El
primer premio de novela del MEC, otorgado a Horacio Verzi por El
infinito es una forma de hablar, otorga
visibilidad a un fenómeno reciente en la literatura uruguaya:
grandes novelas, de alto espesor literario, aunque de baja
circulación entre lectores y cierta marginalidad en el proceso
editorial.
Cuando se conoció el nombre de la novela ganadora en el concurso del MEC, se respiró cierta sorpresa en el medio editorial y en la prensa cultural. No estaba entre las candidatas. Tampoco entre los más vendidas. Se trataba de una novela de más de quinientas páginas, que apenas circuló en librerías en una edición pequeña de Yaugurú, sello independiente especializado más que nada en poesía.
Cuando se conoció el nombre de la novela ganadora en el concurso del MEC, se respiró cierta sorpresa en el medio editorial y en la prensa cultural. No estaba entre las candidatas. Tampoco entre los más vendidas. Se trataba de una novela de más de quinientas páginas, que apenas circuló en librerías en una edición pequeña de Yaugurú, sello independiente especializado más que nada en poesía.
El
infinito es solo una forma de hablar
es una ambiciosa construcción literaria. Es una novela “de ideas”
que se estructura a partir de una serie de desvíos temporales,
transcripciones de sesiones de hipnotismo -fechadas en 1941, en
Brasil- que van armando una ingeniosa y atrapante ficción histórica
entre los bordes de la civilización occidental y la gestación del
cristianismo. Es una obra que permite descubrir a un novelista
maduro, Horacio Verzi, capaz
de jugarse todo para llegar al “gran libro”, esa tentación que
está reservada a unos pocos en la práctica literaria.
La
novela de Verzi no
es, y esto es tal vez lo más singular del caso, un fenómeno
excepcional. A lo largo de la última década, fueron varios los
ejemplos en Uruguay de grandes novelones: El señorFischer, de Ana Solari,
Dodecamerón, de
Carlos Rehermann, y más recientemente, Cielo 1/2, de
Amir Hamed. Todos ellos son libros que de alguna manera van a
contramano de las dinámicas editoriales contemporáneas y no les ha
sido fácil encontrarse con el público lector.
Mientras
el “valor literario” se ha desplazado en las grandes editoriales
(que
anteponen la potencialidad marketinera de tópicos a la calidad
autoral; ni hablemos de nuevos lenguajes y riesgos estéticos),
no parece quedar mucho espacio para trabajos de largo aliento.
Tampoco parece existir mucho aire en las editoriales independientes,
que han encontrado sus equilibrios económicos en producir libros
pequeños, de
no más de doscientas páginas, posibilitando eso
sí un bienvenido auge de la
nouvelle y el más que saludable retorno del cuento corto y relatos
breves.El
tema es que, de una u otra manera, más
allá de la excepción de Solari, publicada por Alfaguara, en
los casos de Rehermann y Verzi fueron
editoriales independientes como Hum y Yaugurú (aunque
posiblemente asociándose en la empresa) y
Hamed probó
de manera franca con
la autoedición. Todos
comparten, eso sí,
el hecho de ser proyectos literarios de alta calidad, de autores que
apostaron fuerte -sin concesiones- a sus universos creativos.
Hay
otra conexión interesante: ninguno de los títulos desarrollan
tópicos uruguayos, ni siquiera en su geografía o temporalidad: la
de Solari es una novela “alemana” de posguerra, Verzi y Hamed
cruzan tiempos pero sus laberintos están situados en el Mediterráneo
y el Medio Oriente, mientras que Rehermann situó el Dodecamerón
a bordo de un excéntrico
crucero. Esto revela una otredad que debería ser analizada con
detenimiento, circunstancias comunes que refieren a los lugares en
los que están “buscando” y creando los literatos. Son,
todas ellas, novelas
de lectura imprescindible, que hablan de un fenómeno saludable y que
debería tener un mayor respaldo de editoriales, libreros y prensa.
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