fin de año chileno
Es un lugar común la afirmación, sobre todo entre aquellos que han leído al menos 20 libros de César Aira, que es imposible recomendar un lugar para empezar a leerlo, para meterse de la mejor manera en su imaginario, en sus artilugios literarios, en su manera absolutamente única de contar y de manejar los entresijos de la ficción, lo fantástico y lo real. Un libro como Ema, la cautiva puede leerse como “serio”, como un apunte apenas distorsionado de los testimonios de viajeros europeos al desierto de Río de la Plata en los siglos XVIII y XIX. Pero esta posible lectura es apenas una ilusión, porque la ficción se vuelve delirante, como en La liebre y en otras de las tantas novelas cargadas de malones, indios y criollos amigos de Juan Manuel de Rosas. Lo mismo pasa con los varios estadios temáticos de Aira: en las novelas chinas, en las ambientadas en Flores (desde La guerra de los gimnasios hasta Las noches de Flores, esta última con uno de los mejores comienzos que se le recuerde, cuando describe a los increíbles delivery porteños), en las que se construyen como obras de arte contemporáneo, en las que están escritas en plan autoficción. Siempre, en todas sus novelas, lo que se mantiene es ese nivel extraordinario de observación, en un estilo Marcel Proust porteño, pasado por Roberto Artl, no pocas nociones de la literatura fantástica (hay dosis inevitables de Mario Levrero) y con una sensación evidente de desplazamiento, al incomodar al lector cambiando de escenario, de estilo e incluso de tema o de personaje en una misma novela corta, circunstancia que se acelera en sus novelas posteriores al 2000.
¿Por dónde empezar con Aira? El sello Random House, en su randómica forma de reeditar y editar a Aira, lo que implica una imposibilidad de encontrar un patrón para la secuencia de reediciones que han aparecido sucesivamente en librerías en los últimos años, publicó hace unos pocos meses Los fantasmas, una de sus novelas “perdidas”, excepto para sus más fanáticos, o bien para los que lo siguen con minuciosidad desde hace 30 años y pudieron encontrar algún ejemplar de esta nouvelle ochentera en una librería de segunda mano.
La lectura, hoy, de Los fantasmas, es iluminadora. Es Aira en estado puro, pero con una historia –la de un edificio en construcción y la cena de fin de año con la familia del sereno chileno y su alborotada familia– que parece posterior al 2000, más cercana a los libros de Aira más recientes. No parece pariente cercano de sus primeros libros, de los más conocidos, los clásicos, lo que hacen que su relectura funcione como un ejercicio de algún modo airiano, con un desplazamiento, una distorsión y una extrañeza que los vuelve –precisamente– un divertimento mayor. Puede entenderse entonces a Los fantasmas como un libro que anuncia su período pos 2000. Y se suma una sutileza no menor: acá el escritor no se aburre, cuida la precisión y el ritmo de lo que va narrando, y –algo extraño en el Aira más actual– buena parte del libro se juega en las últimas 20 páginas y en un final duro, pertubador, cuando el mundo de una adolescente –la hija del sereno– choca con el de los fantasmas.
Así, sin proponérmelo, y con más de 30 novelas de Aira leídas, puedo recomendar Los fantasmas como un punto de inicio posible para los que quieran iniciarse. No es raro, se trata de uno de sus primeros libros. Pero esa es sólo una ilusión temporal.
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