hay vida después del punk



Sí, había vida después del punk. Había vida después de la iguana Iggy Pop, de la Velvet, de todas las olas de rock extremo y visceral. La simpleza del movimiento de caderas de Elvis, pervertido a un extremo en la suciedad del garage y de la demencia de los 70, y sin los desvaríos intelectuales del noventa por ciento del indie y el noise ni las tortuosidades depresivas e insoportables del grunge. O sea, rock acelerado, corporal, lo-fi, para que los adolescentes del nuevo milenio entiendan de una vez por todas la falsedad de parodias al estilo de Green Day y Offspring. 
Para demostrar que el rock vive, para el cuerpo, analogía que lleva a que la movida retro –radical en su concepción anti-máquinas- mantenga inquietantes zonas en común con el desarrollo de la cultura electrónica. Porque bailamos en la pista de la disco con pastillas digitales, pero en la oscuridad del pub volvemos a encontrar la rabia íntima del retro punk-new wave. Música para el cuerpo. Nada más saludable que el rock volviendo a sus raíces. Y no se asusten con el ruido, porque gente como los Yeah Yeah Yeahs tiene como único plan buscar el descontrol, la catarsis en estado puro.
La movida retro (también llamada “ñu retro” o de los “the the”), tuvo el primer impacto con los Strokes, cuarteto neoyorquino que encendió la llama de un rock depurado y auténticamente devorador de la vieja química de los Stooges mezclado con los primeros Cure. Un revival intenso, fashion y que sacude en cada canción, convirtiéndose –vaya milagro- en un sonido fresco que nos lleva directamente al 77, sin escalas. Los Strokes conquistaron Europa y los grandes sellos salieron disparados a fichar a los nuevaoleros del 2000. The Coral, The Raveonettes, The White Stripes, The Hives, The Vines... la lista parece no terminar.
Un novísimo ejemplo de esta corriente es precisamente el trío neoyorquino Yeah Yeah Yeahs, quienes desde la Gran Manzana se convirtieron en la sensación detrás de Strokes y de White Stripes. Al frente de los YYY está Karen O, una performer como hace años no se veía en la escena, callejera, gritona y con un vestuario de ropas reventadas. Karen O dispara letras crispadas y sexuales mientras se revuelca en el escenario, acompañando los cortes y quebradas de sus colegas: Nick Zimmer en guitarra y Brian Chase en batería. Como los Stripes, dirán, pero parece ser la fórmula más simple y adrenalínica de los nuevos tiempos: riffs, punteos y el apoyo de bateristas fuera de serie, que hacen recordar el plan new-wave de Blondie.
Fever to Tell es un gran disco, que mantiene en vilo al escucha y no para de explotar en cada track. Sucede con los YYY la misma sensación de escuchar a los Strokes y a los Stripes, y despunta en el sonido del trío lo más interesante y revulsivo de la nueva generación –sin ningún tipo de concesiones o anacronismos, como pueden encontrarse en el caso de Hives y Vines.

la mejor banda



La prehistoria oficial del rock del Río de la Plata, vivida con adrenalina, inocencia y gran creatividad bajo el influjo directo de la explosión beat, omitía habitualmente mencionar en su justa medida la obra de Los Mockers. No es momento de buscar razones, pero es muy cierto que Los Shakers pudieron desarrollar una obra más extensa (por lo menos un par de años más tocando y grabando discos) y que ninguno de los integrantes de Mockers continuó viviendo en Uruguay. Años atrás, el sello inglés Big Beat reeditó la obra completa de Shakers, en un verdadero acontecimiento editorial.
El cantante Polo partió a Europa después de un par de proyectos que se truncaron. El teclista Esteban pasó por Delfines y años más tarde se tomó un avión a España. El batero Beto fallecía en los primeros 70 en un accidente de moto. El guitarrista Jorge se radicó en Buenos Aires. Y, por último, el bajista Julio se embarcó y actualmente vive en Canarias. No quedó nadie en Montevideo para reivindicar directamente la historia, ni siquiera quien contara de las “hazañas” particulares de Esteban Hirschfeld (figura clave del rock español de los 80 a bordo de los Gabinete Caligari, por ejemplo). Tampoco quien se hiciera eco de las posteriores reediciones de Mockers y de la consideración de la crítica especializada que los ha señalado como “la mejor banda de rock de Sudamérica de los 60”, por esas mismas canciones que este mismo año el sello español Munster recupera –con la remasterización digital de Hirschfeld- en la edición de Complete Recordings.
El nuevo disco no es el primer intento de recordar la aventura Mockers, pero este 2003 parece ser una muy buena ocasión. En primer lugar porque la actual invasión retro permite acercarse más fácilmente al sonido de la época, sentirlo más familiar y contemporáneo. No es menor tampoco que la inclusión de un fragmento de una canción en una escena de la película 25 watts también haya ayudado a potenciar la pequeña “fiebre mocker”. Pero lo más importante es que el trabajo de Hirschfeld en el tratamiento sonoro lleva a que aquellas primitivas grabaciones en dos canales adquieran una energía más cercana a la original.
Los Mockers, realmente, son inigualables, y aquí no importa iniciar un tonto clásico de época con Shakers. Por algo la memoria de algunos músicos los guardaba en su justa medida (si no pregúntenle al mismísimo Charly García o a cualquier veterano de los sesenta de Montevideo o Buenos Aires). Polo, a la medida del bocón Jagger, nos transporta al beat en su versión más cruda, y el cuidado melódico –al igual que en el caso de Shakers- los revela como grandes creadores de canciones rock. Si bien la vida creativa de los Mockers fue muy corta, alcanza ese año 1966 para verificar el progreso de una banda que ya insinuaba un gusto por la sicodelia y por la oscuridad que transitaban entonces los Stones.
El disco, editado por el sello español Munster y que incluye grabaciones de incursiones televisivas de los Mockers (increíbles haciendo una versión de ‘Paint it black’), tiene distribución en Uruguay y se convierte en una de las recomendaciones del año. Más allá de la nostalgia, duele reconocer que en los locos 60 la cultura montevideana podía darse el lujo de tener bandas de primer nivel en un género que recién daba sus primeros pasos en la industria y en la subcultura juvenil.

