un mapa emocional

El mapa y el territorio es algo más que una excelente novela de Michel Houellebecq. Es un concepto fuerte, bien contemporáneo, que problematiza la sobredosis de información a la que los individuos del siglo XXI estamos literalmente sometidos, en un tránsito imperfecto entre lo real y lo virtual. Es entonces un cruce de caminos, o bien puede ser punto de partida sobre el que una herramienta artística -en todo caso una mirada subjetiva- tiene el campo fértil para explorar en el registro, en las emociones, en definitiva en la autobiografía.
En el terreno de las artes visuales hay ejemplos cercanos que transitan estos asuntos, por cierto relevantes. Paola Monzillo con sus refinadas y sutiles obras confeccionadas a partir de mapas, de representaciones que generan una poética sutil. Magela Ferrero transformando todos los papeles de su mundo privado (facturas, cuentas, tickets, libretas) en libros únicos y personales que son intervenidos por palabras fragmentarias y una búsqueda evidentemente personal. El propio Sebastián Santana con los viejos mapas que intervino en una muestra anterior en la sala Sáez, dibujando sobre ellos insectos de grandes dimensiones. O bien con la bitácora de creación que le significó el reciente premio Paul Cezanne. Y casi al mismo tiempo de presentar esta obra en el EAC, presenta en otra sala Micromemoria porteña, una obra única, donde el mapa se convierte en territorio emocional, y se desarrolla en el formato de una cinta-libreta confeccionada con boletos de los buses (las micros) que tomó durante una larga estancia en la ciudad de Valparaíso, entre marzo de 2015 y diciembre de 2016.
Santana, con esta obra, deja por un momento su intenso trabajo como diseñador e ilustrador (generalmente trabajando en colaboración con otros autores, a excepción del notable libro-álbum Mañana viene mi tío), para realizar una obra personal, de refinada técnica, donde además de dar rienda a su talento como dibujante encuentra en los intersticios de la autobiografía una mirada sensible sobre los rastros que dejamos en un tiempo y espacio. Son micromemorias, fragmentarias, entrañables, que se exhiben al público durante los meses de mayo y junio.

¿De qué manera aparece lo autoficcional, como herramienta e incluso como tema, aparece en tu obra artística?
Sebastián Santana: Si tengo que ubicar un momento preciso donde encontré un sentido propio de usar la autoficción en una obra, fue con Mañana viene mi tío, un libro que publiqué en 2014 en Argentina. En ese momento no sabía que estaba haciendo algo llamado autoficción; conocía algunos trabajos de Hernán Casciari que andan por ese camino, pero el término lo conocí hace poco, con el trabajo del dramaturgo Sergio Blanco. Pero me desvío. Decía que el momento que puedo ubicar es el del libro Mañana viene... porque pasó que encontré la historia que necesitaba contar al pensar en un mecanismo de autobiografía inventada. Ese libro, que narra lo que pasa con la vida de un gurí que espera a un tío (que resulta ser un desaparecido por la dictadura del 73), lo pensé como si yo fuera el sobrino de Nelson Santana, un uruguayo desaparecido en Paraguay en el marco del Plan Cóndor, con quien no comparto más que la ciudadanía y el apellido. Ejemplificar, de una manera simple, qué es un crimen de lesa humanidad, qué significa un daño a la Humanidad.
Luego, tanto Micromemoria porteña como Cuaderno de espera (la obra que estoy exponiendo en el EAC en el marco del Premio Paul Cézanne) son en realidad autobiografías recortadas, por decirles de alguna manera: todo lo que está ahí es real, aunque no es toda la realidad. Sí fantaseo un poco sobre algunas cosas y hago un foco privilegiado en otros, pero en esas obras no hay ficción como tal, aunque me dan pie a elaborar nuevas narrativas donde sí podría incluir elementos de ficción. En suma, si bien la autoficción no es una técnica que use habitualmente, estoy empezando a verle posibilidades muy seductoras.
Este camino que evidencia tu nueva obra parece tener el sentido de acomodarse a cambios de escenarios cotidianos, de estar en otro lugar que no es el tuyo. ¿Lo vivís así?
S.S.: Es como decís, porque el hacer obra diaria en esas circunstancias responde más bien a una necesidad de anclaje y de generación de un espacio familiar, que me otorgue cierta seguridad emocional, cierta atmósfera de estabilidad. Soy muy fetichista y rutinario en cuanto a los espacios de trabajo, así que el trasladarme de país o ciudad, si bien es una cosa que disfruto mucho, también me deja en falsa escuadra en relación a algunos puntos de referencia que necesito tener (adornos, papeles y herramientas de dibujo, una mesa adecuada). En el caso de la Micromemoria porteña, el rollo que terminó siendo la obra empezó como una colección de boletos de micros locales, básicamente porque me recordaban a los boletos de ómnibus de acá de cuando era chico. Y como estaba con un taller vacío, en un apartamento casi nuevo, algo impersonal, necesité hacer algo como para tener un objeto que me hiciera sentir en un lugar familiar, un objeto precario, como salido de la feria de Tristán Narvaja. Y luego vino la idea de empezar a dibujar la historia de la vida que íbamos llevando con mi compañera en Valparaíso, aplicando un método de trabajo concreto: dibujar de memoria, con plumín y tinta china, lo que fuera rememorando de lo vivido unas semanas atrás.
¿Cómo fuiste encontrando el mecanismo de creación?
S.S.:
El rollo lo empecé a dibujar unos meses después de empezar a construirlo, creo que por junio de 2015, y lo primero fue establecer la rutina de dibujar siempre de memoria los acontecimientos pasados por lo menos dos semanas atrás. Eso permitía que las vivencias se ordenaran en el acto de narrarlas más allá de los deseos o la intensidad de los eventos. Es un mecanismo que suena más entreverado de lo que cuesta contarlo; pero la idea, en todo caso, era respetar lo móvil que resulta la memoria y la forma en que aparecen los recuerdos, no listar como en una agenda, sino que el rollo se convirtiera, lo más fielmente posible, en un retrato del hecho de recordar.

