. Podemos usar tecnologías de grabación antiguas con las más nuevas, pero lo hacemos para explotar cierta calidad de sonido que se ha perdido o ciertas tendencias diferentes a las que el mainstream pone como actuales, que son las que compiten en el terreno de la producción comercial y son los parámetros que sigue el mercado. Estar en ese juego está bien, pero tenés que tener el dinero para seguirlo, y es más que evidente que ese tipo de producción discográfica no es para Sudamérica”.

Y es en este momento que remarca algo que deja en evidencia la conciencia periférica de Dárgelos, el punto exacto en el que Babasónicos se desentiende de un rock epigonal (y banal) y prefiere lanzarse a una anomalía conceptual que está muy lejos de fusiones latin-rock caricaturescas promocionadas por la cadena MTV, sobre todo desde artistas mexicanos clones de Maná, y que se aleja asimismo del rock populista argentino en decadencia.

Dice Dárgelos:

“Para hacer un rock creativo en Sudamérica hay que explotar principalmente la particularidad de que venimos de un lugar excéntrico, de que tenemos una cultura más abarcativa, te diría que espectadora de muchos buenos momentos. Y es a partir de eso que podés darle otra resolución, que podés componer para esta época”.

“Por eso, creo que producir un bolero a la manera en que Massive Attack se cruza con el dub es más que válido, porque en cierta forma es lo que ellos no pueden hacer. Nosotros podemos hacerlo sobre el bolero porque es lo que dominamos, porque no tenemos cultura jamaiquina y no tendría sentido repetir el modelo Massive Attack”.

No se trata simplemente de tecnicismos. La postura de Jessico ya venía delineándose en algunos momentos del disco Dopadromo y especialmente en Miami. Es una postura ideológica. Es 2001 rioplatense en estado puro.

En la misma entrevista, dice Dárgelos:


Jessico no quiere colaborar con la construcción de un sistema sociocultural que no favorece a nadie y que solo favorece en cierta forma a intereses mezquinos del capital y a la clase política entregadora. Ante esa actitud, cuando nosotros hicimos el disco, quisimos que reflejara que estábamos perdiendo todo, porque ya se veía cómo el ALCA y todas las presiones de los países más fuertes iban en camino para que los países sudamericanos sean a futuro una nueva Taiwan. O sea, productores a bajo costo. En ese aspecto, lo que se plantea Jessico es no colaborar, váyanse a cagar, porque vamos a vivir en el margen de la legalidad y de los gustos de esta cultura”.

Es evidente que Babasónicos trabaja sobre la nostalgia. Pero utiliza un recurso no menos interesante a la hora de encontrar la anomalía. Y esa anomalía es la que hace que Jessico sea un disco que hubiera sonado extraterrestre en los 60, en los 70, en los 80, y también en los 90.

El recurso tiene que ver con extremar el retro y con trabajar sobre la vergüenza. Y la vergüenza, en el campo del pop, tiene que ver con el presente y con lo performático, lo que por definición aleja un poco a Babasónicos de lo estrictamente retro y hauntológico.

De hecho, no debe olvidarse que la legitimación que obtiene Babasónicos, tomando por asalto el mainstream argentino y luego continental, habilitó a discursos anómalos más radicales que permanecieron en el underground. Uno de los principales ejemplos es el artista uruguayo electropop Dani Umpi.

Vuelvo a la vergüenza. Y vuelvo otra vez a palabras de Dárgelos, aunque unos años después, en un momento de una entrevista del año 2008, en la que deja bien claro varios contextos y debates rioplatenses:

“La vergüenza es para Babasónicos un buen lugar para escribir canciones. Porque es un lugar sórdido, donde el rock de tendencia machista y conservadora no puede meterse. Yo escuché todo el rock and roll, su historia, y encuentro que grandes como Elvis, Buddy Holly y Johnny Cash tenían muy claro que debían ser provocadores, rupturistas. Estoy convencido que exploraban en la vergüenza, porque de verdad que deberían sentirla al cantar ciertas canciones. Y el vestuario que usaban... Ese mismo camino es el que investigamos con Babasónicos. Pero no lo hago con afán de hacer reír. No trato de hacer música con ironía”.

La conversación deriva a la identificación de Dargelos con Dani Umpi, precisamente por sentirse a salvo del recurso de la ironía.

