El ejemplo
paradigmático, en la canción popular uruguaya, es el de Jaime Roos.
El tipo se fue, con algunos de sus amigos de Patria Libre, a Madrid.
Un poco por bohemia, otro poco por escapar del infierno de los
represivos años setenta. Pasó por París. Se radicó en Amsterdam.
Salieron sus primeros cancioneros solistas. Los mejores. Allá, a la
distancia, pintó Montevideo. Y esas canciones se afincaron, para
siempre, en el mapa de la canción rioplatense. Podrán ser
disfrutadas en cualquier parte, pero esas canciones siguen relatando
cosas de esta parte del mundo.
Por eso,
cuando Fernando Santullo dice, después de una larga conversación
sobre temas diversos, que lo que a él le "tira" es México,
demuestra que su problema de patrias e identidades es acaso
irremediable y que al mismo tiempo tiene muy claro que sus canciones
viajan en un solo sentido. Porque después de tantas cruzas,
mutaciones y la construcción permanente de una voz, sabe que por más
maquillajes que intente, lo que le salen son versos como "lo que
mata es la humedad", o ese latuiguillo que se tensa en la
batería reguetonera de Rodino: "Cuando mi mente está/ donde mi
alma tiene que estar/ sé que mi pecho encuentra el latido". Un
momento perfecto del nuevo disco El mar sin miedo. Un
posible centro conceptual, si se buscan respuestas en lo dicho, o sea
lo cantado.
"Lo
que me tira es México", dice Santullo. Lo dice porque un rato
antes contó de los días que pasó con su familia en la oficina del
consulado de México, cuando tenía ocho años y era invierno, el
invierno de mil novecientos setenta y seis. La oficina quedaba en el
Edificio Ciudadela, esa torre invisible para los montevideanos y que
Fernando lleva marcada en su adn. Nada volvería a ser como antes.
Fue el momento de la fractura, de empezar a sentirse de "ningún
lugar". Luego vendrían algunas semanas en la casa del
embajador, en Carrasco, junto a otras familias de perseguidos
políticos, hasta llegar en auto diplomático a la escalerilla de un
Panam. Sin escalas al DF. Exilio. Amigos acá y de allá. Canciones
de acá y de allá. Amigos mexicanos y otros como él, uruguayos mexicanos, como Juan
(Campodónico) y Carlos (Casacuberta), camaradas más tarde de la
aventura de Peyote Asesino.
L.Mental
fue su careta, su alias, el nombre que eligió para empezar a
cantar/rapear, en Montevideo, ya de vuelta, en los años noventa. Esa
es historia conocida, como la decisión de volver a hacer las valijas
para irse a la mierda, hasta el cuello por la crisis del dos mil uno.
Nuevo destino: Barcelona, ciudad que abrió un triángulo de idas y
vueltas, con los versos tatuados de una canción de Tita's: "Não
sou de nenhum lugar/ Sou de lugar nenhum".
Allá, en
su casa de Castelldefels, escribió las canciones de su primer disco
y volvió a las grabaciones, con el apoyo del colectivo Bajofondo.
Empezó el juego de volver al Río de la Plata. Las canciones
llegaron antes que él. En parte es por eso que sintió el golpe
cuando las puso en el escenario y no sonaban como pretendía: las
quería más crudas, más de barrio. Esa textura es la que fue
buscando en los últimos años. Eso es El mar sin miedo.
Un disco-manifiesto. Un disco de canciones que son de acá, soñadas
en las idas y vueltas entre Castelldefels y el Río de la Plata.
Una voz se
construye. Lleva tiempo, más si se suman exilios. Por eso, para
explicar la voz de El mar sin miedo,
hay que volver hacia atrás en el tiempo. Porque una voz
resume capas de vivencias y de influencias. L.Mental tenía el rapeo,
un latiguillo que se cruzaba entre House of Pain, el gusto por el
metal y cierto aire tanguero. Pero no se sentía cómodo. Empezó a
buscar otra cosa, ya lo dijimos, en las primeras maquetas de su
primer disco solista. De eso hace ya unos años.
Abandonó
finalmente la máscara cuando entendió cierta paradoja de los discos
ochenteros de Fernando Cabrera. "Una vez lo entrevisté y me
dijo: 'para qué quería ir yo hacia ese lugar (se refiere al sonido
The Police), si no era adonde quería ir'". Ahí, dice, le bajó la
ficha. Tenía que buscar el camino propio. Ser él: Santullo. Juego
complicado de identidades: ser el de "ningún lugar", lo
que le permite acertar una poética transversalmente montevideana.
Tampoco se
sintió cómodo con el sonido elegante de Bajofondo. Decidió volver
al formato banda, al rock, y si es posible a un garage setentero: "No
quería ningún teclado posterior al ochenta y dos; quería bichos
reales, sonido físico, una paleta intencionalmente acotada".
Sonríe cuando subraya que todos los integrantes de su actual banda
-y el productor Guille Berta- son fans de Los Lobos. Y si pone como
referencia sonora de El mar sin miedo al
penúltimo disco de Mellencamp, grabado en mono, aclara que la
actitud -sin embargo- no es vintage, sino similar a la que tienen los
Black Keys para hacer hard-blues.
¿Dónde
está Santullo en El mar sin miedo?
Donde tiene que estar. Rapeando, y casi siempre cantando, metiendo
electricidad y siendo honesto con lo que le gusta y lo que quiere.
Estas nuevas canciones tienen el tempo adecuado, el que puede
sostener en un escenario, porque en definitiva el rap es físico y
nunca puede ser de laboratorio, porque no se puede salir a la cancha
y quedar disléxico, o algo así, fuera de tono. Y aparece, sin
forzarlo, ese aire que se le cuela de Roos esquina Lazaroff, claro
que desde su impronta de latiguillos y acting
rapero, o bien desde un estilo propio que sabe decir sin apoyarse en
las melodías.
El disco
abre con "Lo que debo". Guitarras metálicas acompañando y
pega fuerte el "no me pesa entender que la culpa es mía/ me la
banco no hay tu tía". Buena pluma, para sobrevolar el mar sin
miedo y conectar con los viejos tiempos peyoteros. "Espiral"
ya es otra cosa: es pop. No es agradable, porque se cuela una
nostalgia distorsionada, que hace ruido y contagia. Funciona como
esas olas que van para atrás, antes de que venga la otra ola. Y la
ola que viene es la del toque bien callejero, bien Roos, la "tonalda
indulgente" de "No hay vuelta", un temazo en el que ya
queda claro la clave del asunto: las bases, las baterías, los bajos.
Diez puntos para Rodino, o para Emiliano Pérez cuando le toca llevar
los palos. Diez puntos para Daniel Benia. Y después viene el hit de
estadio, el "Contraluz", canción épica que pide coro y
tiene una cosa de Sórdromo, de esa generación de canciones que
quedó marcada por el "Gris" de Loop Lascano.
Las cuatro
primeras canciones de El mar sin miedo
muestran casi toda la paleta de Santullo, los flancos cancionísticos
que domina a la perfección. La fiesta se completa con "Dios y
el Diablo" y su mantra reggaetonero. Vuelve el rapeo y se cierra
el círculo. Lo que resta del disco es viaje, es canción
montevideana contemporánea a full. Solo hay que tomarla y dejarse
llevar. Para escuchar, para bailar, para cantar.
((versión extendida de artículo publicado en revista CarasyCaretas, 11/2014))
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