tan freak, tan popular


(entrevista con Adrián Dargelos)

Babasónicos es la banda rockera más excitante de Buenos Aires, un virus que se contagia por las principales capitales latinoamericanas. El pecado original de practicar el sincretismo, de vestir un rock deforme con guiños de bossa nova, rap y hasta bolero los ha llevado a ser una banda a contramano de la construcción epigonal del rock argentino de masas de los noventa.



Adrián Dárgelos, cantante y vocero de Babasónicos, es un artista que maneja la ambigüedad y sobre todo la exageración. Es capaz de aparecer en escena vistiendo ropas glam y tacos de aguja así como de teorizar sobre los límites morales del arte en el siglo veinte. Autor de la chirriante estética de su banda y de la mayoría de las composiciones musicales, Dárgelos dirigió casi todos esos clips que marcan a fuego la imagen freak de Babasónicos.
Vestido de puntilloso blanco -blusa de seda, pantalón ajustado y botas de cuero con taco alto- Adrián Dárgelos se contonea en el escenario dispuesto a coquetear y seducir mostrando uno de sus hombros al descubierto. Él es el rocker fronterizo, fanático por igual de Los Iracundos y de Roxi Music, capaz de pasar de un bolero al metal más crudo y no ruborizarse al acompañar con su voz un extravagante western-rock bien bizarro. Después será algo de disco, un poco de lounge, de rock maquinoso. Después la fiesta será completa y la comprobación de que los Babasónicos es la mejor banda de rock en nuestro idioma. Tal vez los chavos de Café Tacuba o Plastilina Mosh les puedan competir, pero fueron los Babasónicos quienes tocaron (y deslumbraron) en el escenario de El Ciudadano, por dos veces en diciembre del 2001 y en mayo del 2002, y en los primeros días de noviembre repitieron la celebración en Bar Retiro, consolidando su acción escénico-musical en nuestra capital.




***



- Es paradójico, pero tuvimos que llegar antes a montones de ciudades y Montevideo, el lugar más cerca que tenemos, el lugar relativamente más cómodo para venir… qué se yo. Que no hayamos estado antes tiene que ver con la escena de rock, en cómo estuvo repartida, pero también con nuestra disponibilidad, ya que cada vez que nos invitaban a un festival no estábamos disponibles para venir porque andábamos de gira. Quizás sea un capricho del destino, porque nosotros hemos querido venir siempre. Se nos dio la posibilidad el año pasado en El Ciudadano, cuando vinimos por primera vez y que marcó el comienzo de una nueva etapa del desarrollo de la banda en Uruguay.
¿Tuvieron algo de particular esos recitales para la banda?
- Tuvieron la particularidad de que como fueron los primeros shows, el público tenía más ansiedad y los vivió como algo parecido al placer físico. Cuando pasa eso no podés negarte, así que nos entregamos totalmente. Tuvieron mucho de placentero esos recitales, como de iniciación, pero también a medida que van pasando otros shows el público se va acomodando y los disfruta de otra manera, porque Babasónicos ofrece diferentes formas de captación para disfrutar de sus espectáculos. Además del despliegue visual y del sonido contundente que manejamos, la larga trayectoria nos permite manejar un vasto catálogo de temas y de atmósferas, así que no hay un show igual que otro. Y llevamos más de 700 recitales en diez años, lo que nos ha confirmado que en la mayoría de los lugares donde crecimos hasta ser populares hemos hecho un camino contrario al ortodoxo. Jamás utilizamos la promoción y el crecimiento por intermedio de una apuesta de dinero. Es verdad, grabamos casi todos nuestros discos con Sony, pero al mismo tiempo que estábamos en la multinacional más fuerte por otro lado éramos de los artistas más chicos de la filial argentina. Ellos nunca hicieron una apuesta grande para desarrollar Babasónicos, simplemente les convenía tenernos porque la banda se desarrollaba sola en todos lados. Así que hemos crecido a partir de un espectáculo que cada vez tiene más envergadura, que da que hablar. No sé, como que la gente se rinde y la atraemos.

