La
publicación del álbum Very Best of
Morrissey permite disfrutar de las mejores composiciones del cantante británico
en su carrera solista después de la disolución de la banda The Smiths.
Hace algunos días, un amigo me
retó a que le diera al menos cinco nombres de artistas importantes del rock de
los 80. Siendo fan de esa década, por motivos estrictamente
emocionales-generacionales, pensé que sería una tarea fácil. A los diez
minutos, y habiendo descartado a los Clash, Jam, Joy Division y Blondie por
venir de los setenta, a Depeche Mode y Pet Shop Boys por ser synth-pop, a U2
por aburridos y patológicamente correctos, a Pixies y REM por adelantarse a los
noventa, me fui quedando sin nombres. “Tal vez The Cure”, dije. No tuve mayor
aprobación. Fue en ese momento que mi amigo sentenció: “La única banda
importante de los 80 fueron los Smiths”. Ahí me cayó la ficha. Las guitarras de
Johnny Marr, la voz increíble de Steve Morrissey. La ambigüedad, la poesía, la
erótica de un folk-rock que fue marca de fábrica con el mágico The queen is dead. Indiscutible.
No sé si fue coincidencia o no, pero a los pocos
días me pasaron la colección Very Best of
Morrissey, canciones que salvo “International Playboys” y “Suedehead” tenía
bastante olvidadas, o descuidadas sería más exacto, preocupado por novedades
contemporáneas. Alcanza escuchar todo el recorrido para comprobar la altura
interpretativa de Morrissey, que lo coloca entre las grandes voces del rock –Elvis
(Presley y Costello), Morrison, Bowie, Stipe- sin distinciones. Es un verdadero
discazo, de esos que se escuchan de principio al fin, y que demuestra en este
caso que aunque ya no esté la guitarra de Johnny Marr, el registro dulzón e
inconfudible de Morrissey resulta mágico.
En estos días, antes de escribir esta breve
reseña, me crucé una y otra vez con noticias del ahora veterano cantante, lo
que me llevó a comprobar lo tanto que nos cuesta a los ochenteros acostumbrarnos a la pérdida de la juventud de nuestros
ídolos de la adolescencia. Morrissey es hoy un tío viejo, con look de conservador
y aire retro; ha perdido la fragilidad, la estampa romántica. La de los ochenta
–y esto lo comprueba- fue una década que no se permite envejecer, porque el
paso del tiempo desacomoda su gestualidad excesiva, el culto obsesivo por la
imagen, y es esa fatalidad la que provoca que poco o casi nada de esa época
sobreviva o mantenga vigencia.
Ahí está ese disco, una y otra vez, sonando en
mi compactera. “Every day is like Sunday”, es tal vez la mejor canción de la
antología. Los fans de Morrissey y de los Smiths –mientras tanto- tienen una
posibilidad más que grata para esperar la pronta edición de una lujosa caja de
la gran banda de los ochenta, remasterizada y al cuidado de Johnny Marr. Y para
diciembre de 2012 se espera la autobiografía del cantante, que sigue haciendo
de las suyas cada vez que abre la boca, como cuando –vegetariano a ultranza-
comparó a la masacre en Noruega con lo que ocurre cotidianamente en McDonalds y Kentucky Fried Chicken, o la intimación que les hizo a Lady
Gaga y Madonna para que demuestren que saben bailar sin partenaires ni luces ni
montajes.
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