después de lanzarote



Entre novela y novela, hay escritores que se toman su tiempo. Michel Houellebecq es uno de ellos. Esa circunstancia vuelve acaso lógico que su editorial busque un mayor rendimiento de su firma. Mientras se esperaba la edición de El mapa y el territorio coincidieron en librerías –aunque lejos de los estantes de novedades y títulos prioritarios- dos ediciones que permiten ahondar sobre el pensamiento y los intereses creativos de Houellebecq.
Lanzarote, editado hace algunos años por Anagrama en forma de caja, es un libro-objeto que contiene dos tomos: uno es un cuento largo, diagramado en letra grande y con un amplio interlineado permite que se llegue a las 100 páginas del formato nouvelle; el otro reúne fotografías de Houellebecq de paisajes desolados y particularmente extraños de la isla del archipiélago de Canarias. El envase es de lujo, y lo que está adentro también, no solo por la firma de Houellebecq sino por dar testimonio de un viaje que ata cabos entre dos de sus más célebres novelas: Plataforma y La posibilidad de una isla.
El protagonista de “Lanzarote”, un francés aburrido que desea pasar el cambio de siglo en un lugar poco habitual, vive una aventura de turismo sexual en una Finisterre donde varios europeos y europeas solitarios convergen por motivos confusos. El toque “turístico” es un eficaz anuncio de Plataforma, e incluye en este relato la presencia de un atormentado belga y dos alemanas dispuestas a la diversión bien lejos de sus oficinas laborales. Y Lanzarote es, como lo saben los lectores de La posibilidad de una isla, un territorio muy similar al que oficia de escenario en aquella novela y en el que –no podía fallar- se gesta la conversión a la secta azraeliana del belga, a la postre un policía de Bruselas que termina condenado a prisión por pedofilia. El potente relato se completa con un álbum fotográfico tan desolado como la aventura que viven el francés y sus amigos ocasionales.
Intervenciones, disponible en la Colección Argumentos de Anagrama, es una colección de artículos, entrevistas, columnas y pequeños textos de diversas épocas, todos –obviamente- salidos de la cínica pluma de Hoeullebecq. Sus dardos son despiadados y necesarios, aunque su obsesión por ser políticamente incorrecto a veces lo lleva a gruesos resbalones. Aparecen sus temas preferidos: el turismo, la pedofilia y el transhumanismo, pero –y por suerte- también se cuelan otras aficiones: un alegato sobre el cine mudo, un ataque durísimo al poeta Jacques Prevert, varios ataques a la intelectualidad francesa del siglo veinte, al feminismo y apuntes sobre arquitectura, arte contemporáneo y sobre poesía.

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