“Justo anoche discutía con unos amigos que son fans de Dani —yo también lo soy— sobre si él trabajaba en la superficie de la ironía o no... Ojo que a mí la música en serio tampoco me gusta. Me fastidian los que creen que están diciendo la verdad... Entonces, la medida exacta sería ser ‘poco serio’... Lo que pasa es que Dani es un personaje real, por lo que su palabra está reivindicada por su persona y su personaje, que él redimensiona. Es la diferencia entre un grupo posmoderno y lo que es trash, lo que es un emergente de una cultura no prevista y más caótica. Y eso es lo que yo creo que tiene él en contraposición con otros personajes”.

Es probable que todas estas asociaciones que estoy haciendo, a partir de la canción “Morrisey”, y que derivaron en Babasónicos y ahora en Dani Umpi, puedan configurar la posibilidad de un retro de vanguardia, lo cual es una paradoja improbable y que en todo caso se sostendría solamente en tiempos de presente roto y dislocado. O sea, en Fisher puro. Más que excepción, todo esto sería la regla.

Hace unos pocos días, mi amigo Maxi Angelieri, el de Planeta Pop, con el que hoy tenemos en Montevideo un programa de videoclips con el nombre de Ojos Rojos en la televisión pública, en el que seguimos insistiendo en los bordes, en las fisuras, leyó Fantasmas de mi vida. Se deprimió. No es para menos. Le hizo añicos su natural entusiasmo de melómano pop. Lo entiendo. No es fácil aceptar que el tiempo dejó de existir, que la noción de modernidad es un estigma generacional que dejó de tener sentido.

Él suele decir, y lo cree, que contemporáneamente se produce, ya hablando del siglo XXI, en los lugares más insospechados del planeta, como Uruguay, por ejemplo, el pop más anómalo y creativo de la historia. Y tiene por cierto variados argumentos y ejemplos. Lo que él todavía no acaba de advertir es que esta sensación eufórica no tiene por qué ser contradictoria a lo planteado por Mark Fisher.

Es verdad, y no hay discusiones, que Joy Division sigue siendo la música del presente. Pero esa misma sensación sucede con una infinidad de artistas. Todo esto sin entrar a hablar de otras cosas: los grupos de afinidad, los algoritmos, el aceleracionismo, la paradoja de lo confortable, el realismo capitalista, las películas de David Lynch, la ciencia ficción...

Y bueno, ciencia ficción, o más bien realidad exagerada para unos, o acelerada para otros, es lo que estamos viviendo en este año 2020… Un año infame, como se llamaba el gran disco que Babasónicos publicó en 2003. Y antes de ponerme a hablar sobre rap uruguayo, o sobre la sobregirada carrera de Nathy Peluso, que me permitiría usar la máxima babasónica de “La música no tiene mensaje / la música no tiene moral” para darle contexto a la banda sonora actual, el pensamiento me lleva a dos o tres videoclips distópicos que están extrañamente conectados con la banda que mejor ha entendido la retromanía… a saber, los canadienses Arcade Fire. Hay suficiente consenso en que califican como imprescindibles en una posible banda sonora del siglo XXI.


Uno de ellos es el videoclip de “La pregunta”, de los Babasónicos, que dialoga con el desierto tecnoanticapitalista de “Everything now” de Arcade Fire. La música es chatarra synth con guiños a Pet Shop Boys pero la épica se instala en el desierto, una anomalía distópica que carga al territorio de aliento post-humano.

¿Cuál es la pregunta que plantea la canción “La pregunta”? Bueno, son varias. Y que una de ellas sea “quién va a defenderte de mí”, dicha por Dargelos, despojándose de todo glam, es bastante para una canción pop que presume estar lejos de toda inocencia.

Me detengo por un momento en el desierto como no-lugar, como escenario elegido por estas dos bandas musicales para sus respectivos videos. No debe perderse la perspectiva de que estas imágenes, además, se deslizan y se multiplican en todo tipo de pantallas, eso sí, naturalizadas y con cierto spleen contemporáneo insatisfactorio.

El tiempo sigue.

Un día atrás del otro.

O eso parece.

O mejor dicho es lo que nos hemos acostumbrado a creer.

Porque entre los signos de que se ha perdido el rumbo no faltan los discursos que sugieren -como el de Fisher- que el tiempo está definitivamente roto y que no avanzamos ni retrocedemos y estaríamos atascados en un presente denso, gelatinoso, en un mundo retro, mutante, trans, post-humano, sin noción de futuro próximo más allá de escenarios distópicos y poco agradables.