“Soy muy puta/ y trabajo para vos”, ironiza Dárgelos, ríe Dárgelos en ‘Soy rock’, del disco Jessico, entre riffs que se burlan descaradamente de la pose rock-star. Grita “rock”, sacude “rock”, y es fácil comprender por qué una banda tan contundente y sofisticada, tan elegante e inteligente no tenga la popularidad que goza cualquier grupito chabón en Buenos Aires. Se quiebra el dandy cuando grita “rock”, estalla glam, amanerado. Sacude un rock puto, una vibración que jamás será alcanzada por los pudorosos y conservadores Redondos de Ricota. Después vendrá ‘Rubí’ (“Quererte así/ beberte a gotas”), un bolero naïf con bases electrónicas que tiene ese clip polémico en el que aparece un adolescente masturbándose durante todo el tiempo de la canción. El viaje es por Jessico, el último y mejor disco de la banda, alternado por páginas gloriosas como ‘¡Viva Satana!’ y ‘El Playboy’, o ese regalo metalero que incluyeron extraído del hermético Babasónica.

Esa atracción tiene mucho de sexual sobre el escenario, de sorpresa ante el desprejuicio sonoro del grupo. ¿El vestuario glam que presentaron en El Ciudadano buscó algún tipo de impacto especial?
- No, esos son los vestuarios que estábamos usando a fines del año pasado. Normalmente los vestuarios tienen que ver con el repertorio que estamos tocando y con la época que con Babasónicos estamos viviendo. Ahora estamos en otra etapa. Si bien puede ser parecida a la última (en mayo Dárgelos vistió cuero negro rocker con excedente de brillantina), si te fijás en dos o tres etapas anteriores son totalmente distintas. En cierta forma Babasónicos tiende al cambio permanente y a predicar eso en el público, de que el cambio puede ser siempre expectante y positivo.


Cierta actitud de exageración está presente en toda la estética de Babasónicos. Incluso algún crítico ha señalado que discos como Dopádromo, Miami y Jessico tienden a exagerar el presente para convertirse en una extraña vanguardia futurista ajena a las modas del momento.
- Durante la época de Dopádromo explotamos la ciencia ficción y ciertos aspectos del cine de ese género. Nos encontramos reflexionando sobre ese tema, sobre nuestra forma de componer y encontramos conceptos ideales acerca de que el futuro no existe, que el pasado tampoco y que la vida debería pasar solamente por el presente. Lo que sucede es que la conciencia que se plantea el hombre no está anclada en el presente, está más que nada apoyada en la reflexión ideal y en la búsqueda de estructuras de lenguaje que construyan el pasado a través de la memoria o que proyecten el futuro en la forma de llevar el lenguaje hacia delante, en hablarlo. Funciona así. Y también percibimos que una de las pocas instancias que tiene el hombre de disfrutar el presente es la instancia del trance o la de, por poner un ejemplo que nos toca cerca, la que tienen los músicos de tocar en vivo, donde todos tienen que estar comunicados de alguna forma no lingüística, pero en una forma musical, de swing o armónica. Es una verdadera conexión la que lleva a que seis personas puedan hacer una canción en vivo, sin detenerse, sin ir atrás a pensar cómo viene la melodía y sin ir adelante para pensar lo que vendrá después. Esa misma instancia de presente la tiene el deporte, por ejemplo, y la vive también la gente que disfruta en vivo de un show que la atrapa, cuando el espectador deja de estar pensando en uno mismo y abandona su individualidad para disfrutar de lo que recibe en ese presente. Y es increíble como son muy pocas las instancias que quedan en la vida para disfrutar el presente… Con respecto a lo que te decía de la ciencia ficción y estas reflexiones, sucedió que no encontrábamos que ningún escritor y que ninguna película tuviera en verdad alguna referencia precisa o cierta de lo que va a ser el futuro, lo que llevaría a la máxima paradoja de la ciencia ficción como género. La mayoría de esas obras exageran la moral del presente para alcanzar sus resultados. Cuando lees a Asimov o a Bradbury, o cuando mirás una película de Jodorowsky, lo que ves es que la sociedad que plantean, utópica y evolucionada, está sugerida por medio de las deformaciones de vicios que existen en la sociedad del presente. Eso lleva directo a pensar que probablemente, en un futuro lejano, que puede ser de 100 años, la gente haya modificado conductas de forma tal que determinada obra en realidad se vuelva ridícula. Entonces, no es que deje de ser válida esa exageración del presente, pero sí hay que tener en cuenta que pueden dar en el futuro lecturas que lleven por lo menos a la risa. Eso es lo que nos planteábamos y discutíamos en la época de Dopádromo, que el futuro no existe y que ni siquiera es una dirección, que lo único que existe es el presente pero la sociedad no tiene como conducta educacional el anclaje en el presente. Todo esto que te cuento nos sirvió para escribir varios discos, pero nos ha servido cada cosa para escribir un disco…
En el territorio de Jessico, último disco del grupo, agregaría que además de ese concepto se agrega el de jugar en la frontera, con personajes al borde y con un intenso sincretismo en lo musical. ¿Compartís esa idea?
- Sí. Jessico es una criatura y es también un lugar. Para Jessico elegimos un par de atmósferas que no habíamos tratado antes. Especialmente que todos los personajes que componen el disco llevan una vida al límite, se equivocan, entran al camino del mal, pero no reparan, no tienen moral, no tienen una conducta reflexiva que les diga “me equivoqué y entonces hago lo contrario”. Estos personajes se equivocan, van al límite pero vuelven a hacer lo mismo, porque no pueden volver atrás. Son personajes que permanentemente han sido transformados por el error pero vuelven a cometerlo. Son personajes que obviamente están exagerados, que tienen una vida rayana a la frontera porque están siempre en ese limite del que tienen y no pueden escapar. Todo eso es parte de una actitud que tiene el disco en su totalidad que es la de no colaborar. Jessico no quiere colaborar con la construcción de un sistema sociocultural que no favorece a nadie y que solo favorece en cierta forma a intereses mezquinos del capital y a la clase política entregadora. Ante esa actitud, cuando nosotros hicimos el disco, quisimos que reflejara que estábamos perdiendo todo, porque ya se veía cómo el ALCA y todas las presiones de los países más fuertes iban en camino para que los países sudamericanos sean a futuro una nueva Taiwan. O sea, productores a bajo costo. En ese aspecto, lo que se plantea Jessico es no colaborar, váyanse a cagar, porque vamos a vivir en el margen de la legalidad y de los gustos de esta cultura.