¿De qué manera esta obra dialoga con el proyecto que presentaste y finalmente fue ganador del Paul Cézanne?
S.S.: Para el Cézanne, dado que la convocatoria pedía una obra inédita a ser expuesta en el EAC (en el caso de quedar finalista), pensé en mandar la Micromemoria. Pero ya la tenía comprometida para ser expuesta en la Sala Sáez, y no quise especular con la posibilidad de quedar finalista del premio y por tanto tener que cancelar la exposición, tanto por respeto al compromiso, como sobre todo por el cariño que le tengo a la sala: ese lugar me ha resultado fundamental en mi formación artística, y me pasó muchas veces, cuando vivía a la vuelta, en la calle Piedras, de fantasear con exponer en esa sala, sin tener idea de por dónde empezar para hacerlo. Pero como igual me quería presentar al Cézanne, me tomé la postulación de la misma forma que me la había tomado la vez anterior que me presenté, en 2011: con total libertad, casi como si fuera un juego. Y estaba el asunto del tiempo: tres meses de espera entre la postulación y el fallo, tres meses de estadía en Francia si resultaba ganador. Con eso del tiempo, el rollo en mente y la ansiedad que sabía que el asunto me iba a generar, encontré la idea de contener la inquietud de la espera trabajando, haciendo una obra que fuera el reflejo del tiempo y de los acontecimientos vividos mientras aguardaba. Contar cuánta vida puede vivirse en tres meses comunes y corrientes, con la única salvedad de estar esperando un anuncio sobre un concurso.
¿Cuánto hay de juego y cuánto de obsesión en tus obras?
S.S.:
Se me ocurre ahora que partes iguales, aunque me temo que mi trabajo tiene más obsesión transformada en disciplina que otra cosa. Pero como me dijo un tipo al que consulté una vez, la obsesividad bien empleada puede ser muy útil. En los casos de estas obras, al menos, lo concreto es que disfruté mucho la práctica constante, me ha hecho reflexionar mucho, y encima han producido resultados muy halagadores, que son un privilegio.

No se puede dejar de relacionar tu nueva obra con los últimos trabajos de Magela Ferrero. ¿Por qué creés que se están dando -en el campo del arte- este tipo de experiencias tan íntimas y personales?
S.S.: A Magela la conozco básicamente de la vuelta de las exposiciones y algunas otros lugares de Montevideo, y no sabía nada de su hermoso proyecto hasta que hablamos hace algún tiempo, y yo estaba justo con el Cuaderno de espera para el Cézanne. Sí le conocía varias obras, pero cuando me encontré con dos de sus cuadernos/libros, uno en la casa de unos amigos y otro en la muestra Exposición diaria del Museo Zorrilla, quedé fascinado por el parentesco, por ver un camino similar al que busco, hecho con tanta dedicación. Siempre es muy lindo ver que la soledad de algunas búsquedas no es total. Pero volviendo a la pregunta, un artista al que conocí hace poco y me impresionó fuertemente fue Bispo, el brasilero, con sus tapices y construcciones. Y también me pasó por arriba la obra de Alberto Greco, un argentino de los sesenta que era un salvaje del arte, de quien no conocía nada hasta visitar el museo Reina Sofía en España: su “rollo de arte Vivo-Dito” es una obra que necesito estudiar más a fondo. Luego, pensando en obras construidas con otros lenguajes, recuerdo también el libro Autorretrato, de Édouard Lévè, una obra que por cierto me resultó fundamental tanto para construir el Cuaderno de espera como para estudiar a posteriori la Micromemoria porteña. En cuanto al por qué se dan estas obras basadas directamente en experiencias íntimas, y si es algo propio del momento actual, no puedo opinar con certeza de si es algo de ahora, o es una forma de buscar entenderse a uno mismo como artista y trabajar desde ahí.


((artículo publicado en rvista CarasyCaretas, 06/2018))

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