En definitiva, la ficción (o sea, el motor y pulsión de toda creación) está en crisis. ¿Cómo no va a estarlo si habitamos espacios y discursos construidos, maquillados, manipulados? Tampoco se tiene a la vista un escape hacia un sitio diferente, porque la alienación nos aleja en todo caso de toda posible curiosidad interpretativa (o camino político que intente manejar un presente, como se dijo, atascado).

Cada tanto, sin embargo, desde los márgenes del arte, aparecen, y por suerte, propuestas provocadoras, o por lo menos capaces de generar pequeños cortocircuitos que dinamiten producciones mayormente anestesiadas. Es lo que sucede, por ejemplo, al encontrarse con imágenes como las del mexicano Montiel Klint, fotógrafo que en su serie Distopía explora en un cotidiano futurista, o más exacto sería decir un estado de transición de una naturaleza levemente modificada (humanos casi cyborg), en un no-lugar (desiertos policromáticos), y un no-tiempo impreciso (cráneos con implantes de chips, entre otras variedades).


Montiel Klint crea y desarrolla un territorio propio, en una escenografía perturbadora en la que colisiona el imaginario del desierto con personajes atravesados por la aceleración tecnológica y un cotidiano cibernético. La tecnología deja de ser una herramienta para convertirse en implante, y pasa a formar parte del individuo como parte de su identidad trans. Cada escena nos lleva directo a un mundo donde puede suceder un mega-incendio, o bien a rincones urbanos fuera de contexto, ambientados con luces de neón y figuras geométricas de alienada simetría. Montiel Klint dispara imágenes de apariencia futurista, de singular belleza apocalíptica, que no son más que fragmentos de relatos implacables de un presente impreciso.

Similar noción escenográfica es más que evidente en ciertas novelas de Houellebecq y de Fernández Mallo, por mencionar a dos escritores contemporáneos y mainstream más que relevantes. Algunos pasajes de La posibilidad de una isla, o de los escritos sobre Lanzarote del francés, o bien el Proyecto Nocilla del español, son equivalentes a estas distorsiones creadas por Montiel Klint. Esto es indicativo del buen pulso del fotógrafo mexicano, de su habilidad para naturalizar lo distópico, utilizando tratamientos técnicos que refieren en primera instancia a los excesos de David Lachapelle, pero que notoriamente se alejan de los tópicos de fuerte carga religiosa y pictórica del célebre fotógrafo pop para acercarse a una fe áspera y acaso melancólica.

Vuelvo a la música y a la construcción de una banda sonora siglo XXI:

Si se quiere buscar (y encontrar) referencias musicales cercanas a lo expuesto, hay por lo menos dos que resultan conexiones de interés y tienen que ver con fotografías de videoclips de naturaleza distópica. Se sabe que este tópico está 'de moda' y su uso y abuso ha llegado a la publicidad de automóviles de alta gama, pero es posible encontrar algunos ejemplos cargados de intensidad y con lecturas originales en los ya mencionados clips de "Everything now", de Arcade Fire, o el no menos inquietante imaginario que manejan los Babasónicos en "La pregunta".

Todo esto deja en evidencia una conexión post-punk existencialista. Rastros de un carmín retro y perturbador.

El otro video que quiero mencionar es el de la canción “El tesoro”, de la banda El Mató a 1 Policía Motorizado. Es otro viaje distópico, que en este caso dialoga con el cortometraje que Spike Jonze hizo sobre la canción “The Suburbs” de Arcade Fire. El escenario ya no es el desierto sino que son los suburbios, y no aparecen los músicos en ninguno de los clips, que sí están habitados por pandillas juveniles alienadas y zombies, en una lógica narrativa de rituales, paranoia y violencia.


El Mató es una banda única y raramente adictiva. Se llega a ella como se llega al trance, o sea dejándose llevar, porque en una primera mirada (o escuchada) es posible que provoque rechazo por el excesivo minimalismo y lo cerrado de un discurso depresivo y monótono. El Mató desarrolla un modo kraut rock, de hipnosis y guitarras melancólicas, y es otra banda hauntológica, que poetiza la derrota y una depresión sin épica, que nos lleva directo a otro paratexto...

¿Existe la música del azar, o es solamente una ilusión?

¿Estamos expuestos a impulsos químicos o a nuestro libre albedrío cyborg?

¿Qué pasa cuando el paisaje musical es cero, cuando el tiempo está definitivamente dislocado?