“Soy víctima de un dios/ frágil, temperamental/ que en vez de rezar por mí/ se fue a bailar/ se fue a la disco del lugar”, juega Dárgelos en sus habituales juegos de palabras, en ‘El loco’, y la banda entera lo acompaña para mezclar disco y rap, para hacer bailar a todos los presentes con un bombo robado al tecno más vulgar de los ‘80. Van de un lugar a otro, como en sus discos -de Miami a Jessico pasando por Dopádromo-, de un estado a otro, de la furia al glam. Tienen la herencia de Virus, de Melero, pero también de Morricone y de Los Iracundos, de los Beastie Boys, de Roxi Music, de los Red Hot y de Black Sabbath. Esa mezcla no puede ser rock, o sí, y todo lo que solemos escuchar es tan contracturado que... No importa, lo cierto es que Babasónicos por fin debutó en Montevideo y esperemos que siempre estén volviendo. Claro que quedan los discos y los clips. Pero no es lo mismo. Se los aseguro.

Esas fronteras musicales, ese sincretismo de mezclar para generar algo nuevo, también tiene un sabor a retro. Por ejemplo cuando componen un bolero adulterado como ‘El loco’.
- Sin embargo, nosotros tratamos de no ser retro.
Pero en cierta forma lo son…
- No lo creo. En serio. Porque toda la música que hacemos no podría haber sido hecha antes, simplemente porque no existía la tecnología para hacerla. Lenny Kravitz sí es retro. Porque él usa elementos compositivos y sonoros del pasado para hacer canciones de inspiración actual y moderna. Los Strokes también son retro. Ellos están haciendo new wave cuando eso estaba hecho en los mismos parámetros por Television, Magazine o Wire… Lo que sí tiene Babasónicos es una memoria del desarrollo de los 50 años de rock y del último siglo en lo que se refiere a música popular. Podemos tener guiños y citas del gran mercado de lo popular, pero más que nada están para darle ambiente o más vuelo a la obra. No tenemos una intención decididamente retro. Es más, nos vestimos como nadie se vistió antes. Y nuestros discos tampoco suenan a pasado. Utilizamos una combinación de sonidos. Podemos usar tecnologías de grabación antiguas con las más nuevas, pero lo hacemos para explotar cierta calidad de sonido que se ha perdido o ciertas tendencias diferentes a las que el mainstream pone como actuales, que son las que compiten en el terreno de la producción comercial y son los parámetros que sigue el mercado. Estar en ese juego está bien, pero tenés que tener el dinero para seguirlo, y es más que evidente que ese tipo de producción discográfica no es para Sudamérica. Por eso es que tenemos que probar en otros territorios. Para hacer un rock creativo en Sudamérica hay que explotar principalmente la particularidad de que venimos de un lugar excéntrico, de que tenemos una cultura más abarcativa, te diría que espectadora de muchos buenos momentos. Y es a partir de eso que podés darle otra resolución, que podés componer para esta época… Es por ejemplo lo que hace Manu Chao desde que se separó Mano Negra. Él es europeo, de un continente culturalmente colonizador y viene a Latinoamérica para “hacerse” latinoamericano o intentar ser latinoamericano. Lo que él hace es explotar y vender la excentricidad y la particularidad… pero bueno, siempre los colonizadores son los que tienen la plata y los que la ganan.
En el caso de ustedes las referencias y los cruces también son más riesgosos que la fórmula latina de Manu Chao. Pueden ir de Black Sabbath a Los Iracundos con un natural desparpajo.
