No
es este un simple libelo en pos de apoyar el
rescate de la obra y figura de José Parrilla, uno de los poetas
faros para otros tantos poetas –entre los que me incluyo- que
conciben a la acción poética en la frontera entre la aventura vital
y la tentación de la literatura como crónica.
No
puedo tampoco, ni debo, buscar ni forzar un falso objetivismo, por
respeto a la academia y a quienes deberían replantear la obra de
Parrilla en su justa medida, aunque se alteren –y con justicia-
algunos cánones sagrados que permanecen intocables desde el '45 hasta
la fecha.
Algunos
lo vienen haciendo, de manera periódica pero insistente, como Pablo
Rocca, a quien debo –precisamente- el conocimiento de la obra de
Parrilla. Un simple artículo en Brecha, firmado por Rocca, hace unos
cuantos años, me llevó a la Biblioteca Nacional a buscar y
finalmente tocar –ese asunto de leer – y fotocopiar el libro “La llave en la
cerradura”, publicado por Ediciones Ester en 1943. No suelo tener
esos ataques fetichistas, pero me pasó lo mismo que al reconocer la
grafía fucsia del cuadernillo “Para una ebria cabellera”, de
Roberto de las Carreras... El libro de Parrilla, en su caso, está
sostenido en una tipografía más redonda que la habitual. Se
confunden las o con las a, revela un aire de manifiesto, de poesía
lanzada sin mayores correcciones y aparece el apasionamiento del
dandy que quiere hacer circular sus últimos versos. Me pasó, decía,
de encontrar en Parrilla la voz de una fuente viva, sorprendentemente
contemporánea pese a los 50 años que me separaban entonces –leí
esos versos en los primeros años 90-, y con una cercanía no muy
frecuente entre universos poéticos a primera vista lejanos.
La
poética de Parrilla bebe del mejor surrealismo, el de Paul Eluard y
Breton. Ese en el que la razón asoma desnuda después del sueño que
se convierte en pesadilla. Una razón casi siempre trágica,
bastarda, iconoclasta y puntualmente autobiográfica.
Pero
también bebe de “El pozo” de Onetti, en la decisión de Parrilla
de no alejarse de la comarca ni de plantear torres escapistas.
Refunda una poética urbana, montevideana, sin concesiones
pintoresquistas, que lo adelanta incluso a los poetas del 45. Y en
una de sus aristas más polémicas, ensaya una original síntesis
entre los desplantes amor-librescos de Roberto de las Carreras y el
gusto de Onetti por las adolescentes. Lo que había sido prefigurado
por el dandy del 900, en sus ardientes manifiestos a favor de los
amantes y las mujeres muy jóvenes, y que Onetti explicita en “El
pozo”, es para Parrilla el centro de sus devaneos poéticos.
Él
es el Profesor de Amor, como firma en las tarjetas personales que
usaba en la época.
La
literatura como una droga peligrosa, en el borde de la biografía y
el manifiesto sensual, en una obra en la que no faltan niñas de
diecisiete, de catorce, de doce. Es, en cierta forma, la
reencarnación de Roberto, iluminada de surrealismo y sin la pompa
modernista. Se mantienen las formas: el dandysmo, la bohemia (aunque
Parrilla es habitué de bares más bajos y populares, como el
Yatasto) y el placer por la seducción. Al igual que Roberto la de
Parrilla es una obra muy breve, dicen que expresamente breve, porque
el poeta eligió ser como Arturo Rimbaud, una de sus fuentes, que con
solo dos obras publicadas consiguió la gloria.
Es
necesario situar a Parrilla en su época. Mil novecientos cuarenta y
tres. Habitué del Yatasto, en una esquina de la calle Sierra, a dos
cuadras de Miguelete yendo para el Palacio. Una bohemia underground,
sin las luces y las poses del Sorocabana y otras tertulias del
Centro. La derrota de la España republicana a la vuelta de la
esquina, la segunda guerra en su momento de mayor incertidumbre, los
conflictos obreros, el bullicio de los inmigrantes llegados de
Europa.
Parrilla
y su grupo de amigos –entre ellos el pintor Cabrerita- no escapan a
todas estas vivencias. Por eso, tal vez, esa razón oscura, de un
poeta buscando la eternidad de la adolescencia, del dolor, del ardor
más puro y al mismo tiempo la consagración de la locura y la
muerte.
“Yo
estaba loco.
Y
eso me impidió
hacer
una locura”
Dice
en un fragmento de ‘Un vaso de agua’, uno de sus textos más
afiebrados, que integra el libro “La llave en la cerradura”.
“Estoy
muerto,
pensad
en mí, muerto”.
ó,
ya en la plenitud de sus versos:
“Era
un sueño
una
vez, con zapatos.
Era
la niña.
Maté
al padre y a la madre
de
la niña,
que
la habían usado
doce
años
Le
di un fémur a ella,
Y
ella golpeaba la mesita
Y
se reía de la cara
que
los monstruos
sacaban
de la cara
de
sus padres”.
No
es, precisamente, muestra de un poeta correcto. Ni entonces, ni en
este presente tan dado a los rubores y a los eufemismos. Su obra,
como ya se señaló, es muy breve. Además de “La llave en la
cerradura” publicó “Elogio del miembro” (un poema largo que
oficia de manifiesto) y “Rey beber”. Todos publicados en 1943. Un
año antes de 1944, donde podría ubicársele como una generación
imposible que nunca existió, en la que también debiera estar su
admirado Juan Carlos Onetti.
Hace
unos pocos años, volví a escuchar el nombre de Parrilla –asociado
al de Cabrerita- en boca del poeta Mario García. Entrevisté al
veterano poeta y compañero de tertulia de ambos en el Yatasto. Allí
conocí de otras historias, y también supe de la necesidad de echar
luz sobre la figura de Parrilla. Allí pude volver a tocar –como
años antes en la Biblioteca- las ediciones originales de Parrilla.
El gran poeta del 44, figura oscura y marginal que es –mal que le
pese a unos cuantos- uno de los grandes poetas montevideanos del
siglo pasado.
No
es una figura exactamente trágica, aunque le queda a los
investigadores armar el retrato de este poeta que como Arturo publicó
a sus veintipocos años y después prefirió un oscuro exilio. Dejó
todo y se fue a Barcelona y luego Francia, en la posguerra. Dicen que fundó una secta.
Dicen que dejó de escribir.
No
es mi deseo realizar un mero grito iconoclasta, pero no concibo que
se siga olvidando la obra de José Parrilla, así como sucede con
otros tantos... el propio de las Carreras (del que solo se conoce la
superficie de su obra), Julio Inverso, Cristiani (además de artista
plástico publicó uno de los libros esenciales de la poesía
concreta en nuestro país), Ruisdael Suárez (existen unos cuadernos
inéditos que habría que publicar), Íbero Gutiérrez (es bastante
más que un mártir del escuadrón de la muerte) y tantos otros, como
el también maldito Humberto Megget, quien también bebió de los
textos del Profesor de Amor del 44.
Es
momento, sobre todo, de escuchar los arrebatos de Parrilla.
1 comment:
Si, siempre me fascinó Parrilla mas que nada por la certeza de que con dos poemas pasaría a la posteridad. me lo dió a conocer mi maestro; el tallerista escritor y amigo personal Mario García.
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