los bordes de la fiesta



Los Buenos Modales. En formato banda, dieron uno de los mejores shows en el escenario Hip Hop, con los rapeos de Hache, Arquero, Berna, Mostaffá e invitados. Foto: Montecruz.

El rock es una bolsa que como hecho artístico no significa absolutamente nada. Esta misma condición es la que hace que su sola mención sirva a grandes empresas (celulares y cerveceras, sobre todo), agencias de publicidad y productoras, y también el Estado, para que apuesten siempre a ganador al utilizar una y otra vez la capacidad de convocatoria que mantiene una palabreja que en el siglo XXI es apenas sinónimo de entretenimiento y fiesta (la sociedad del espectáculo llevada a su máximo esplendor) y que ofrece -y esto no es menor- un sistema de estrellas convalidado y aun prestigiante que glorifica carreras artísticas de tiempos pasados (en algunos casos, remotos en cuanto a significación artística).
No es este el espacio para debatir si fue el rock que se tragó al pop, o si es el pop el que se trasviste detrás de una gran bolsa que ha perdido toda brújula (salvo el de sumar a una forma de entender al ocio como un mecanismo hipercontrolado, conservador y despojado de toda épica). De alguna manera, ingresar en ese terreno es menospreciar la capacidad que sí tiene el pop de hacer entrar y salir -con mayor celeridad y pragmatismo- aquellas expresiones que están en el borde, que son fermentales, lo que lo lleva a un mayor movimiento y recambio generacional. Pero bueno, también es cierto que (casi) todo es rock, o se lo coloca en el rock, y que al desarrollar un concepto tan resbaladizo como Montevideo Rock, los organizadores del festival se exponen a ciertos debates que parecen no tener en cuenta. Está bien que así sea (o mejor dicho, es entendible que así sea), porque este mega-festival tiene intereses que no son precisamente artísticos. Se escudan en el entretenimiento (que no podría negársele al público-ciudadano-futuro votante, eso dicen) para minimizar todo intento de discusión sobre los reales contenidos. El éxito se mide en metros cuadrados de un pogo, en cantidad de drones y grúas, en contratar artistas que aseguren taquilla. Todos méritos que corresponden con más exactitud a un circo y no a la palabra festival unida al imaginario rock-Woodstock o punkrock-CBGB, o incluso Rock- Montevideo Rock 1986.
Si la edición 2017, más allá de la pertinencia o no de revivir en el nombre el Montevideo Rock de la posdictadura, centró su artillería en los grupos mega populares del rock uruguayo, celebrando una vez más la retórica populista pos 2002, de los buenos tiempos Pilsen Rock, este año 2018 se apela con desesperación a artistas internacionales (contradicción flagrante si el año pasado se dijo con orgullo que el festival era para artistas uruguayos, en un alarde chauvinista ahora incumplido). El problema es que los contratados principales tienen al menos tres o cuatro décadas de carrera en decadencia perpetua (Fito Páez, las momias de Titas y el chabón murguero Ciro) y aparecen apenas dos secundarios muy bienvenidos, invitados a tocar con luz de día (La Mala Rodríguez y Los Espíritus). Éstos últimos fueron de lo poco diferente y novedoso, con un blues lisérgico que hizo juego con otros que tocaron de tarde (los locales Eté y Mandrake), con quienes bien se pudo hacer una carpa a 200 metros para segmentar y subrayar las pocas luces que quedan encendidas de un posible rock rioplatense. Se podría sumar a esta convocatoria a Los Nuevos Creyentes, a los HPLE, a Las Cobras, a Vincent Vega, o bien apurar el regreso de La Hermana Menor. Es ahí donde posiblemente pueda encontrarse algo de 'rock' en Montevideo, si es realmente lo que se busca y no momias insufribles como los Titas, vuelvo a esta imagen, porque fue absolutamente desoladora, pese a que no pocos viejos rockeros hayan sentido que con su presencia y algunos gestos de La Triple Nelson y de Buenos Muchachos se salva algo. Más bien, todo lo contrario.
Eli Almic. Tuvo que salir a pelearla al escenario grande y de día. Estuvo más que a la altura, recorriendo su repertorio y acompañada por DJ RC y una buena banda. Foto: Nicolás Garrido.