- Soy fan de Los Iracundos, como también de Los Shakers y de casi todo el pre-beat y la música popular que fue anterior al beat y al rock latino. Tampoco olvidemos que el rock en Latinoamérica es rioplatense, y que su historia empieza a partir de Los Shakers y Los Gatos. Ahí empieza el rock, pero también me fascinan los grupos anteriores, Los Pasteles Verdes y Los Iracundos, que eran la música popular inmediatamente anterior al rock en el Río de la Plata. La incorporación de este tipo de ritmos, en vez de retro, tiene que ver en nuestro caso por una forma de desprejuicio, de hacer lo que a todos los demás les da vergüenza e incorporarlo como propio porque, en definitiva, pertenece a lo que hemos escuchado, a nuestra identidad. ¿Cómo no vamos a citar a Agustín Lara o a Manzanero si desde chiquitos nos han invadido los boleros y nuestra vida está surcada por ellos? Por eso, creo que producir un bolero a la manera en que Massive Attack se cruza con el dub es más que válido, porque en cierta forma es lo que ellos no pueden hacer. Nosotros podemos hacerlo sobre el bolero porque es lo que dominamos, porque no tenemos cultura jamaiquina y no tendría sentido repetir el modelo Massive Attack.
Lo que puede llegar a preocupar es que el riesgo en el rock latinoamericano de los ’90 es más fácil de encontrar en centros periféricos como Chile y México, o incluso en Manu Chao, al tiempo que en el Río de la Plata –especialmente en Argentina- se construyó un rock más ortodoxo, en cierto modo afectado de tintes populistas y sumiso…
- Sumiso a los gustos del público, por supuesto. Ese fenómeno se dio sobre todo en la última década, que tuvo mucho de una demagogia y de un populismo pseudo-fascistoide que resolvía con una entrega inmediata una falsa necesidad. Yo no sé si eso es consciente o es un problema de dirección que toma el sistema sociopolítico y que enseguida decanta en los gustos y costumbres. Eso es muy raro… Pero lo más raro de todo es que con todos los caminos inversos nosotros hemos llegado casi a lo mismo, que sería la meta de alcanzar una cierta popularidad… Yo no sé cómo hicimos, cómo llegamos, pero si sé que en nosotros está la persistencia de apoyar una obra en la belleza, en intentar acercarnos más a nuestro concepto de belleza que a mimetizarnos con la música que más se pasa en la radio. Jamás transamos con los parámetros de moda. A partir de eso y de proponer el caos y la sorpresa hemos sido una banda particular no sólo en Latinoamérica sino en el mundo, porque desde hace años tenemos una creciente venta de discos en Japón, en Alemania y en el mercado anglo de Estados Unidos… A partir de todo eso y de potenciar esa particularidad que nos sirvió como una marca distintiva se nos ha dado el éxito, porque de más está decir que en ningún momento pretendimos ser exclusivos ni elitistas. Queríamos ser tan populares como todos. Lo que sucedió no es que quisimos hacerlo solos y a nuestra manera, simplemente nosotros exploramos los mundos sonoros que fuimos descubriendo sin perder de vista nuestro ideal de belleza. Y esa creo que tendría que ser la particularidad de cualquier banda o de cualquier artista.

“Tan freak y tan popular/ quiero ser”... David Bowie, Brian Ferry y Brian Molko tienen razón. El gran show está en ese deseo, en esa tonta idea de ser la reina vestida de blanco, la reina de un rock que sólo puede burlarse a sí mismo y seducir a quienes pagan la entrada. Eso es Babasónicos. Una historia que no pasará desapercibida en la delirante épica del rock periférico en el cruce de los siglos XX y XXI.