¿Hay algo más que eso en el rock sin presente?

No hay tiempo ni espacio de hacer arqueología kraut alemana en profundidad. Pero siempre viene bien volver un poco a ese tiempo, a los primeros años 70, cuando la música se escribía con intención de futuro, cuando la ciencia ficción tenía el sentido y la dirección de la modernidad. Ahora es otra cosa. Del otro lado del apocalipsis pandémico, la sensación de futuro asfixia, se vuelve insoportable.

Y tiene razón Mark Fisher cuando sostiene que no hay nostalgia en escuchar Kraftwerk o Gary Numan, porque al escuchar esas genialidades del synth-pop lo que hacemos es conectar con un tiempo que todavía no sucedió, que está adelante, por lo que retomar el kraut de Neu!, o de Cam, o del Policía Motorizado, no sería exactamente un ejercicio retro, vaciado de contenido, sino un diálogo con lo que genera más vértigo y que en este tiempo parecemos tener vedado: el futuro.

No existe el azar, se los aseguro.

Y tomo prestadas, para el final, unas palabras que escribió Alexander Laluz, otro gran amigo de redacciones y bares, como devolución de lo que acabo de exponer:

“Lo de la dislocación del tiempo fisheriano es, sin duda, un concepto tremendo. Ya lo decía Levi Strauss: la música es la máquina supresora del tiempo. Construye la idea del futuro y a la vez es la única -y si no es la única, será la más potente- máquina de mover cosas, de traer el pasado como cosa deforme, y a la vez deforma el presente. Críticos y musicólogos, y otros logos, hemos intentado en vano explicar esto. Entonces, que viva lo deforme y lo anómalo. La música no es azar, es la máquina perfecta para deformar. Claro, también esta cualidad le sirve al "sistema" para disciplinar e idiotizar con ídolos transpirando egos maltratados”.

“¡Quiero cosas anómalas!”, provoca mi amigo. Y yo agrego: Anómalas y con la belleza epifánica de aquella cancioncita “Morrissey”…


arqueología personal


La literatura es un territorio propicio para internarse en la memoria personal, para hurgar en los fragmentos distorsionados de los recuerdos. Sin que nos parezca importante ni particularmente extraño, todo el tiempo estamos narrando, escribiendo y reescribiendo -sobre todo esto último, que implica alterar, corregir, tachar y tantas veces olvidar. Vivimos. Por lo tanto, reescribimos lo vivido. Y en ese ejercicio, tratamos de acercarnos en vano a lo real, a lo que fue y no puede ni siquiera ser representado. Por eso ficcionamos. Alteramos. Distorsionamos. Ocultamos. Esa imposibilidad es precisamente la paradoja que explica que haya quienes, pese a todo esto, deciden llevar los relatos personales al papel. Hay que tener cierta valentía si lo que se pretende es desempolvar vivencias que no son precisamente luminosas. Hay que animarse a contar lo que se teme, lo que se tiene poco claro, lo que no deberíamos narrar con palabras que después duelen. Al narrador. Y también a los otros.

Hay dos o tres libros, uruguayos, de reciente aparición, que ilustran a la perfección lo que se acaba de plantear. Todos ellos, además, son de una factura técnica que los hace potenciar lo que se cuenta (y lo que no se cuenta, que no es menos importante). "Papeles suizos", de José Arenas, es sencillamente bestial. No voy a referir a su contenido (eso queda para la intimidad del futuro lector con un libro de un lirismo implacable y expresionista). Tampoco lo haré en el caso de "Los orígenes", el libro que cuenta exactamente eso, los orígenes de un hombre llamado Carlos Liscano y que entre otras cosas encontró el refugio de la escritura en la vivencia extrema de la cárcel política. Es un libro duro, áspero y también entrañable. Otro libro imprescindible, pariente en intensidad e intención, es "La insumisa", de Cristina Peri Rossi. Hay en este libro, también 'de orígenes', y es lo único que voy a adelantar sobre él, un asunto con el padre y con la madre y la familia y todo tipo de variantes filiales que incluyen las primeras pasiones con amigas del liceo y un incidente de violación de un enfermero en una sala quirúrgica antes de ser operada de peritonitis. Pero el centro de los problemas de Cristina están en el padre. No es la idea desviarse hacia el vasto género parricidio (o de otras variantes en la relación con el padre, en definitiva con evidente representación del origen), pero sí aprovechar para conectar con una reconstrucción autoficcional similar, aunque en el campo de la escultura, exhibida en la exposición "Ecce Homo", de Federico Arnaud, que en esencia es una retrospectiva de obras que fue creando (componiendo, escribiendo) durante el transcurso de aproximadamente treinta años.

