Cesar Aira me dijo que sí. A las 5 en punto lo pasé a buscar por el Radisson. Una tarde de febrero de 2008, treinta grados a la sombra, en Montevideo City. Cruzamos Plaza Independencia y mis primeras palabras fueron relativas a La liebre, esa no tan apacible novela que transcurre en una Patagonia alucinada, repleta de indígenas dementes que no paran de guerrear y tener hermanos gemelos. No obtuve respuesta alguna. Aira no estaba para halagos. O tenía mucho calor. No sé. Guardé entonces para otra ocasión comentarios sobre el apocalipsis de El misterio de Rosario o la luminosidad de Parménides. Omití también comentarios sobre los intrigantes fisiculturistas de "La guerra de los gimnasios", o simplemente preguntarle si tenía escritas otras historias de Barbaverde. Preferí callarme. Llegamos al Tasende, en una lateral a la plaza. Pedimos un café. Intenté propiciar una conversación entretenida, pero la tarea se hizo cada vez más difícil.
La posibilidad de una entrevista se desvaneció totalmente
cuando Cesar Aira dijo que no era por un problema de vanidad, sino que
simplemente no le gustaban las entrevistas. "En todo caso, sería por mi
propia vanidad", le respondí, casi exaltado, buscando un mínimo gesto
de humor. Y nada. Le dije que coleccionaba entrevistas, y que iba a seguir
peleando por tener éxito en esa empresa. Le recordé que en mi lista personal de
aciertos estaba Charly García. Me miró con cara de que si seguía insistiendo se
empezaría a irritar. Montevideo para él significaba vacaciones y -en todo caso-
buscar escritores raros. Le recordé que Levrero ya se había muerto y que no
había mucho que buscar. Y que entre sus alumnos apenas si se rescata la obra de
Pablo Casacuberta. Anotó ese nombre. Y que debía leer a Héctor Galmés, muerto
en los primeros años ochenta y tan raro como Levrero. Anotó ese nuevo nombre.
No paré de hablar por un rato. Cesar Aira seguía anotando nombres en la
libretita. El entrevistado parecía ser yo.
Pedimos una pizza al tacho, especialidad de la casa, la
mejor de Montevideo. Le conté que el edificio que se veía desde el ventanal del
viejo bar era el Palacio de Justicia -empezado en los años 60 y nunca
terminado-, y como la estructura tan fea molestaba a los dueños del Radisson
-siempre tan chuchis, pensando en su clientela cinco estrellas, no como
Cesar Aira- le hicieron poner vidrios espejados. El gran simulacro montevideano
por excelencia. Y le conté también que hace apenas dos años el mismísimo Hugo
Chavez Frías estuvo hospedado en el Radisson y preguntó por esa cosa tan
horripilante. El zar venezolano largó una chorrada de pretrodólares para que se
terminara de una buena vez el edificio, con la condición de que allí montaran
-ya no la Justicia- sino un modernísimo Palacio de Gobierno (así le queda más
cerca cuando pasa a visitarnos, porque la sede actual del gobierno uruguayo
queda a 4 kilómetros del Radisson). Seguimos hablando un rato más con César
Aira. Lo único que logré sacarle, acerca de su gran obra novelística, fue que
la porteña galería Belleza y Felicidad se llama así porque Fernanda Laguna -en
realidad la musa a la que dedica la divertidísima novela Yo era una chica
moderna- leyó esas palabras de una vieja novela suya. Hablamos un poco de
Dani Umpi. Comprobé que se admiran mutuamente. No hablamos de Roberto Bolaño.
Me dio la impresión -cuando se lo nombré- que no le cae muy bien hablar de
Dios.
En el camino de regreso al Radisson, le muestro a Cesar Aira
-al llegar a la mitad de la Plaza- el Palacio Salvo. "Allí está mi
oficina", le digo. No le cuento de qué. Ni a él ni a ustedes les
importa ese dato. El calor aumenta, lo que no es lógico, porque ya son las
siete de la tarde y el sol está más bajo. Pero como leí La liebre ya
dejaron de importarme los desajustes espacio-temporales. Esa noche hay desfile
de Llamadas, le sugiero como paseo, pero me dice que prefiere verlo por
televisión. Nos despedimos. Ambos sabemos que no fue una gran charla, pero él
se llevó unos cuantos datos.
Lo que Aira está leyendo:
1) Dodecamerón, de Carlos Rehermann (Hum Editor).
2) Trilogía involuntario, de Mario Levrero
(Sudamericana/ Mondadori).
3) Die Reiven. Manual de Literartura Uruwasha, de
Pablo Trochon (Corelato Editores).
4) Final en borrador, de Héctor Galmés (Banda
Oriental).
5) Esta máquina roja, de Pablo Casacuberta (Trilce).
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