la noche que vi a los beatles


La espera en el hall del Radisson fue solitaria. Un par de fanáticas adolescentes y la guardia fotográfica de un solo medio de prensa. Charly García bajó de un auto azul en la tarde de un jueves del año 2001. Charly García desenrolló su casi metro noventa de huesos y manchas en la piel, echó a andar rápido, ultratímido, apenas si saludó al personal, casi distraído ordenó “un chivito” a la recepcionista, casi tropezando se dejó sacar algunas fotos sin mirar a la cámara. Preguntó por el ascensor y en él se escabulló, escapando del vacío. Había que prepararse para la noche. Esas cosas.
El pánico se apoderó del productor de los dos shows en El Ciudadano; no sólo por la probable factura que dejaría el músico, fiel a su máxima demoliendo hoteles: Charly García había ordenado que deseaba invitar a Hugo Fattoruso. Se sabe que sus caprichos deben ser cumplidos. Tan estricto como un niño venía de protagonizar un escándalo en tierra chilena que impidió que se presentara a un recital. Tan estricto como un rey se hospedó en la mejor habitación del cinco estrellas y se ocupó de que se le programara una salida a un shopping. Ordenó otras tantas cosas. El gran problema era que nadie podía imaginarse que el Fatto aceptara la propuesta, distanciados ambos músicos desde que a García se le ocurrió grabar el ‘Rompan todo’ de Los Shakers con el vozarrón decadente de Sandro.
El Ciudadano es el gran boliche que se merecía Montevideo desde hacía años. Un lugar cool, bien ambientado, ideal para recitales intimistas aunque con precios que limitan la entrada y lo hacen excesivamente elitista. Después de la visita de María Gabriela Epumer y de Daniel Melingo, ahora la del rey Charly, y muy pronto la de los anunciados Babasónicos, Daniel Melero y Fito Páez, además de agotar shows de Jaime Roos, NTVG, Eduardo Darnauchans y lo más granado de la MPU, se ha convertido en un éxito empresarial que parece no ir acorde al desastre económico de la región. ¿Cuál es el secreto? No bastaría una nota para explicarlo, pero sí vale la pena refrescar que hace poco más de diez años, en plena hiperinflación de Alfonsín, la diferencia cambiaria provocó que durante un par de temporadas un pub llamado Laskina fuera protagonista de un sueño similar al que vive hoy El Ciudadano. Allí se pudo disfrutar, entre otros, a los Redondos antes de la insoportable fiebre ricotera, a Fito Páez presentando Tercer mundo antes de emigrar a España, a los Divididos cuando recién empezaban y bastardeaban el ‘Light my fire’ de Morrison. Pequeño milagro de la crisis económica, el resto-pub reciclado del cadáver del Soro, puede darse el lujo de agotar dos shows casi íntimos del más grande rockero hispanoamericano. En cuestión de horas. Y de retenerlo por una noche más aunque debiera cancelar la invitación de Diego Maradona para participar de su mediático show de despedida del fútbol.
Dicen que el show del jueves estuvo alucinante, que fue una locura. Como el productor invitó a ‘fisgonear’ el viernes, crucé los dedos para que no me pasara lo mismo que con Mano Negra, que por dejar todo para último momento me los perdí olímpicamente. El show del viernes estuvo a la altura del mejor García, pese a que no hubo, como se preveía, ninguna referencia a ese nuevo proyecto Say No More titulado tentativamente Dos edificios dorados, en homenaje a la canción de su camarada David Lebón que curiosamente ‘anticipa’ 28 años antes el desastre de las Torres Gemelas. Tampoco hubo ambiente similar al unplugged que grabara para la MTV. No hubo sutilezas. Lo que se vivió fue un recital exageradamente rockero, basado en grandes éxitos ruidosos y distorsionados por la actitud Say No More. Charly hace lo que quiere mientras su fiel guitarrista María Gabriela Epumer lo salva continuamente del desastre. Charly entonces logra conectarse con el público, con la genialidad, con la voracidad de lanzar un tema atrás del otro sabiendo que ‘Fanky’, ‘Nos siguen pegando abajo’ o ‘Los dinosaurios’ resisten cualquier herejía. Parece que se desarma pero sigue. La verdad de sus textos pega como nunca; todos son hedonistas y notoriamente neuróticos, tan provocadores como nihilistas. Parece que le teme al aburrimiento y se tira arriba de una mesa para que un fanático desesperado le chupe el dedo de un pie. Lo ví con mis ojos. Pasó en El Ciudadano. Sigue siendo rock and roll y Charly festeja con un Say No More y se tira arriba de otra mesa. No se detiene. Se detiene. Camarín. Sigue. Camarín. Parece que no sigue. De repente un tumulto en la puerta. “No se vayan que el show no terminó”, grita el cajero-escritor Ricardo Henry como en los viejos tiempos de la disquería Atlantis. Le gusta gritar. Entra el Fatto corriendo con su sombrerito de duende. Todavía faltaba lo mejor.
Y ahí mismo, en el escenario de El Ciudadano, estaban los Beatles. Sí, los mismísimos Beatles. “Aguante George”. Apenas bastaron esas palabras y la cara endurecida de Charly García para lanzarse a un bonus-track histórico, un bis emocionante acompañado por Hugo Fattoruso en teclados, Mario Serra en batería y Francisco Fattoruso en el bajo. Primero rodó el rompan todo, esa manzana de la discordia que enemistó a García con el Fatto durante años y luego vino una andanada de versiones fanáticas y distorsionadas que incluyeron una memorable interpretación de ‘Something’, entre otras perlas que se gozaron en presente en la emocionada noche de El Ciudadano. Si el gato de metal destruye sus propias canciones en la marea Say No More y los fanáticos disfrutan extasiados la furia hedonista del músico y su banda, a la hora de interpretar a los genios de Liverpool él se transforma, se convierte. Abandona el porte de rocker porteño, de rey bufón, para adorar religiosamente a la sangre de las canciones firmadas por Lennon y McCartney. “Aguante George”. Pero también un aguante a los Fatto, que acompañaron un medley al borde del delirio, al filo de la genialidad. Pocos pueden hacer a los Beatles con la energía y locura de García, capaz de llevarnos a Liverpool, a los dorados años del rock británico. Pocos, muy pocos.
“All you need is pop”, diría Andrés Calamaro.