Hay escritores que afirman, a veces con cierta ligereza, que determinado libro les llevó toda una vida. "Ecce Homo", como montaje, como reconstrucción de fragmentos, es exactamente lo que le llevó a Arnaud. Y lejos está de ser una interpretación superficial. El suyo es un libro-matérico-autoficcional sobre los orígenes. Sobre él. Sobre la ventura de su familia. Sobre su padre. Y si hay que tener, como se dijo, valentía para desempolvar vivencias poco luminosas, puede estimarse que si se utilizan expresiones que son matéricas, como lo es la escultura, se potencia la dureza del ejercicio. No se trata de una construcción de signos lingüísticos, como en el caso del libro, apoyada en la tecnología de la imprenta y amortigüada en un sistema de prestigio. Se trata de obras confeccionadas en su mayoría con maderas y materiales diversos, algunas generadas con proyecciones de luz, o incluso con discursos performáticos que las colocan peligrosamente en loops fragmentados de tiempo presente. Son obras que ocupan espacio físico -literalmente, y no solo en la memoria- y eso es lo que puede comprobarse al ingresar a "Ecce Homo", al transitar el montaje de una reconstrucción que evita la simple enumeración y la linealidad para aportar un concepto transversal sobre la obra de Arnaud.

"Ecce Homo", más que una retrospectiva es una nueva obra; es una novela de largo aliento, con zonas temáticas y tramas que dialogan entre sí, y sobre todo con momentos de alta intensidad. Es, ante todo, un ejercicio de arqueología personal. Federico Arnaud es salteño. Su padre, de profesión arquitecto, muere cuando él era niño. Aparece desnudo. En una zona de difícil acceso. Año 1975. Dictadura. No se pudo esclarecer el hecho. La madre decide radicarse en Montevideo. Un tiempo después viaja a Francia. Federico y su hermana se quedan en casa de los abuelos. Se reúnen con su madre en París. Viven allí varios años. Después vendrá el desexilio, a mitad de los años ochenta. Habrá luego otros viajes: Francia cuando gana el Paul Cezanne y años más tarde México. Se suceden obras, premios, viajes, exposiciones, idas y vueltas de artista visual. Transita la escultura, la performance. Llega en 2020 a concebir "Ecce Homo".

Empiezo por los altares. Por las altas sillas que se acumulan en la entrada del montaje. Maderas viejas. Maderas encontradas que pierden su función anterior (en su mayoría son postes de campo, de alambradas) y pasan a ser sillas altas/altares. En una de las sillas puede verse a un par de soldaditos de plástico, de un juego que fue muy popular entre los niños de los años 70. Se mezclan fragmentos de memoria. Entre los altares comparece un futbolito hecho con maderas que antes tuvieron otros usos. El campo de juego es el cielo de Windows. Los jugadores son iconos religiosos.

El recorrido por "Ecce Homo" es transversal. No hay, como se dijo, línea de tiempo. Se suman otras obras de ajustada conceptualidad. Siguiendo con los objetos resignificados, se pasa de los altares a un juego de living burgués, siglo veinte, tapizado con ilustraciones de un viejo diccionario que exhibe una descarada impunidad colonialista. Hay más obras que llaman la atención: las cortinas metálicas en abierta literalidad de la crisis 2002, el territorio de Uruguay hecho de ruinas generadas en una performance pública, y más ruinas de distopías que se han vuelto el presente dislocado en el que vivimos. Son temas, y también mecanismos, que reaparecerán en otras obras decididamente autiobiográficas. Es momento de entrar al espacio central. Se intuye que el lugar más oscuro y aislado del montaje concentra y guarda emociones fuertes. Sobre una mesa larga es exhibido un fósil de un pan, pero al mirarlo de cerca el fósil es también de un cuerpo. Hay rastros de huesos. Y hay, más allá, en una de las paredes, recortes de diarios de 1975. Páginas policiales: relatos y especulaciones sobre la trágica muerte del arquitecto Arnaud. En la pared del fondo se proyecta una secuencia que reconstruye la caminata del padre, desnudo, en la noche. El hijo artista interpreta al padre. Posiblemente eso no ocurrió. No parece lógico. ¿Pero qué fue en realidad lo que sucedió? No hay respuestas en la obra. Lo que hay es búsqueda, es lanzarse a la incertidumbre. De algún modo, reaccionar, ajustar cuentas.