El lado B
Por segundo año consecutivo se apeló a un escenario 2 (este año llamado Galpones) para mostrar 'otras cosas'. Y otra vez se falló en la falta de concepto de un escenario sin contenido claro, ni curaduría específica, ¡nada!; pocas ideas salvo manotear nombres que quedan bien, y por cierto que son de lo mejor de la escena musical, como Sante les Amis, Florencia Núñez o Mountain Castles. El concepto 'otras cosas' acentuó su tono cambalachesco y mantuvo una ubicación problemática de cruce de ruido con el escenario principal. Decir 'cruce' es poco y erróneo: Papina de Palma fue literalmente arrasada por el desborde metálico de Rey Toro, y Mónica Navarro sufrió, y mucho, con los altísimos decibeles de La Triple.
Este 2018, sin embargo, tuvo una gran idea en ese 'lado B' de las cosas, que si se cuida como concepto permite dinamizar generaciones y subculturas, y de alguna manera operar en un más elegante sentido político que no sea el patético formulismo de atraer masas por el simple hecho de atraerlas. Política, o más bien sentido público, si lo organiza como es el caso la Intendencia de Montevideo, vendría a ser potenciar y dinamizar movidas que es imperioso que sean visibles, por sus poderosas identidades, por las novedades creativas que ofrecen y por ser nodos de subculturas tan o más uruguashas que hombres de avanzada edad poniéndose guitarras eléctricas y transpirando copiosamente.
El escenario Hip Hop, con referencias directas a los elementos constitutivos de una cultura que lleva más de 20 años metida de raíz en la sociedad montevideana (el rap, el break y el graffiti), y el callejón de diferentes tiendas de tatuajes, remeras y otros productos juveniles, resultó una bienvenida movida que dejó parte de lo mejor de Montevideo Rock 2018 y que abre posibilidades de desarrollar otras ideas en el futuro. Señalo apenas algunas opciones, porque en esto hay para elegir, y alternar, dada la intensa movida cultural juvenil que sucede en la ciudad y apenas es relevada por curadores y por la Intendencia: una carpa indie con feria de discos alternativos y libros musicales que aglutine el trabajo de Esquizodelia, Órbita Irresistible y Estampita; una carpa que acerque propuestas como el ciclo de homenaje a El Kinto que se hizo en la Camacuá (homenajes contemporáneos, cuestionadores, un ejercicio de memoria mucho más positivo que escuchar por enésima vez "Dale alegría a mi corazón"); una carpa con propuestas autogestionarias que sean curadas por Martín Buscaglia, o por Diego Azar, o por la productora Patricia Papasso; o bien asociaciones con marcas alternativas como Contrapedal. Eso sin hablar de la electrónica o del metal, si se prefiere ir realmente al rock.
La importancia de trabajar con seriedad sobre un concepto, volviendo al tema que estamos tratando, como se hizo con el Hip Hop, posibilitaría acercarse a la idea de Festivales por la Convivencia y dejar en un segundo plano el Montevideo Rock, sí como escenario posible pero minimizado en sus faraónicas propuestas (se aconseja ahorrar en grandes números que solo alimenta a la clase alta del rock, en cantidad de drones y grúas, en salas vips). Una cultura de izquierda debería privilegiar lo diferente y no precisamente sumarse al obsceno sistema de prestigio del sistema musical (el que vende más entradas cobra miles de veces más que el que experimenta o investiga, en los bordes de esa clasista y poco equitativa bolsa llamada rock). Sin ir más lejos, lo hace la propia Intendencia, con menos presupuesto y menos publicidad triunfante, en la edición de Mojo, en el Parque Rodó, con dos semanas de actividades segmentadas y una curaduría abierta y diversa. No digan que son propuestas complementarias. No lo son. Son propuestas de signo y sentido muy diferentes, tanto en el contenido artístico y en la noción de intervención urbana, como en el fomento de un espectador-público curioso y activo participante.
Zalo Solo. Abrió el fuego en el escenario Hip Hop. Gran precisión en las rimas y buen flow para mostrar las canciones del debut. Punto alto en "Ciudadela paraíso". Foto: Natasha Gindel.
¿Qué pasó con el Hip Hop en las dos tardes-noches del sábado 17 y domingo 18 de noviembre de 2018 en el Prado? Simplemente que fue una fiesta que disfrutaron algunos miles de personas que vibraron con lo que se expuso sobre el escenario. Una fiesta en la que se concentró lo más joven de la concurrencia (tanto del público como de los artistas, en su mayoría menores de treinta), que siguió y acompañó las rimas de Zalo Solo, de Santi Mostaffá, de Arquero, de ese nuevo gran grupo llamado Los Buenos Modales, de la potencia de Dostrescinco, AFC y La Tejapride. Hay mucho para decir sobre esta movida que está en un momento muy fermental. Su inserción en Montevideo Rock, como escenario lateral, fue un golpe renovador y fresco de una cultura urbana que se juega en las calles, y no precisamente como expresión de barrios montevideanos costeros y bien pensantes. Hay discurso vivo y peleador en los textos. Hay historias para contar y mostrar. Hay muy buenos beatmakers y deejays. Hay bandas que se tocan todo. Hay poca distancia del escenario al público. Parte de todo esto es lo que debería buscarse y anhelarse a la hora de construir un festival (una fiesta, como quieran llamarlo), mucho antes del chisporroteo de fotos con grandes figuras y visitas ilustres.

((artículo publicado en revista CarasyCaretas, 11/ 2018))

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