estado de guerra


El dramaturgo uruguayo Sergio Blanco vive en París desde hace diez años y espera sin ansiedad que sus piezas teatrales se estrenen en el Río de la Plata. En el año 2003 ganó el Florencio a Mejor Autor por la puesta de ’45.
El teatro – espectáculo de la guerra está en marcha. Nuevamente. Tan pronto pasemos a otro estado de aletargamiento nos costará entender los mecanismos del horror y evitaremos las imágenes de los bombardeos a Bagdad o Beirut, como las de los neoyorquinos lanzándose al vacío desde las torres a punto de desplomarse. Imágenes. El teatro está repleto de imágenes y también de contenidos. Para Blanco, su teatro, el de Slaughter y el de 45’, es político, es un necesario ajuste de cuentas con la modernidad y la posmodernidad. Porque, según él, el teatro –y también la especie humana- “debe recuperar la dimensión trágica”.

_La obra Slaughter parece definir que la guerra está en todos lados... _No exactamente, ya que en lo personal no creo que la guerra esté en todos lados, ni que sea algo intrínseco a la idea de espacio social o mental. Lo que plantea Slaughter es que nuestros actuales sistemas neo-liberales, al depender de preceptos económicos basados en la exclusión, la segregación y la fractura social, terminan gestando una forma de organización extremadamente destructiva y nociva para los seres humanos. Tan nociva que nuestros espacios sociales empiezan a adquirir determinadas formas de funcionamiento que se aproximan a lo bélico. El problema es que esta especie de guerra permanente es poco perceptible ya que se trata de una guerra sin batalla. Son las guerras a las que nos exponen, cada vez más, ciertas formas de organización social. 
_¿Estaríamos hablando de un estado de guerra simbólico? _Sí, pero además de esta guerra simbólica, el texto también pretende denunciar la verdadera dimensión trágica de toda guerra real: el verdadero carácter de todas esas guerras es que son lavadas de su costado trágico para mejor venderlas, para que nos resulten digeribles y que las sigamos permitiendo. El análisis de la forma en que son presentadas –y puestas en escena– las guerras actuales en la televisión, nos permite ver que lo que se nos esconde y oculta es más que lo que se nos muestra e informa. En la guerra del Golfo como en la de los Balcanes como también en la de Afganistán y en la de Irak, se lavó el costado trágico de la misma y se lo sustituyó por una especie de humanismo caritativo. La televisión cumplió con su objetivo de evacuar el carácter trágico de los enfrentamientos para hacer de la guerra algo limpio, higiénico y banal, e impedir de esta forma toda posible discusión democrática. Pero lo que es interesante de retener es que este procedimiento de evacuación de lo trágico que elimina la verdadera dimensión del enfrentamiento bélico y enceguece, es el procedimiento opuesto al que realiza la sociedad de Esquilo que se sienta a presenciar la verdadera tragedia de la guerra para poder reconocerse en tanto que comunidad y de esta forma superarse a sí misma. Nuestra contemporaneidad hace lo diametralmente opuesto con el solo fin de impedir toda posible discusión democrática que nos permita reflexionar y cuestionarnos en tanto que ciudadanos. Slaughter es un texto que trata de exponer toda la bestialidad y la crudeza de nuestras guerras actuales, con el propósito de incitar la platea a la reflexión y a la discusión a las cuales debe confrontarnos toda guerra. 