No se sale ileso de esa zona central ni tampoco de otros dos registros performáticos, ubicados en un borde del montaje, donde el lector-espectador puede seguir armando el puzzle autoficcional propuesto por Arnaud. En una primera video-instalación se ve al artista interviniendo/ destruyendo la reproducción de una carta que le escribió a su madre cuando ella viajó a París. En una segunda video-instalación se proyecta en una pared otra destrucción de escultura performática, en este caso, sobre una fotografía del padre del artista. La obra se completa con otra imagen proyectada, en la pared opuesta, en la que se rearma la figura parental interpelada y violentada. La lectura es directa: es imposible el olvido. Y de lo personal de esas obras se pasa a lo colectivo, ni más ni menos a obras que refieren al contexto de dictadura y de violencia: los trajes militares teñidos con sangre, el escritorio de un jerarca de una empresa del estado. Es imposible no conectar con los soldaditos de plástico de uno de los altares y con el notable montaje fotográfico de un avión construido con pájaros y animales disecados del Museo de Historia Natural que se verá a la salida de la exposición Ecce Homo.

Todo esto de la 'arqueología personal/emocional' me lleva directo a episodios confusos de mi propia infancia. A uno de mis primeros recuerdos, sino el primero, que involucra un episodio de violencia en la escuela del barrio. La escuela de la calle Abacú. Yo estaba por cumplir 3 años, porque el episodio sucedió un rato antes de las cinco de una tarde de fines de abril de 1972. Estaba en la cocina. Se escucharon ruidos fuertes. Entró uno de mis tíos con la noticia de que había un tiroteo en la escuela. Gritaba. Se lo veía muy nervioso. Salió corriendo. Allí termina mi recuerdo. La secuencia es esa. Me debo haber tragado todo el miedo y la desesperación del momento. No es para menos.

En los años siguientes fui recopilando versiones de lo que pasó. Los agujeros de bala estuvieron un largo tiempo en los pizarrones de la planta baja y las maestras no hablaban de ellos. Después me enteraría que ese asunto ni siquiera salió en los diarios. Todavía aparece como una página casi olvidada, oculta entre otras tragedias más resonantes de esos días y noches negras de abril del 72: las masacres policiales de la casa de la calle Amazonas y de la calle Pérez Gomar, la ejecución de los obreros comunistas en el Paso Molino y los cuatro soldados muertos en un jeep, pero este último episodio fue en mayo... también en la puerta de la escuela de la calle Abacú. Esta perturbadora duplicación vuelve más extraño todos los relatos, así que es momento de volver al primer tiroteo. Lo que se sabe es que fue un error, o una interna militar, o un allanamiento de efectivos de la Armada que desconocían que la casa vecina a la escuela era la del comandante del Ejército. Ni siquiera se sabe con certeza si murió uno o los dos guardias apostados en el balcón y en la azotea.

Unos días antes de visitar el montaje "Ecce Homo", de Federico Arnaud, de enterarme a través de sus obras de lo que le pasó a su padre (y por lo tanto a él y a su familia), de encontrarme con las versiones, con los relatos confusos, tropecé con un libro en el que se tejen distintas especulaciones sobre los dos tiroteos de la calle Abacú. Forman parte de mis orígenes. Y en definitiva terminaron cruzándose las lecturas y los testimonios: porque uno de los protagonistas del segundo tiroteo, y por lo tanto testigo, es Carlos Liscano, pero si bien puedo comprender que haya optado por 'olvidar' ese episodio en la escritura de "Los orígenes", lo que oculta es tan perturbador que deja el retrogusto amargo de advertir que todavía faltan piezas, y que por más que insistan en romper la imagen, en destruirla, ella se volverá a armar, y a rearmar, aunque duela más de lo soportable.

Lo personal se involucra en lo colectivo. Es lo que tiene esto de enfocarse en los orígenes. Los libros se comunican. Y también obras visuales como las de Arnaud. Hay tiempos y contextos comunes. Los relatos son necesarios. Imprescindibles. Acabo de tropezarme con un libro que empezaré a leer mañana. Es la última novela autoficcional de Roberto Appratto. Se llama "El origen de todo". Posiblemente responda dos o tres preguntas. Posiblemente abra más desvíos y derivaciones.






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