autopsia



¿Cómo leer una novela que se llama Autopsia, cuando su concepto, su más íntima necesidad, está ligada a la minuciosa acción que se refiere desde el provocativo título? El escribidor, llamado Miguel Serrano y nacido en Zaragoza en 1977, asume el rol de forense y parece tener como principal cometido diseccionar, desentrañar y analizar su propia memoria emocional, su mundo privado. Se trata, efectivamente, de una autopsia literaria, de un juego de autoficción llevado al límite y coloca al lector en la incómoda situación de estar hurgando donde no debe. Es lo que sucede cuando el pacto ficcional (casi) desaparece, cuando leemos al borde del testimonio y hacia el final del camino percibimos -vaya paradoja- que al acercarnos a hechos que efectivamente sucedieron lo que se devuelve es una imagen surreal, una reconstrucción que se sabe bastarda. Todas las reconstrucciones son imposibles, por definición. Deforman, mutan, subjetivizan, se alejan de toda utopía de realismo.
Autopsia es incómoda. Y eso es, en primera instancia, lo que obliga a curiosear, a continuar la lectura, a intuir que en sus páginas hay bastante más que purgar un par de culpas y un saludable ejercicio de catarsis literaria. Miguel empieza a contar en primera persona. Entre sus varios puntos de partida -prueba con la infancia ("Puede que tenga ocho o nueve años..."), prueba con un desvío introspectivo ("¿Por qué se empieza a contar?"), prueba con escenas cotidianas ("Hans, Mensajero y yo sentados alrededor de una mesa...")- hay uno que opera como punto de inflexión, relativo al siempre tan simbólico "fin de la inocencia". Ni más ni menos, se trata de una golpiza callejera. La vez que fue golpeado por los skinheads, en una calle de Zaragoza. Sabremos de un poema en el que se cuenta tal desventura y de varias derivaciones en el entorno familiar, intentos de venganza incluidos y la fijación acaso traumática de ese episodio de violencia.
La disección que va haciendo Miguel, a medida que avanza la novela, abre paso a otras historias, arqueología por cierto trastornada, en la que lejos de ser la víctima se intuye parte de los victimarios, de niños malos molestando compañeros de colegio y muy especialmente a una niña llamada Laura Buey. Se agrega el presente cercano, la amistad con personajes nocturnos (entre ellos una de las figuras del under zaragozano, al que coloca en el pedestal de ídolo) y la sensación eterna de evidentes problemas de relacionamiento, de que en alguna parte debe estar la solución, de no saber si es mejor intentar agradar a los demás o encerrarse en una pieza a escribir y así evitarse problemas.
Autopsia es una novela de las que pegan, de las que cuando se llega al final se quiere un poco más.
Es también una de esas novelas marcadas a fuego por una ciudad, en este caso Zaragoza. Tiene viento, tiene temperaturas extremas, tiene una geografía de calles de barrio de provincia. Tiene rastros de una España que no quiere ser tan europea ni tan glamorosa. No van a encontrar el Ebro ni el Pilar, ni pintoresquismo ni autocomplacencia, porque los trayectos de Miguel tienen que ver con bares, con el sótano de Las Delicias donde vive, con las calles cercanas a la Universidad, con su trabajo como dependiente en una tienda de discos, con viajes cortos e imprecisos, pero sobre todo con hurgar en la memoria, escribir y reescribirse, en una valiente disección que termina construyendo una novela potente y reveladora.

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