VIOLENCIA ES MENTIR _¿Qué papel juega la violencia en tu obra?  _La violencia juega el rol principal de toda la pieza: es la gran protagonista. Y hasta se podría decir que es la protagonista de casi toda mi dramaturgia. No puedo evitar hablar de la violencia si pretendo escribir acerca del mundo que me rodea, puesto que la violencia es uno de los grandes estigmas de nuestra época. Evitar hablar de la violencia al escribir sobre nuestra contemporaneidad sería una forma de negacionismo, y es tan grave ser negacionistas del presente como lo es serlo del pasado. A mucha gente le fastidia que hablemos de la violencia y yo creo que esa gente –que incluso llegan hasta tratar de impedir que hablemos de la violencia–, en el fondo lo que quiere impedir es que hablemos de nosotros mismos y de nuestra época, ya que son conscientes del rol alucinógeno que puede jugar el teatro en toda comunidad. Sería no solamente absurdo sino hasta inmoral ignorar la violencia, y por ello es el epicentro de todas mis piezas. 
_Queda claro que no se puede negar la violencia. ¿Cómo describirías a la violencia de nuestras sociedades? _Tal vez la violencia de las economías liberales sea menos espectacular que la de los totalitarismos, pero es violencia al fin, ya que toda forma de injusticia encierra en sí misma una gran violencia. Hoy en día hay una cierta pereza intelectual que no nos deja aceptar esto último y sin embargo, violencia no es forzosamente estado de ira o de ímpetu sino también todo lo que se ejecuta fuera de la razón y la justicia. Slaughter trata de ahondar en todos los niveles de violencia, desde la más espectacular del hombre que se arranca los ojos con su tenedor, hasta la menos espectacular que es la de una mujer que responde a una encuesta de marketing sobre la calidad de su vehículo.
_¿Considerás que subyace una visión nihilista por pesimista? _No, para nada. Mi teatro muestra una visión oscura y negra del mundo que nos rodea puesto que es la sola imagen que recibo a la hora de analizarlo; escribir lo contrario sería mentir y creo que la mentira es un lujo que hoy en día no podemos permitirnos. Pero esta visión, por más oscura que sea, no va unida a una postura nihilista o postmoderna de desasosiego sino todo lo contrario. Es una visión que trata de aprehender el mundo tal como es para poder devolverle a la escena la dimensión trágica que el modernismo le ha extirpado. Es fundamental que el teatro recupere esta forma trágica de considerar el mundo y ello es para mí uno de mis objetivos mayores a la hora de sentarme a escribir. El teatro sabe, puede y debe hacer todo lo contrario; puede recuperar la dimensión trágica que nos enfrente a los miles de enigmas que nos son necesarios para interpelarnos en tanto que humanos. De lo contrario, aquel teatro que decide dar la espalda a su contemporaneidad y que transforma el espacio teatral en una zona de entretenimiento, corre el riesgo de la brutalidad. 
¿Y cuál es el lugar para la sensación de esperanza en el teatro trágico? Obviamente que la esperanza no está en la historia misma que cuenta la pieza, pero sin embargo está en la forma en cómo dicha fábula está presentada. Con esto quiero decir que la esperanza no tiene porque estar forzosamente en el interior del texto dramático, sino que puede estar en el mecanismo que este texto dramático pretende establecer con los espectadores potenciales. Una esperanza no solo en la fuerza del hecho teatral, sino también una esperanza en esa capacidad que puede tener el hombre para acceder al conocimiento de sí mismo. La esperanza estaría entonces en el formato y no en el contenido. 
¿Qué papel juegan los personajes de Slaughter? Esta pregunta me interesa mucho porque el rol del personaje en la dramaturgia actual es uno de los temas que más me interesa a la hora de estudiar e investigar acerca de la escritura contemporánea. Yo insisto permanentemente en la idea de la crisis del personaje en el teatro moderno. Beckett al menos tenía las palabras para construir personajes deshechos. Nosotros no. Solo tenemos restos de lenguaje, pedazos partidos de nuestra propia lengua que cada vez perdemos más. Por ello la construcción del personaje ha cambiado completamente. El dramaturgo contemporáneo solo puede prestar su lenguaje al personaje para que este exponga su pensamiento. Nada más que eso. En el teatro actual sucede lo mismo: es la voz del yo dramaturgo la que expone el logos y no más el personaje mismo. De allí también que el monólogo prime en la dramaturgia contemporánea.
Y se puede sentir, con cierta desazón, que esos personajes aceptan ser subyugados...  Porque vivimos en una sociedad que nos subyuga. Una de las mayores características de nuestra época es la alienación de la cual somos víctimas. Y la alienación es una de las peores formas de subyugar a un individuo o a una comunidad. Estamos permanentemente siendo subyugados y lo peor es que no queremos ser conscientes de ello. Kafka fue uno de los más lúcidos en la exposición de los mecanismos de alienación del hombre moderno. De forma notable anticipó el funcionamiento de la burocracia alienadora del aparato totalitario y comprendió de qué manera este aparato es capaz de subyugar a los individuos ante la autoridad. Pero la genialidad de Kafka está en que excede la descripción de los sistemas de principio de siglo y anticipa la especie de puesta en marcha totalitaria que se opera en el conjunto de las sociedades occidentales democráticas actuales: un procedimiento radical de deshumanización que termina alienando por completo a sus individuos por medio de un discurso oficial que no hace más que anestesiarlos. Por ello, a mi entender actualmente estamos asistiendo al fin de verdaderas democracias para acceder a una especie de biofascismo o de fascismo ordinario que de más en más nos aliena y subyuga. 
¿En qué medida la realidad se entromete en la ficción, más allá de que el 11-S fue posterior al atentado que se menciona en la obra, como le sucedió a Houellebecq en la anticipatoria Plataforma? Yo no diría que la realidad se entromete en la ficción sino que a la inversa es mi ficción quien se entromete en la realidad. Con esto quiero decir que mi teatro parte de la realidad en el sentido que se refiere a ella en forma permanente. En varias oportunidades he insistido en la idea de un teatro político que a mí entender es el teatro que se centra en los problemas centrales de una sociedad; por lo tanto si pretendo ir a la búsqueda de un teatro político es imperioso que mi escritura se centre en la realidad. En épocas de decadencia, como la que estamos viviendo actualmente, es cuando más lúcidos tenemos que ser y cuando más debemos protegernos de ser los ingenieros de nuestros coliseos modernos. En nosotros está el saber oponernos y defender el espacio de reflexión que es el espacio teatral. Las opciones no son varias: o el teatro o los gladiadores. La elección está en nuestras manos. Esa es a mi parecer, nuestra responsabilidad artística. No hay que olvidar que lo que sucedió el 11 de setiembre es posible que sea solamente el prólogo del siglo que nos espera. La escritura del drama por venir depende solo de nosotros. 

LAS MÁS LEÍDAS